Home | Novidades | Revistas | Nossos Livros | Links Amigos El Diálogo Cordial, Memoria del Ser
– una Lectura del Diálogo Fedro
Dr. Enrique Martínez
Barcelona
Quien se acerca por primera vez al diálogo de Platón conocido como Fedro no puede menos que sentirse un tanto confuso a la hora de identificar su tema vertebrador. Parece como si el diálogo entre Sócrates y Fedro navegara a la deriva, visitando ora el puerto del amor, ora el del alma, ora el de la retórica. Sobre el sentido del verdadero amor tratan los tres discursos, el escrito por Lisias y los dos que pronuncia Sócrates; por otra parte, éste aprovecha su segundo para hablar acerca de la naturaleza del alma y su inmortalidad; y a esto sigue una discusión sobre la retórica, que concluye Sócrates con el mito de Theuth y Thamus usado para ilustrar la cuestión de si conviene o no escribir discursos. ¿Cuál es, entonces, el tema del Fedro? ¿El alma, el amor, la retórica, la escritura?
Una lectura profunda de la obra nos muestra que su aparente anarquía sirve a las intenciones del autor, esto es, mostrar que la palabra puede ser un barco sin rumbo, que cambia de dirección según soplen los vientos de la persuasión sofística; de hecho, es manifiesto el contraste entre el revoltijo de ideas que se da en el discurso de Lisias y el orden lógico de los socráticos. En éstos la palabra se pone al servicio de un auténtico diálogo, por medio de cual alma busca con amor la sabiduría.
1. ¿Una imagen vale más que mil palabras?
El diálogo comienza con la invitación que Fedro hace a Sócrates para que le acompañe fuera de la ciudad y escuche así el discurso del célebre orador Lisias. El paseo por el campo les conduce a la sombra de un plátano, admirándose Sócrates de la belleza del lugar y extrañándose al mismo tiempo Fedro de que su acompañante desconozca aquellos parajes tan cercanos a Atenas:
Perdóname, buen amigo –responde Sócrates-. Soy amante de aprender. Los campos y los árboles no quieren enseñarme nada, y sí los hombres de la ciudad. [1]
La palabra es el alimento propio de los hombres, de su alma racional, mientras que la naturaleza es muda, sólo sirve para alimentar el cuerpo. Por eso Sócrates prefiere quedarse en la ciudad, lugar de la palabra. Y si ha salido de ella es requerido por un amigo, que le ha prometido repetir el discurso de un gran orador:
Pero tú –le dice a Fedro- ciertamente pareces haber encontrado un remedio para hacerme salir. Porque, de la misma manera que los que agitan delante de las bestias hambrientas una rama o un fruto las hacen andar, tú, teniendo ante mí discursos en un volumen, está visto que me harás dar la vuelta a toda el Ática y a cualquier otro lugar que te venga en gana. [2]
¿Por qué este menosprecio de la naturaleza? Para Platón, que en esto sigue a Heráclito, todo lo sensible está en un continuo fluir, lo cual provoca en el alma racional un estado de dispersión, de mareo, de embriaguez:
¿Y no decíamos también hace un momento –afirma Sócrates en otro diálogo- que el alma, cuando usa del cuerpo para considerar algo, bien sea mediante la vista, el oído o algún otro sentido –pues es valerse del cuerpo como instrumento el considerar algo mediante un sentido- es arrastrada por el cuerpo a lo que nunca se presenta en el mismo estado y se extravía, se embrolla y se marea como si estuviera ebria, por haber entrado en contacto con cosas de esta índole? [3]
El alma padece ese vértigo al verse arrastrada por lo sensible, en especial por el amor sensual, “pues los mismos enamorado reconocen que están más locos que cuerdos, y saben que no están en su sano juicio, pero que no pueden dominarse”. [4] Platón nos ayuda a entender ese estado comparando el alma a un carro en donde el auriga no consigue controlar al caballo indómito, el cual se mueve a instancias de sus deseos pasionales. [5] Y es que las imágenes sensibles se imponen sin opción de respuesta, sin posible diálogo. ¿Acaso podría agradecer Sócrates al plátano que le proporcione una sombra tan agradable?
2. Palabras indefensas
Sócrates reclama aprender por medio de las palabras, del diálogo, alimento del alma racional. ¿Pero todas las palabras sirven a este propósito? Son muchas las que van y vienen sin nadie que las defienda, algo así como le sucede a Fedro, que no habla por sí mismo, sino que viene de oír los discursos de uno para luego leérselos a otro: “Amigo Fedro -le pregunta Sócrates al inicio del diálogo-, ¿adónde vas ahora, y de dónde vienes?” [6] Las palabras, pues, también pueden estar en un continuo fluir, mareando al alma. El discurso de Lisias que lee Fedro está falto por completo de unidad, pero cargado de figuras retóricas, que deslumbran a los oyentes; por eso cuando Sócrates responde lo hace cubriéndose la cabeza, propio del que no habla por sí mismo:
Me voy a cubrir el rostro para hablar, a fin de pasar de punta a punta el discurso, corriendo a toda velocidad, sin azorarme de vergüenza al mirarte. [7]
Las palabras de Sócrates, igual que las de Lisias, quedan así desamparadas, sin defensor. Al término del diálogo se expresa de este modo la orfandad que en ocasiones padecen las palabras, en este caso las escritas:
Basta con que algo se haya escrito una sola vez, para que el escrito circule por todas partes lo mismo entre los entendidos que entre aquellos a los que no les concierne en absoluto, sin que sepa decir a quiénes les debe interesar y a quiénes no. Y cuando es maltratado, o reprobado injustamente, constantemente necesita la ayuda de su padre, pues por sí solo no es capaz de defenderse ni de socorrerse a sí mismo. [8]
Orfandad que puede darse asimismo en el discurso oral, cuyas palabras, como las leídas por Fedro, vuelan sin tener donde posarse. Se convierten, así, en meros sonidos, flatus voci, imágenes en el aire. Y obran con respecto al alma racional como las imágenes sensibles, como el caballo pasional que arrastra el carro alado, esto es, imponiéndose por la fuerza seductora de su apariencia y no por la transparente invitación a hacerse amigo de la verdad mostrada. Palabras así no suscitan diálogos cordiales, sino encendidas arengas ante las que sólo cabe asentir y callar. Palabras así no buscan enseñar verdades –al comienzo del diálogo Fedro revela a Sócrates que no pretende más que ejercitarse con él-, [9] sino persuadir con lo aparente y verosímil:
A quien va a ser orador –asegura Fedro- no le es necesario aprender lo que es justo en realidad, sino lo que podría parecerlo a la multitud, que es precisamente quien va a juzgar; ni tampoco las cosas que son en realidad buenas o malas, sino aquéllas que lo han de parecer. Pues de estas verosimilitudes procede la persuasión y no de la verdad. [10]
Las palabras del sofista, que he caracterizado antes como imágenes en el aire, se asemejan así a aquellas figuras del mito platónico de la caverna que, transportadas en alto por ciertos personajes tras una tapia y proyectadas al fondo de la caverna, sirven para embaucar a los ignorantes prisioneros. [11]
3. Conócete a ti mismo
¿Qué hacer, entonces, para que las palabras se conviertan en diálogo? “¿Qué discurso es ese –pregunta asimismo Fedro-, y de qué manera dices que nace?” [12] Lo primero es encontrar quien lo defienda, buscar su progenitor, pues “tales discursos deben llamarse, por decirlo así, hijos legítimos suyos”. [13]
El padre del discurso no es otro que uno mismo en la medida en que es consciente de sí: “¡Ay, Fedro! –exclama Sócrates cuando su acompañante aparenta no querer repetir el discurso de Lisias-, si yo no conozco a Fedro, me he olvidado también de mí mismo”. [14] Cuenta Píndaro en su Himno a Zeus que para que los hombres no perdieran su memoria les dio como compañeras de viaje a las nueve Musas, hijas de Zeus y Mnemosyne; [15] por eso ensalza Platón aquel grado de arrebato provocado por las Musas en el verdadero poeta, quien en tal estado, “celebrando los mil hechos de los antiguos, educa a la posteridad”. [16]
Ciertamente, toda la paideia socrática se nutre de la sabiduría de aquella sentencia grabada en el templo de Apolo, en Delfos: “Conócete a ti mismo”, pues sólo las palabras enraizadas en la memoria de uno mismo, asumidas como propias, “llevadas dentro de sí al haber sido concebidas por el propio descubrimiento”, [17] en las que se entiende lo que se dice y pertenecen “al hombre que sabe, que posee un discurso vivo y animado”, [18] sólo ésas son fecundas y pueden fructificar en auténtica educación.
4. Memoria del ser
Un discurso así, vivo y animado, es el único que puede quedar impreso, no ya en el papel, sino en el alma del que aprende, puesto que éste lo hace suyo, propio, en tanto que entendido y no meramente repetido. Se trata de la mayéutica socrática, que no busca imponer un discurso por la voluntad del que habla, sino disponer de tal modo al oyente para que sea él mismo quien lo alumbre en su interior; como en el caso del esclavo de Menón, quien preguntado hábilmente por Sócrates resuelve el problema que no supo solucionar su amo. “Y este recuperar uno el conocimiento de sí mismo, no es recordar?”, [19] pregunta Sócrates a Menón a modo de conclusión.
Mas, ¿cómo pueden estos discursos despertar en el oyente la propia memoria? ¿Cómo pueden resonar en el interior y ser entendidos? Platón nos da la respuesta en Fedro: “Los discursos que se dan como enseñanza, los que se pronuncian con el objeto de instruir, se escriben realmente en el alma, y versan sobre lo justo, lo bello y lo bueno”. [20] Lo justo, lo bello, lo bueno... Sólo lo que es puede ser entendido, mientras que lo aparente es incapaz de arraigar. Dijimos antes que las palabras son el alimento del alma, en efecto, pero hay que añadir ahora pero sólo nutren aquellas que hablan del ser:
Y puesto que la mente de la divinidad se alimenta de un entender y saber incontaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir el alimento que le es propio, al divisar al cabo del tiempo el ser, se llena de contento, y en la contemplación de la verdad se nutre y disfruta. [21]
Aquellas palabras que, por el contrario, no hablan del ser sino de lo aparente son las que han sido engendradas por un alma que ha perdido sus alas, su memoria, y consisten en opinión que va y viene, que se olvida con suma facilidad:
Confusión, pues, y porfías y supremas fatigas donde, por torpeza de los aurigas, se quedan muchas renqueantes, y a otras muchas se les parten muchas alas. Todas, en fin, después de tantas penas, tienen que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo la opinión por alimento. [22]
Así, sólo el ser que arraiga en la memoria y da sentido a las palabras hace de éstas auténtico vehículo de comunicación, de diálogo capaz de mover a los hombres a entenderse entre sí. Por el contrario, el olvido del ser abre las puertas a todo tipo de disensión, de “confusión y porfías”, por cuanto que no hay nada en común sobre lo que hablar:
La mayoría de la gente no se ha dado cuenta de que no sabe lo que son, realmente, las cosas. Si embargo, y como si lo supieran, no se ponen de acuerdo en los comienzos de su investigación, sino que, siguiendo adelante, lo natural es que paguen su error al no haber alcanzado esa concordia, ni entre ellos mismos, ni con los otros. [23]
Dice por ello Aristóteles más tarde, recordando a su maestro, que la palabra manifestativa de lo justo y lo injusto es la que funda la sociedad humana:
La palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio de los hombres frente a los demás animales: poseer de modo exclusivo el sentido de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto, y las demás valoraciones. La comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad. [24]
5. Diálogo cordial
La palabra que habla del ser no sólo está arraigada en la memoria, sino que surge del corazón, de “un pecho rebosante”. [25] Así, cuando invita al oyente a recordar el ser mueve a su vez su corazón devolviéndole las alas del amor: “Si el alimento afluye, se esponja el tallo del ala y echa a nacer desde la raíz, por dentro mismo de la sustancia del alma, que antes, por cierto, estuvo toda alada”. [26]
El diálogo se torna de este modo cordial, forjándose así una amistad entre los que hablan. En esta amistad no se busca egoístamente el placer sensible, que se apropia del otro como objeto, sino la búsqueda concorde de la sabiduría; ésta, en tanto que compartida de igual a igual, “puesto que son comunes las cosas de los amigos”, [27] impone con suavidad el respeto al otro:
De esta manera, si vence la parte mejor de la mente, que conduce a una vida ordenada y a la filosofía, transcurre la existencia en felicidad y concordia, dueños de sí mismos, llenos de mesura, subyugando lo que engendra la maldad en el alma, y dejando en libertad a aquello en que lo excelente habita. [28]
El filósofo catalán Jaume Bofill resume con vivas palabras la esencia de esta amistad humana, en la que en “apacible confidencia” se alcanza el enriquecimiento de una Persona por lo que hay de más valioso en el Universo entero, a saber: por otra Persona, que se entrega a sí misma no en alguno de sus aspectos o bienes más o menos exteriores, sino introduciéndonos en lo íntimo de su vida y de su ser. [29]
Este diálogo cordial queda tan grabado en el alma de los amigos como profunda es su amistad; siempre se recuerdan las palabras del amigo, del mismo modo en que no es posible olvidarlo a él: “y cuando está ausente, de la misma manera le añora y es añorado”. [30] No les sucede así a los que desdeñan la amistad verdadera: acaban perdiendo la memoria de lo que nunca vivieron y no son recordados por nadie. Son como los muertos, que en la barca de Caronte van perdiendo su figura quedando reducidos a meras sombras sin rostro, o como aquellas almas descritas por Platón que beben en su ignorancia las aguas del río Ameleto, las cuales “no pueden ser retenidas por vasija alguna”, [31] y de este modo “pierden absolutamente la memoria”. [32]
De este modo podemos concluir que el diálogo cordial, memoria del ser, se nos revela en Fedro como la más alta manifestación de la vida humana. ¿No dedicó acaso su vida Platón a rememorar a su amigo Sócrates en sus diálogos? “Porque el evocar el recuerdo de Sócrates, sea hablando o escuchando a otro, es para mí lo más agradable”. [33]
[1] Fedro 230 d.
[2] Ibid.
[3] Fedón 79 b.
[4] Fedro 231 d.
[5] Cfr. Fedro 247 b.
[6] Fedro 227 a.
[7] Fedro 237 a.
[8] Fedro 275 e.
[9] Cfr. Fedro 228 e.
[10] Fedro 260 a.
[11] Cfr. República 514 b-c.
[12] Fedro 275 a.
[13] Fedro 278 a.
[14] Fedro 228 b.
[15] Cfr. Michèle Simondon, "Mnémosyne, mère des Muses" en La Mémoire et l'Oubli dans la Pensée Grecque jusqu'à la fin du Ve. siècle avant J.C., Paris, Société d'édition "Les Belles Lettres", 1982.
[16] Fedro 2245 a.
[17] Fedro 278 a.
[18] Fedro 275 a.
[19] Menón 85 d.
[20] Fedro 278 a.
[21] Fedro 247 d.
[22] Fedro 248 b.
[23] Fedro 237 c.
[24] Aristóteles, Política I, 2, 1253 a.
[25] Fedro 235 c.
[26] Fedro 251 b.
[27] Fedro 279 c.
[28] Fedro 256 a-b.
[29] Jaume Bofill, La escala de los seres, Barcelona, Publicaciones Cristiandad, 1950, p.165.
[30] Fedro 255 d.
[31] República 621 a.
[32] República 621 b.
[33] Fedón 58 d.