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Ará - India Guaraní

[Aldeia Guaraní de São Paulo]

10 de mayo, 2003

(publicado en el 450 cumpleaños de la ciudad de São Paulo, 25-01-04)

 

Pere Villalba Varneda
Universitat Autònoma de Barcelona
Salvador – Bahía: junio del 2003

 

A todos los que han hecho posible
que pensemos en los demás

 

São Paulo es una urbe que encanta al forastero: modernidad en sus edificios, movimiento incesante, intenso tráfico de coches, riqueza en sus museos, diecisiete millones de habitantes o, mejor dicho, de ciudadanos, numerosas iglesias, credos distintos, y sobre todo gente, gente distinta, caracteres distintos, colores distintos, procedencias distintas; esa es la gente que conoces a diario, con la que tratas por cualquier asunto: en realidad, la sientes poblada de gente sensible, dinámica, emprendedora, imaginativa y receptiva.

Si fuera posible que el filósofo griego Platón (V-IV aC) visitase São Paulo en nuestros días, él, que era hijo de una gran ciudad como Atenas, no cabe la menor duda de que volvería a filosofar sobre el arte de gobernar proponiendo vías alternativas, seguro que se replantearía todo lo que sometió a medidas aritméticas y a formas geométricas para dar el ser a su ciudad ideal, y no puedo menos que imaginarme que él, con extremo cuidado, haría un nuevo organigrama social, haciendo hincapié sobre todo en el utópico modo de organizar las gentes de una polis tan inmensa como ésta: y es que articular la vida de tantos ciudadanos presupone un alto grado de reflexión en busca de lo que tanto atormentó al filósofo ateniense, la justicia, el cumplimiento de la misma y su aceptación clarividente por parte de todos los ciudadanos. Esa es la virtud fundamental para nuestro filósofo, aquella que conduce una ciudad, una sociedad, como formando una sola mente, una sola voluntad y una sola memoria, hacia la felicidad, fin último de toda agrupación humana estructurada según ley.

Cicerón (I aC), tres siglos después, también había intuido que la reunión de las gentes en una polis era obra de la voluntad divina, pues una fuerza interna impulsa al individuo a vivir en sociedad con su igual: es la ley natural que reconduce el comportamiento humano hacia la solidaridad y la participación.

¿Cómo es posible, uno se pregunta, que en una urbe de ese tamaño tenga lugar una actuación justa? Es lógico que la persona sensible se plantee preguntas sin fin, una y otra vez, sobre la definición platónica de justicia: “Que cada cual haga un solo trabajo, y que sea aquel para el cual está mejor preparado”. Platón, pues, después de buscar, haciendo un amplio alarde de su dialéctica, una definición de justicia que le satisficiese, había llegado a la conclusión de que un gobierno justo, una sociedad justa, era aquel que promovía la equiparancia entre los individuos dentro del nivel social que le correspondía por su capacidad intelectual, por su índole natural. En esta definición, se rehuye toda demagogia igualitaria sin razón de ser, y se aboga por una prestancia basada en el grado de responsabilidad social inherente al cargo o a la clase social que se ocupa.

Nuestro coche seguía recorriendo las amplias arterias de la ciudad: subidas y bajadas, túneles, viaductos, parques enormes, semáforos, ruido, zonas comerciales, barrios extensos y, cosa para mí muy curiosa, lugares de la ciudad con nombres que no se asemejaban en nada al nomenclátor de las lenguas de origen latino. En este sentido, la presencia, ya ausente, de los primeros moradores de estas tierras se hacía realidad aunque sólo fuera a nivel de onomástica: pervivía la presencia guaraní a través de los topónimos. Las amplias avenidas verdeantes con sus arboledas flanqueaban nuestra ruta, confiriendo a la escena un no sé qué de selvático.

Nuestra conversación había estado dando vueltas entorno a asuntos de la vida cotidiana, sobre nuestro trabajo universitario, sobre la educación en una sociedad tan competitiva, sobre los que no participan del progreso material de nuestro siglo, y un largo etcétera.

De repente, motivado posiblemente por el cambio de ambientes y de ritmo en mis últimos días en esa gran urbe, un sueño que hacía rato se avecinaba se apoderó de mi. Me encontré en un territorio idílico, en una región en donde la primavera se había aposentado, en donde se vivía más de cien años en perpetua inocencia. Árboles frondosos, frutos nunca vistos, ríos de corrientes calmas y aguas cristalinas, animales paciendo tranquilamente, gentes dedicadas al ocio y al paseo, pájaros de mil colores decoraban aquel escenario con sus cantos armoniosos: todo un tapiz de bellezas sutilmente entretejidas conformando la pintura de la felicidad. Sin lugar a dudas, me hallaba en el paraíso, o en algún paraíso.

Tanta belleza no podía ser contenida en mi limitada imaginación, y, mientras volvía al presente, advertí el entorno duro y cruel de aquella nuestra pequeña historia de aventureros del espíritu, de ilusionados por un mundo, si no paradisíaco, sí humanamente llevadero.

En efecto, nuestro conductor había hecho un viraje hacia la derecha y emprendió una nueva ruta, hacia el sur, mientras los rascacielos y el tumulto de coches y las siluetas de las gentes iban quedando a nuestras espaldas alejándose.

Elian Alabi Lucci, Jean Lauand, Esteve Jaulent y Pere Villalba

– A partir de este punto, y después de sesenta kilómetros, llegaremos a nuestro destino –, insinuó el copiloto, con la buena voluntad de situarnos en la realidad de nuestro viaje.

– Así es que ya estamos, como quien dice, llegando –, añadió un tercero demostrando su poco conocimiento del fenómeno llamado “megalópolis”.

– El tiempo es algo relativo, de hecho no existe. Llegaremos al tiempo previsto por nuestro ínclito conductor, pues él sí sabe de lo relativo y de lo pasajero que es ir en coche a los lugares desconocidos –, dijo el tercer ocupante del coche, que hasta entonces había observado una actitud conciliadora.

Ahora, definitivamente, volví a la realidad como sacudido por una varita mágica, como si, por primera vez, mi subconsciente tomara contacto con las tres dimensiones.

El paisaje había cambiado ligeramente: menos coches, alternancia de casas con prados, terrenos sensiblemente ondeantes, carretera estrecha, numerosas curvas y un sinfín de cordones ondulantes de cemento plantados de través sobre el asfalto con la buena – si no diabólica – intención de contener la velocidad de los coches. Los barrios se iban diseminando en pequeños núcleos de población a uno y otro lado de la calzada. El arte de la conducción por ciudad se había convertido en el arte de la paciencia, de la previsión, de la moderación y de la resistencia.

El ruido del motor dejaba mis sentidos casi insensibles, como guardados en un cuarto oscuro, y las palabras de mis colegas resonaban en mi mente con una aquiescencia subliminal. Todo ello no fue obstáculo para que llegaran a mi memoria las palabras del Génesis: “Al principio, Dios creó el cielo y la tierra... ¡Que se haga la luz!... ¡Hagamos al hombre a nuestra imagen, como nuestra semblanza...!” Pero las curvas de la carretera y el calor me obnubilaban el sentido profundo de estas palabras.

Nuestro conductor advirtió que sólo quedaban veinte kilómetros para nuestro encuentro con los indios guaranís. Por cierto, no he dicho que nuestro viaje tenía un objetivo especial, un objetivo complementario a nuestro trabajo cotidiano, académico e intelectual. En realidad se trataba de un encuentro curioso, algo así como una llamada a clase, y nuestra actitud era verdaderamente la de unos buenos estudiantes. Si encontrábamos la aldea guaraní, cosa que yo no ponía en duda, escucharíamos atentos y observaríamos con nuestros ojos todo cuanto fuese posible ver y aprender.

De pronto la carretera mejoró extraordinariamente: líneas pintadas y relucientes, aceras bien diseñadas, faroles bien colocados y aparición de bellos apartamentos y conjuntos arquitectónicos exquisitamente pintados, disimulados bajo rótulos luminosos y propagandísticos, llenos de ofertas, que anunciaban que se había llegado a un paraíso, a otro de los muchos, claro!, denominados “Moteles”. La carretera, acto seguido, recuperó su rutinaria estrechez, el pavimento de la carretera volvió con sus ajetreos, la arquitectura sensual fue suplida por las desestructuradas siluetas de casas a medio construir, las charcas de agua sucia ocupaban el medio de las calles, los restos de ferramenta y de reliquias oxidadas sin fin decoraban un paisaje dejado de la mano de los hombres.

En cada núcleo de población por donde pasábamos se repetía lo mismo, el mismo paisaje sepulcral, la misma rutinaria suciedad, a la vez que cada una de las aldeas menguaba en extensión y ordenación. Sin embargo, gentes hablando en las calles, hombres acarreando enseres, niños correteando por lugares inmundos echaban un rayo de luz y de vida sobre aquel escenario cada vez más lúgubre. A pesar de todos los pesares, eso sí, a veces asomaba la belleza de alguna flor, mientras el horizonte te teñía con la luz rosada del Sol.

Mis ojos iban observando que unas paradas de alguna línea de autobuses no cesaban de aparecer señalizadas con unos postes, pintados siempre con los mismos colores y clavados en los márgenes de la carretera. Me imaginé que estábamos todavía en São Paulo, que ahora se encontraba a cincuenta y tantos kilómetros a contar des del punto de partida de nuestro viaje; casi un safari. Al hacer la pregunta sobre el lugar exacto en que nos encontrábamos, una voz me respondió:

– Sí, sí, continuamos todavía en la gran ciudad, estamos dentro del radio de influencia de la megalópolis. Estos que ves, son ciudadanos paulistanos...

– Aunque no todos son de la misma categoría –, asestó otra voz.

– En principio, todos los de aquí pagan los mismos impuestos que los de allí, o sea, que los que están a cincuenta kilómetros...

– La mayoría trabaja en la ciudad, en servicios, o en pedir limosna, o en no se sabe qué...

– Y todos tardan más de tres horas hasta llegar a la urbe, pues los autobuses por la mañana van muy cargados, y el tráfico es incesante...

– Algunos de ellos, te los encuentras luego limpiando los parabrisas de los coches en los semáforos...

– Se han de levantar a media noche, cuando todavía es oscuro...

– Y regresan en condiciones similares, o no mejores...

– Y también peores...

Así iba desarrollándose nuestro interés por aquellas gentes, por aquellos seres, humanos, al fin y al cabo, como nosotros.

Bueno, amigo, esta es la realidad cruenta y concreta de la infinidad de estadísticas que la ONU y la UNESCO, y la FAO y no sé quién más publican todos los años sobre la pobreza en el mundo: esas estadísticas dejan de ser papel escrito, se convierten ante mis ojos en cantidades que no tienen nada de abstracto: la matemática se convierte en crimen, en acusación, algo, alguien me apunta con su índice por la espalda, y cuando me giro para enfrentarme a él desaparece, pero luego me señala por los lados o de frente y no lo veo, está presente y es intangible e invisible. ¡Ah, bueno! Acabáramos, ese debe ser lo que llaman conciencia, mala conciencia en este caso. Pero pregunto, ¿quién piensa en la conciencia?

No existe la pobreza. Yo prefiero decir ‘Pobres’, no ‘los Pobres’, sino ‘Pobres’ (la mayúscula es mía), porque éstos carecen incluso de artículo. Pues bien, el término pobreza suena a algo muy abstracto, y los pobres no son otra cosa que la concreción de la falta de vergüenza de la sociedad a la que pertenezco, y de mi inercia, ¿claro!, y de mi falta de deseo de provocar el cambio. El cambio, ¡jajaja, jajaja!, de qué.

Con 100 dólares al mes esas personas que veo, esas siluetas de persona, esas sombras de individuos, esas sombras de sombras de individuos, en fin, un mar de confusión, podrían vivir su casa, su comida, su educación, su médico, su bar, sus vacaciones...

Me parece que ya me he convertido en un viejo y estoy obnubilado: ¿dónde encontraré 100 dólares al mes para esos olvidados, para esos desconocidos, que no tienen nombre? ¡Ojalá el rayo de Júpiter partiera la Tierra en mil pedazos y volviéramos a empezar!

Un rayo de Sol esta vez me asestó un golpe en mi retina a través de la ventana del coche y volví a la realidad. Una voz del cosmos me gritaba: ¡Mamarracho! Otra voz añadía: ¡‘Pobres’, olvídalos! Hemos de gastar 1.000.000.000 de dólares en armamento, 3.000.000.000 millones de personas deben vivir mal, y unos 2.000.000.000 millones deben vivir peor. ¡Apaga, y nos vamos!

– ¿Por favor, nos podría  indicar la ruta de la aldea guaraní?

–  Sigan más adelante, ya encontrarán la indicación.

Siempre resulta difícil encontrar lo que tiene interés, por mayor que éste sea. Sin embargo, a partir del mundo sensible podemos acercarnos al insensible, al del Bien, pues es el único medio firme de que dispone la condición humana para encontrar el camino. Teníamos la aldea guaraní al frente, ante nuestros ojos, según suponíamos, pero no la veíamos.

– ¿La aldea guaraní, por favor?

– Más adelante; hallarán la indicación.

Y la indicación no llegaba. La carretera que habíamos seguido se había convertido en una calle que cruzaba unas casitas humildes. A veces nuestro conductor emprendía una calle errónea, otras veces volvía al punto anterior: casi un laberinto envolvía nuestra curiosidad y nuestra capacidad de admirar.

Todos los ocupantes del vehículo nos atrevíamos a dar nuestra opinión, a indicar sentidos diversos, a veces contrapuestos, como ocurre en la vida misma. Ninguno de nuestros esfuerzos individuales lograba éxito alguno.

– ¿Por favor, la aldea guaraní?

– Tienen que volver para atrás, han de rehacer la ruta, y, a unos doscientos metros, a la derecha, encontrarán un camino, no está asfaltado; deben seguirlo, y al final hallarán la aldea guaraní.

A mi modo de ver, no hay vida sin idas y venidas, sin renuncias, sin excesos, sin rectificaciones de sentido. El laberinto nos es impuesto y, a la vez, lo generamos nosotros mismos: como el colesterol. Ignorancias, suertes, fracasos, reacciones, vuelta al principio. Claro que si Píndaro, inspirándose en la realidad y, a la vez, metafisicándola, llegó a escribir que “el hombre es el paso de una sombra”, poca luz debe existir a nuestro alrededor, o en nosotros mismos. A pesar de todo ello, cuando Pandora destapó la tinaja de las desgracias y de las suertes, supo corregirse en seguida de su atrevimiento al darse cuenta del futuro nada halagüeño que podría esperar al género humano: corrigió inmediatamente su mala acción cerrando velozmente la tinaja con la tapadera. Cuenta el experto Hesíodo (VII aC) que quedó guardada en el fondo del recipiente, como aprisionada, algo de valor incalculable: la Esperanza.

El ser humano ha conseguido alcanzar las cosas más inauditas e inesperadas: ha llegado a la Luna, cosa que no es cierto; ha alargado la vida, cosa que es discutible (yo creía que la vida era un acto voluntario, pero resulta que los científicos la pueden intervenir: ¡valientes engañadores! ¡Vaya truhanes!). Este es el momento en que mi estado de ánimo se puso más lucido, seguramente porque nos encontrábamos cerca de nuestro objetivo. Con todo lo dicho, me esforzaba en recordar otro texto –para mi, uno de los más agudos sobre el devenir de la vida humana –, esta vez de Sófocles (s. V aC), que no puedo recitar de memoria, pero que cuando llegue a mi biblioteca será mi primer punto de observación...

Efectivamente, he llegado a la biblioteca, siete horas después de mi pensamiento, al regreso de nuestro visita a los indios guaranís, y lo primero que he hecho ha sido buscar la Antígona de Sófocles. Leo en los versos correspondientes al segundo coro:

Existen muchas maravillas, pero ninguna tan portentosa como el hombre. Él, ayudado por el viento tempestuoso del sur, llega hasta el otro extremo del mar espumoso, atravesándolo a pesar de las enormes olas que rugen a su alrededor. Él fatiga la sublime y divina tierra, inconsumible, inagotable, con el ir y venir de su arado, año tras año, recorriéndola con sus mulas. Con sus trampas, el hombre captura a la tribu de los pájaros incapaces de pensar...

Él ha aprendido por si mismo la palabra y el pensamiento, rápido como el viento... Recursos tiene el hombre para todo... Sólo la muerte no ha conseguido evitar, pero sí ha logrado medios para rehuir las inevitables enfermedades...

No hay lugar a dudas de que el hombre es una maravilla del creador, algo fisiológicamente perfecto, perfección que comparte con el reino vegetal y animal, algo casi perfecto por su ingeniosidad frente a las dificultades materiales, habilidad, con todo, limitada y perecedera, y perfecto por el don de la palabra, que en parte es equiparable a los gritos de los animales.

Sin embargo, el hombre no conseguirá escapar de las garras de la muerte. Toda una tradición, tan larga como el hombre mismo, tributa culto a sus muertos. También los indios guaranís. Todo un ritual para mantener el recuerdo de los lazos afectuosos con los que hemos convivido en esta tierra. Quizá la muerte no sea tan negra. San Francisco de Asís la llamaba ‘Hermana Muerte’: algo fantástico y extraordinario, tanto como cercana es la liberación de los males que nos proporciona.

Y, efectivamente, el camino a la aldea estaba allí, habíamos pasado por delante de él, y no lo habíamos apercibido.

Eran las cuatro de la tarde..., y no llovía.

Hace 20.000 años, unas tribus nómadas cruzaban la zona que hoy denominamos Estrecho de Bering y arrastraban sus lentos pasos hacia el sur: eran gentes peludas, tribus innúmeras, individuos casi silenciosos: eran los comedores de carne y pescado. Después de soportar largos años de un extremado clima, esas tribus habían notablemente menguado. Era preciso, pues, encontrar tierras feraces y parajes hospitalarios. La caza había sido muy abundante y buena, pero la calidad de vida había empeorado. Aquellos pasos hacia el sur, atraídos por una fuerza terráquea inexplicable, magnética, tenían que reposar largos períodos de tiempo para rehacer las fuerzas. Por el camino quedaban huellas imborrables: seres queridos, de todas las edades, habían pagado su tributo a la osadía de caminar, al derecho de mejorar, a la injusticia del más fuerte, el clima.

“Como la generación de las hojas, así la de los hombres: el viento echa por los suelos unas hojas, y el bosque, al germinar, produce otras tantas tan pronto como sobreviene la primavera. Así es la generación de los hombres: los unos nacen, los otros se acaban ”, según leo en Homero (VIII aC). Efectivamente, estábamos ante las puertas de nuestro sueño, un sueño que había sido real desde sus inicios sin que nosotros nos diéramos cuenta. Bueno, es lo normal: vemos sin ver, pensamos sin pensar, amamos sin amar, triunfamos sin triunfar, obtenemos victorias sin ser vencedores; preferimos las medallas al honor, escogemos la gloria a la verdad.

Estábamos, pues, a punto de conocer a todo un pueblo, a generaciones de generaciones, un cúmulo de experiencias y sensaciones, una pauta de vida, una imagen de familia, un estilo de gobernar, un arte para confeccionar los enseres necesarios para la vida, toda una biblioteca. De hecho, cuando un ser humano muere, la humanidad pierde contenidos, pierde ciencia, pierde una enciclopedia de pequeñas entidades, de afectos y desafectos.

Al fin, nuestro conductor atisbó, tras haber recorrido unos quinientos metros desde la calzada asfaltada, una puerta metálica, abierta, que daba paso a un territorio difícil de mesurar:

 

Municipio de São Paulo

Aldeia Guarani Tonendé Porã

 

Efectivamente: ¡habíamos llegado! Teníamos delante de nuestros ojos el objeto de nuestro deseo, y casi dudábamos en proseguir hacia delante. Como siempre, o casi siempre. La verdad nos llena de desconfianza. La desconfianza engendra la duda. La duda provoca el desencanto. El desencanto nos paraliza: olvidamos frente a lo desconocido. Preferimos quedarnos en la ignorancia.

El vehículo avanzó dudoso por un camino flanqueado por matorrales y algún que otro árbol. A lo lejos, se percibía alguna choza, en medio de los árboles y altas matas, al tiempo que me daba cuenta de que un tendido eléctrico seguía nuestra misma ruta, en dirección, al parecer, hacia una supuesta plaza, la plaza de la aldea.

Mi cerebro reaccionó a las locas. La memoria se apretujó en una sola dirección. Mi voluntad se eclipsó: “Aquiénencontraremos chabolasniños desnudoshombressalvajescon lanzasenlasmanos amenazantes despeinados mujeresdesnudasinconscientesdelpudor restrictivo bestiasanuestroalrededor perros esqueleticos piesdescalzos miradasintimidatoriaspuntasdeflechaapuntodeclavarse ennuestrapiel”

– Buenas tardes, ¿sabrían dónde está el maestro, el Sr. Marcelo? –, preguntó nuestro conductor a dos personas que estaban observándonos.

Las dos mujeres, indias guaranís, le habían entendido perfectamente. Las lenguas tienen algo de misterioso, que todavía ningún lingüista ha sabido explicar. Sonidos conocidos conducen irremediablemente hasta la frontera del entendimiento entre las voluntades; sonidos materiales acercan sentidos abstractos; articulaciones vocales atraen las simpatías; lo sonoro antecede al pensamiento abstracto; la sílaba es el puente entre las diferencias; la inflexión de la voz destruye la desconfianza. Pero siempre estamos al acecho de lo imprevisible: así es la palabra, siempre creadora, o fundamentalmente creadora, y también siempre destructora y asesina de los buenos sentimientos: nos balanceamos agarrados al péndulo de la ineficacia.

En medio de mi admiración, por qué no asombro, y al mismo tiempo de mi consternación,  a mi memoria no se le ocurrió nada mejor, en aquellos momentos, que recordarme las palabras del evangelista Juan (I dC), cuando empezó a escribir su libro sobre las memorias de Cristo: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. El estaba en el principio con Dios”. La palabra se identifica con el concepto, y el concepto es Dios, naturalmente. Aquí, pues, la palabra ”palabra” significa el Bien, el Uno, Dios. En el principio, al no existir la multitud, no existían las lenguas: existía el entendimiento puro, el Ser.

– Hola, buenas tardes, señor Marcelo. Ya hemos llegado...

– Hola, ¿qué tal el viaje?

– Aquí llegamos unos cuantos, profesores amigos míos.

– Muy bien.

– Aquí Elian,.., Esteve..., Pere...

– Bienvenidos a nuestra aldea de indios guaranís.

"Eju Porã... - Bienvenido Prof. Pere Villalba".
Prof. Marcelo Caray,
la india Ará y Pere en la escuela de la aldea

 

Era un hombre de estatura baja, piel morena, cabello abundante, bien afeitado, joven. Nos dio un cordial apretón de manos, y todos nos quedamos sin palabra: ante lo desconocido, ninguna palabra. Ante lo imprevisto, silencio. No había, en nuestro principio, la palabra; había la nada de la palabra.

– Bien, estamos muy contentos de que nos pueda recibir y de que podamos hablar con usted. Uno de nuestros acompañantes viene de muy lejos, de Barcelona...

– Ah, Barcelona!

– ... y todos estamos muy interesados en conocer la realidad de los indios guaranís –, concluyó nuestro conductor con gran diplomacia, y a la vez con una exquisita sensibilidad, salvándonos de aquel escollo inicial.

El maestro Marcelo es un hombre de parcas palabras. Los indios, por regla general, hablan poco, pero expresan mucho con su acción y con su expresión seria y casi estática –para un novato como yo, un indio es una caja de sorpresas–. No suelen manifestar admiración por la realidad circundante, pues les parece que la realidad es sumamente natural, es algo lógico. Esta actitud frente a la vida corresponde al carácter, al carácter del individuo, y al carácter de la tribu. En algo nos diferenciamos. Y no es precisamente por el color de la piel, ni por la lengua, ni por las creencias, ni por las costumbres, ni por el sexo, ni por los trabajos, ni por los vestidos, ni por los países, ni por los continentes, por nada tangible, sólo por algo impalpable: el carácter. Se acabaron las clasificaciones raciales de otrora, se acabaron las catalogaciones de los individuos por aspectos accidentales y del azar. El hombre es el carácter capaz de engendrar más hombre, es decir, más humanidad, más buen hombre. A propósito del carácter, se dice que Platón nunca reía, sólo sonreía: ¡qué cosa más rara!

Observé el teléfono celular que colgaba del cinturón de nuestro maestro, en el costado derecho. ¿Un primitivo con aires de modernidad? ¿Un indio aculturizado? ¿Un indio borracho de las delicias mecánicas del hombre civilizado? ¿Un indio abandonado al destino más inactivo? Estas son las manifestaciones y prejuicios de tantos y tantos ignorantes que hablan sin saber, sin estar documentados. Nuestro maestro Marcelo es un hombre educado, atento, dispuesto a enseñarnos lo que se debe enseñar, especialmente receptivo a nuestros preguntas sobre la educación de los niños, los servicios sanitarios, los trabajos artesanales, las relaciones sociales, el gobierno de la aldea, las creencias religiosas, los contactos con el mundo del más allá de la cerca de alambre de aquella aldea.

Nuestra llegada no había pasado desapercibida al resto de la población, y se podían observar algunas personas, que desde la puerta de sus casas, o desde sus patios interiores, nos observaban.

Nuestra curiosidad subía en grados de admiración, a medida que nuestros ojos se iban acomodando a la nueva realidad. Los perros callejeaban tranquilos sin alterar la tranquilidad de la aldea con sus ladridos ante nuestra presencia. En seguida nos vimos contemplados con estupefacción por un grupo de niños, pequeños, de tres a cinco años, que verdaderamente nos observaban con ojos llenos de admiración: éramos nosotros el objeto de su investigación, y no ellos, el nuestro.

Delante de nosotros, en la misma plaza pública, se levantaba un pequeño edificio de construcción reciente, que algún político había hecho construir para captar los votos de los indios. Constaba de dos o tres salas, con lavabo y otros servicios: era el llamado dispensario, para atender las necesidades elementales.

– ¿Los niños nacen en la aldea, o en un hospital? – alguien de los nuestros preguntó para romper el silencio.

– Nacen aquí, pues tenemos nuestras comadronas – dijo el maestro, como si fuera la cosa más natural. Y continuó: – Aquí nuestros hijos reciben las atenciones médicas imprescindibles, como son las vacunas, diagnósticos generales, los dientes... – iba detallando en un correcto portugués.

– Por cierto, ¿todos ustedes entienden y hablan el portugués?

– Los de edad media sí, lo hablan bien y lo entienden. Ahora bien, la gente mayor ya tiene algunas dificultades.

– ¿Y los niños?

– Los niños lo aprenden en mi escuela, poco a poco, pues aquí las clases se hacen en guaraní. Van aprendiendo un poco de vocabulario, y, luego, a medida que van creciendo, y con algunos pocos contactos con algunos otros niños que nos visitan, se van acomodando a las necesidades...

– Por lo tanto, los niños nacen en la aldea, y...

– Sí, son empadronados oficialmente, como un ciudadano más.

– ¿Cómo va lo de los nombres? Porque usted se llama Marcelo, y es algo que nos extraña.

– Bueno, el caso es que tenemos dos nombres: el nuestro, el guaraní, y otro oficial, que consta en nuestra documentación. Pero...

– Y ustedes, ¿cuál utilizan?

– Siempre el guaraní.

El edificio no presentaba las mejores condiciones para su finalidad, pero más vale eso que nada, como diría alguien. Precisamente el agua corriente en los lavabos daba un carácter de modernidad a toda la aldea, lo que antes no me hubiera podido imaginar.

La tarde iba cayendo. Salimos otra vez al exterior. Llamó nuestra atención  de nuevo un griterío que nos llegaba de la zona sur de la aldea...

– Están jugando en partido de fútbol–, aclaró Marcelo ante nuestra extrañeza.

– ¿Y quiénes juegan?

– Ah, tenemos formados dos equipos, y en eso consiste el interés: a ver quién gana.

Efectivamente, por entre los claros que dejaban los árboles, observábamos unos jugadores perfectamente vestidos con las camisetas reglamentarias y el calzado correspondiente. Las jugadas eran de lo más reñidas, a juzgar por el vocerío que otra vez llegó hasta nosotros.

– En uno de los equipos juega nuestro cacique –, sentenció nuestro maestro ante el interés creciente de sus visitantes. – El cacique siempre juega, es algo casi obligatorio, dejando de lado si le gusta mucho o poco.

Bueno, teníamos al jefe de la tribu a nuestro alcance. ¿Fumaremos la pipa de la paz con él? Esto es lo que me sugería mi subconsciente. Qué barbaridad querer encasillar todavía a los indios en las imágenes del cine yanqui de los años sesenta! Seguramente será un señor que se conocerá a la perfección la clasificación de la liga brasileña y de algunas otras de Europa. Se puede suponer incluso que vestirá tejanos cortos, que fumará tabaco rubio y que se cortará el pelo cuando le toque. Todo, como cualquier simple mortal. Entonces, ¿no nos encontraremos con el jefe hierático, vestido con pieles de lobo, con plumas en la cabeza, moviéndose con gestos bruscos y mascando no sé qué hierba?

– El cacique no podrá atenderles por estar ahora ocupado –, nos aclaró Marcelo.

Bueno, algo importante empezábamos a perdernos. Claro está que tampoco nosotros le habíamos pedido una audiencia con la debida antelación. En las relaciones entre los miembros de una sociedad es muy importante la cohesión en todos los aspectos de la vida. No cabía la menor duda de que el cacique estaba cumpliendo con una de las labores más esenciales de su cargo: la cohesión entre todos los miembros de su comunidad a través del deporte, del juego, de la fiesta.

– En cierta manera, pues, yo hago el papel de lo que ustedes llaman “ministro de asuntos exteriores” –, afirmó Marcelo un poco sarcásticamente.

– Y sus contactos con las esferas oficiales, ¿cómo son?

– Correctas–, aseguró nuestro maestro. – Cumplen lo que nos prometen. Nos construyeron el dispensario que han visto, la escuela, nos pusieron agua corriente y electricidad, y nos permiten practicar nuestra venta de objetos artesanales, al tiempo que nos proporcionan debidamente la asistencia médica.

"¿Qué somos??!! Pueblos con idiomas, costumbres y culturas diferentes,
pero con
con sentimientos semejantes:
alegría, tristeza, esperanza,
fé, respeto, solidaridad...

Nuestro interlocutor hablaba muy claro, en estilo directo, sin mostrar ninguna amargura ni proferir queja alguna. Todo estaba como debía estar.

Paraíso, paraíso, lo que tradicionalmente se supone como lo que fue el paraíso terrenal, verdaderamente aquel lugar no lo aparentaba. Sin embargo algo encantador poseía: cielo despejado, silencio ambiental, que muchos de los habitantes de São Paulo y de las grandes urbes ya quisieran, aire limpio y sin olores a combustible, horizonte sin obstáculos, vegetación indómita, pájaros flautistas, macacos cambiando de árbol, mariposas dirigiéndose al cubil, hormigas innumeras marcando caminos.

El libro del Génesis empieza explicando la creación del mundo en siete días, y algo de él he apuntado más arriba. Al final del día quinto, cuando aparecen los animales según su especie, el escritor bíblico cierra el pasaje dándole un apunte rocambolesco: “Dios vio que todo esto estaba bien” (Gen. 1, 23). ¿Que Dios vio, que Dios se admiró, que Dios presumió de su obra? Esa conclusión es algo que me deja maravillado. Resulta que aquel que más tarde diría a Moisés “yo soy el que soy” (Éx. 3, 14), en el día de la creación, se jactó de su obra. Por lo menos nos queda la proximidad de ese dios metafísico en estas palabras bíblicas.

En aquel entonces pasó por mi mente una rapidísima película de mi quehacer cotidiano. Recordé que, desde la ventana de mi estudio, allá lejos, en Barcelona, tengo la ocasión de observar el vuelo vertiginoso de las golondrinas y de sus congéneres. No podía explicarme en ese momento qué relación guardaba la Biblia, los guaranís y las golondrinas, pero algo me empujaba a admitir la ley de la relatividad, no la de Einstein, sino la de los mortales, la que te hace ver que el mundo es un pañuelo, de que la naturaleza es una, de que todos respiramos el mismo aire, de que un mismo Sol nos alumbra... Nadie es dueño de nadie, nadie puede señorear sobre ningún otro ser humano, ni tan solo animal, por cuanto unos mismos son los lazos de la vida que nos mantienen en ella misma.

El mundo entero debería ser el paraíso de nuestra añoranza, la tierra toda debería estar libre de esas violencias diabólicas, que no dejan a uno desarrollarse con plenitud. Dios ha creado el mundo nuestro y el universo infinito, para que lo conservemos y disfrutemos de él. No hay, pues, señores ni esclavos. Los legitimados como propietarios de tierras deberían tener presente que no son tales propietarios, sino usurpadores de una tierra que es de todos.

Al dirigirme hacia el interior del pequeño edificio de la escuela, algo me hizo retener los pasos. Había percibido un ligero murmullo, algo así como el frotar con los pies en la tierra. Me giré con aire más bien resignado, y cuál no fue mi sorpresa al ver que aquel ruido provenir de una frágil personilla, que no levantaba más de cinco palmos del suelo, con su vestidito de falda, sus cabellos caídos por ambos lados, su tez morena, sus finos brazos y sus pequeñas manos. Ah! Me olvidaba de lo más importante: los ojos, oscuros.

Los enciclopedistas de los siglos XVI y XVII, en su empeño por no perder nada de cuanto podían conocer, hicieron una clasificación de las especies humanas. Se equivocaron con toda su buena voluntad. No existen razas: no hay hombres negros; no hay hombres amarillos. El color no es una cualidad, es un accidente, y un accidente no puede servir nunca de elemento diferenciador. Lo que constituye la realidad, o las realidades es la forma,  porque la forma está en función de la acción. Hay infinidad de tipos de casas en el mundo, pero la forma de una casa cumple una única función, el de servir de albergue al individuo.

Pues, bien, lo que yo tenía entonces delante de mis ojos era una forma endeble, en movimiento, una cabeza, un cuerpo y unas extremidades, un todo que conformaba un individuo, es decir algo indiviso. En una palabra, algo igual a mi, igual al otro, igual a los individuos del otro lado de la Tierra. Ni olores, ni aspectos, ni calores, ni sabores, ni ruidos, ni la facultad de la palabra eren puntos suficientemente cualitativos para la discriminación; eran eso, simples elementos del mundo sensitivo, partícipe del mundo elementativo y vegetativo, que elevan la materia hacia el estadio de la imaginación, y, con ella, al espacio de la humanidad. A partir de aquí sí que habrá distingos, pero los que impone la misma estructura artificial de la sociedad, basada fundamentalmente en la diferencia, no en la diferenciación, no en la superioridad, no en la prepotencia, no en la vanagloria, sino en la verdad desnuda.

La niña hacía girar su bolso alrededor de la cintura como queriendo hacerme una demostración de sus habilidades. Una y otra vez empezaba el intento. Yo me sentía halagado, pues constituía el único espectador de tamaña hazaña. Le guiñé un ojo, algo que suelo hacer cuando me encuentro apurado ante un ser pequeño. Ella sonrió. Le guiñé el otro ojo. Ella volvió a sonreír, mientras el bolso hacía su recorrido alrededor de su cuerpecito. Así, unos segundos. Mientras tanto, los otros compañeros de viaje ya estaban dentro del aula del colegio. Hice una señal con la mano a la niña, y entramos los dos juntos.

Ará, Ará! Así se llamaba la niña hasta entonces sin nombre. Su padre era precisamente el maestro Marcelo. Supimos que ‘Ará’ significaba ‘Día’, es decir, luz, vida. Nos enteramos de que tenía dos años y de que era muy responsable e independiente. Algo verdaderamente aprendido en el ambiente de la aldea. No cabía la menor duda de que todavía la índole tribal daba su fruto.

Verdaderamente la historia de cada individuo no muere con él, sino que se  transmite por arte de lo inexplicable a través de los genes y de algo que no se explican ni los que se autodenominan ‘científicos’. Señores, eso es el alma! Sepan que lo mensurable es caduco y termina desapareciendo. El alma, no. El alma permanece, el alma transmite la esencia de la persona. El alma es inmortal! Esa alma individual que se hace común en un puñado de seres humanos afirma que ‘¡Yo soy guaraní!’, Halif dice ‘¡Yo soy árabe!, el otro dirá ‘¡Yo soy japonés!’, el de más allá exclamará ‘¡Yo soy alemán!’, el del extremo del mundo proclamará ‘¡Yo soy egipcio!’. Esa alma individualizada constituye el alma universal, la de la solidaridad, la de la diferencia sin discriminar, al tiempo que una identidad de la especie en su diversidad, un documento de vida ante los demás documentos de los demás seres vivientes del universo: ‘¡Soy un hombre!’

El Génesis (I, 7) recuerda que ‘Dios modeló al hombre del barro de la tierra, y sopló sobre su rostro un soplo de vida, y el hombre se convirtió en una alma viviente.’ No hay más. Aquí no cabe el rechazo. Aquí no se permite el desprecio. No ha habido regla más equitativa que ésta en ninguna constitución, en ningún gobierno, en ninguna disposición de los hombres, en ninguna ideología política: el principio y el fin de la creación se encuentran en el centro del círculo de la trascendencia. Sin aristas, todo en su mesura, sin opacidades, la diafanidad de la creación dejará ciegos los egoísmos, las intransigencias, las superioridades, la petulancia, la soberbia. Todos igual. Dios igual a lo igual. Lo igual igual a lo igual de Dios. Lo igual de Dios igual a todos.

La niña había desaparecido de mi vista, ensimismado como estaba en mis elucubraciones bíblicas. La busqué. Ará estaba dibujando en la pizarra, con su mano minúscula, una bola de tiza minúscula, con luz minúscula, todo era minúsculo. Los demás iban haciendo sus comentarios con el maestro Marcelo. Me abrí paso por entre los  muchos y los pocos que éramos, y me acerqué a la pizarra. Efectivamente, Ará había dibujado una circunferencia, a la que había dotado de dos ojos y una boca. Era una cara, era una caricatura... ¡Qué va! Era mi retrato, me sugirió mi egocentrismo. Lo que fuera, seguro que era yo. Mi respuesta no se hizo esperar. Al lado de su circunferencia minúscula, yo dibujé otra circunferencia, casi también minúscula, y le dije que aquélla era ella. A lo cual respondió con una silenciosa sonrisa.

‘El hombre es el ser viviente capacitado para hacer más hombre al hombre’, me vino al recuerdo; creo que lo escribió el filósofo Ramon Llull. Lo que no significa que sea capaz siempre de incrementar la cantidad de lo humano que reside en cada hombre. Verdaderamente pensar cosas tan superficiales me crean estados neuróticos: debo estar neurótico, y, si no lo estoy, lo he estado o lo estaré, o continuaré estándolo.

Llegó el momento de las fotografías. Elian nos dio las instrucciones para colocarnos.

– Más juntos..., acercaros a las mesas...

Todo un modelo de buen gusto y discreción. Elian es una persona que está en el momento preciso donde toca.

– ¡A sonreír!

Elian habla lo justo, percibe los deseos de los demás, y nunca deja de ser útil.

¡Llegaron los besos!

– Bueno, a ver si puedo fotografiar a Ará dándote un beso –, yo la había cogido en mis brazos.

Me gustaba estar aquí, en medio de aquella simplicidad. Mi memoria sensitiva me traía el recuerdo de los grandes de los grandes. Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca..., todos ellos podrían haberse sentado en aquellas sillas de aquella escuela guaraní para aprender, para escuchar al maestro, a quien fuera..., y hubieran podido llegar a ser lo que fueron. ‘Eso no te lo crees tú ni borracho’. Pero la materia prima estaba allí, igual que la tuvieron en sus países. ‘Sí, pero no es lo mismo’. Bueno yo me niego a admitir que un Platón nunca hubiese sido un Platón aquí, ni que un Aristóteles no hubiese sido desde aquí el Aristóteles que fue, y que Cic... ‘Déjalo estar ya. No atormentes tu conciencia. Hay un destino sobre el ser humano, un papel a desarrollar en el teatro del mundo. Recuerda lo de Platón, en su mito de Er de Pamfilia: todos lo muertos vuelven a escoger, en la otra vida, el mismo papel que habían ejecutado ya antes en la tierra. No hay solución’. Bueno, yo no pienso así, ni admito ese destino.

Me tocó el rostro un poco de aire fresco llegado de una ventana abierta de la sala trayéndome el recuerdo de los grandes músicos. Me hallaba en una aula de una escuela guaraní, de donde hubiera podido surgir un Bach, un Beethoven, un Mozart, un Dvorak, un Mompou, un Pau Casals, un Josep Soler... ¿Otra vez?

Y los pintores, ¡ah, los pintores! ¿Por qué no podía salir un pintor de aquellos pupitres? Si Ará me había pintado en la pizarra... ‘Porque no, es algo imposible’.

Bueno, a pesar de los pesares, todos los hombres buenos, guaranís y chinos, que hayan actuado bien y para utilidad de su pequeña sociedad, han aportado su grano, pequeño o grande, al montón de humanidad que se encierra en la especie humana. Y eso, a pesar de aquellos otros que han querido restar humanidad con sus acciones inhumanas.

Elian es una de las personas que hacen cosas grandes, es capaz de emprender imposibles obras, y siempre con acierto y sin vanagloria. ¿No se incrementa así el grado de nuestra humanidad compartida?

La guerra es el mejor invento que ha producido el hombre. Es un invento tan eficaz que destruye las plantas, reseca los ríos, quema los bosques, destruye las ciudades, trae el hambre, inventa campos de concentración, hace emigrar a miles de personas, masifica a los individuos, anula a los débiles, corta piernas y brazos, acrecienta el odio, expande las epidemias, transforma la humanidad endeble en bestias, da medallas a los violentos, prepara convites a los vencedores, hace que las Naciones Unidas preparen una silla en la asamblea a esos vencedores, proporciona gloria, enriquece millonariamente a los expertos en armas, atonta a universitarios, enloquece a los prudentes: el mejor invento y el más eficaz, todo un alarde de ingenio al servicio de la estrategia, de la inteligencia, de la habilidad, de la política, de la sutilidad...

Pues yo sigo creyendo que el mejor invento es el ser humano, es Ará, lo soy yo, lo es el otro, lo son los animales y las plantas, también los planetas..., tú, que estás leyendo estas líneas. Mi mente empezó, cansada, a barruntar mundos sin odio, a soñar... Pero alguien me retornó a la realidad: fue Ará. Me tiraba de mis pantalones, indicándome que ya le había puesto nariz a su dibujo, bueno, a mi cara pintada por ella en la pizarra. Verdaderamente salía muy favorecido, lo único es que la nariz me tocaba la oreja izquierda..., pero bien, todo bien, Picasso hacía algo que se acercaba un poco a la obra de Ará, al lado de ella era un simple aprendiz de artista, naturalmente. Yo le correspondí poniendo en su cara pintada a la pizarra cuatro pelos en el centro.

La guerra me mata a mí, mata a Ará, cada vez que cae un ser bajo el fuego de las armas. Soñando estaba todavía yo, con la seguridad de que si llevara a Ará a la ONU, y la mostrara a los ‘señores de la guerra’, a mi amigo Bush, se acabarían las guerras. ‘¡Qué va! ¡Imposible!’ Que no, que el corazón de los políticos es también de carne y de afectos. ‘¡Ja, ja!’ Pero si yo les explicara que todo ser, por niño que sea, es nuestro mejor capital... ‘¡Uuuh! ¡Uuuuh!’ Y si...

Ará me liberó otra vez de mi sueño despierto, al empujarme en dirección a la salida, pues todos estaban ya en la entrada de la escuela.

Esteve Jaulent nos trajo a la realidad, metafísica, pero realidad al fin y al cabo:

– Maestro Marcelo, ¿qué creencias religiosas tienen ustedes?

– Tenemos una divinidad.

– ... y qué es...

– ..., que ha creado todo cuanto existe.

– Y...

– Así de simple. El Sol, los animales, las plantas y los hombres somos la proyección de su bondad.

– ¿Y admiten que hay un más allá?

– Luego les indicaré nuestra iglesia.

El maestro Marcelo nos abría el camino hacia el pequeño valle por un sendero en pendiente, flanqueado de huertas y de alguna que otra casa o choza.

– ¿Así, cada familia tiene un territorio propio?

– No somos propietarios de la tierra.

–  ¿Y estos alambres?

– Bueno, indican sólo que llegarán hasta ese punto en sus actividades.

– Y la propiedad...

– Nosotros no somos propietarios de una cosa que hemos recibido gratis, como es la tierra.

Silencio absoluto, por parte de todos los presentes. Entonces me di cuenta de que lo chiquillos estaban a nuestro lado, incluso alguno más se había adherido a nuestra comitiva.

Las miradas desde los habitáculos iban en aumento. Todo el mundo sabía que estábamos allí: estábamos en su casa, estábamos con sus hijos, estábamos entrando en su intimidad...

La tarde había caído ya. Era la hora de retirarnos. Daba nostalgia dejar aquel lugar, en el que apenas habíamos permanecido noventa minutos. Tiempo verdaderamente valioso para nuestro enriquecimiento.

– Marcelo, ¿hay todavía alguna persona que sepa tejer?

– Sí, alguna mujer anciana.

– Y se podría ver...

–  Ahora ya no lo practica.

– Lástima...

– Sí, pero la ropa se compra, como hacen ustedes.

En ese momento pasábamos por delante de una pequeña exposición, al aire libre, de la artesanía que producían: collares, pulseras, brazaletes, colgantes, y un largo etcétera. Me sorprendió un instrumento hecho con una caña de bambú, de medio metro aproximadamente: era el instrumento de la lluvia, o sea, un instrumento mágico que, con su manipulación, se hacía venir la lluvia, se podía hacer llover. Ese artilugio pasó a formar parte de mis propiedades más apreciadas: yo podría hacer llover en beneficio de la tierra.

– En cuanto a la agricultura, ¿pueden ustedes disponer de algún trozo de tierra para cultivar las verduras más generales?

– Bueno, tenemos tierras, disponemos de parcelas, pero no practicamos la agricultura, excepto alguno que siembra cosas elementales..., por propia iniciativa.

A nuestro alrededor correteaban también algunas gallinas, asustadas por la rapidez con que pasaban unos muchachos montados en sus bicicletas.

El camino hacía pendiente en dirección a un pequeño valle. Descendiendo por él nos dábamos cada vez más cuenta de la simplicidad de vida que llevaban  nuestros guaranís. Mientras tanto las preguntas al maestro no cesaban.

– ¿Qué población deben tener?

– Tenemos ciento cuarenta familias.

– ¿Cuántos miembros cada una?

– Una pareja con cuatro o cinco hijos.

– Así, pues, la población debe llegar a unas mil personas.

– Sí, más o menos.

Un buen amigo mío, médico de profesión, me decía una vez que él había dedicado toda su vida, su inteligencia, sus preocupaciones, sus estudios a curar los cuerpos, las enfermedades, los desarreglos físicos de los humanos, y que ahora, a sus noventa años, sólo le interesaba ser médico de las almas, para curar les dolencias del espíritu humano, que son más sutiles y numerosas que las del cuerpo. No quería ganar más dinero, quería sólo eso, ser útil a los demás. – La medicina con beneficios económicos no es medicina, es un negocio–, añadía. Procurar la salud del alma era, para él, la mejor profesión: la importancia de la persona se acrecienta en función del grado de responsabilidad social que asume voluntariamente  ante las enfermedades del alma.

Yo no veía mucha diferencia entre mi amigo médico y mi amigo indio guaraní.

Al fin llegamos al término del camino, seguidos por algunos de los niños que habíamos tratado anteriormente. Ará ya no nos seguía, se había quedado arriba. Nos encontrábamos ante dos edificios hechos con ladrillos en la parte inferior y terminados por una estructura de madera, a base de troncos y travesaños, todo ello recubierto de juncos.

– Esta es nuestra iglesia, por decirlo con una palabra que ustedes entiendan.

– ¿Son dos?

– Bueno, una es la vieja, y ahora estamos terminando esta otra.

– ¿Tienen algún dirigente espiritual?

– Sí, tenemos una ‘pajé’, una mujer que atiende las ceremonias religiosas.

– ¿En qué consisten?

– Bien, esto es un centro religioso y también es un lugar de reunión del pueblo; en él también celebramos actos cívicos, discusiones para solucionar problemas materiales y también para tomar decisiones de todo tipo referentes al bienestar de la comunidad.

– ¿Tienen algún acto religioso, como las bodas...?

– Bueno, lo primero que celebramos tiene que ver con el nacimiento. Los niños pequeños reciben aquí su nombre; es un acto público, al que asiste la totalidad de la población.

Los niños que nos acompañaban se habían sentado en un pequeño banco apostado a la pared: serios ellos, nos escuchaban, posiblemente sin entendernos. Yo con precaución me había quitado mi gorra al entrar en el recinto sagrado, y he de confesar que el ambiente de aquel lugar me afectaba, pues, a su manera, me recordaba mis creencias, sobre todo la inmortalidad del alma, creencia común a todos los pueblos del mundo. Verdaderamente la creencia en el alma sí que es algo globalizado.

Desde aquella simplicidad, mi mente empezó a jugármelas. Me acordaba de esa prepotencia de los eurodiputados en el parlamento de Bruselas o de Luxemburgo. Qué lejos quedaban ellos, no los guaranís, sino los europeos del centro de la realidad humana. Aquellos diputados europeos rellenos de mantequilla, de tanto comerla, ¡claro!, sin sensibilidad ante los problemas del universo mediterráneo. ¡Qué sabrán ellos de flexibilidad mental, de humanidad, de servicio! Orgullosos y altivos, sin atisbo de la tolerancia, sin sentido de la ironía, enzarzados en estadísticas y presupuestos, sin el valor de la complicidad, sin el matiz de las palabras, sin la música de la lengua, llenos de aristas, de lanzas, en el fondo, de soberbia, por un pasado glorioso que no han realizado ellos, sino el esfuerzo y el tesón de sus antepasados. Los indios guaranís, ¡ah, los indios!, resuelven los problemas más complejos con la clarividencia más justa, sin ambages, con el carácter sagrado que se impone en todo acto de gobierno. Todo un arte de la buena organización en función de la comunidad.

Me parece enormemente enriquecedor observar toda filosofía, cualquier filosofía, como también rehacer la propia manera de pensar, o revisarla, o evaluarla, repasar de vez en cuando nuestra escala de valores, o, simplemente, nuestros valores, es decir, nuestra tarjeta de presentación. Nunca estar quieto en mi mente, algo así como estar sometido al movimiento continuo de la mente y del alma, de las potencias de esa alma, y de las virtudes cardinales. En ese sentido, puedo decir que tengo un perro que me ha enseñado algunas cosas; o, más bien, muchas cosas. Entre las muchas, citaré las dos más importantes: la alegría, la autosuficiencia.

Mi perro no tiene nombre: es el Perro-sin-nombre. Mi perro me conoce, me sabe tratar como me merezco, adivina mi estado de ánimo, sabe cuándo me voy a la calle, cuándo iré a hacer la siesta, cuándo me pondré a trabajar, cuándo no me salen las como tenía planificado, cuándo tengo hambre, cuándo estoy nervioso, cuándo estoy enfadado, cuándo me duele la espalda, cuándo es mi hora de ir a la cama, cuándo espero una visita. Habla, mi perro, todas las lenguas del mundo, comprende todas las sensibilidades, se adapta a todas las circunstancias. Sólo le falta sonreír.

Mi perro nunca tiene prisa, y yo tengo todas las prisas del mundo. Mi perro reconoce a mi familia, y yo no conozco la suya. Mi perro saluda a mis amigos, y yo no saludo a los suyos. Mi perro habla, cuando yo callo. Mi perro se sienta cerca de mis pies, yo rehuyo sus olores. Mi perro me avisa del peligro, yo no se lo agradezco. Mi perro no se avergüenza por nada, yo sigo los esquemas sociales. Mi perro toma el sol, a mi no me conviene.

¡Ah, me olvidaba de mi amigo el maestro guaraní! Al salir del recinto sagrado, alguien se interesó por la dirección de todo aquel orden comunitario, i le manifestó su curiosidad.

– ¿Tienen ustedes una estructura política?

– Sí, tenemos al cacique. Ese es su título.

– Existe también un consejo que le ayude en los trabajos públicos.

– Bueno, sí, pero no es tan necesario.

–  Ah, ¿no?

– No, porque está muy claro lo que se tiene que decidir en  cada caso: el bien de la comunidad, y el del individuo, por ese orden.

– En definitiva, poco trabajo...

– Según como se mire: el trabajo necesario y útil; eso basta.

– Y el cacique, ¿es elegido, o el cargo le viene por herencia, por tradición familiar? –, añadí.

– Elegimos al más sabio.

– ¡Caramba!

Efectivamente, eso era Platón y su teoría del gobernante-filósofo. Yo estoy acostumbrado a ver que las ‘nulidades’ gobiernan, que los ‘ineptos’ redactan leyes, que los ‘inmorales’ prescriben actos éticos, que los ‘oportunistas’ hacer edificar casas sociales, que los ‘embusteros’ se erigen en torres de seguridad. ‘Esos son los que valen’, me dicen voces ignorantes: yo debo estar equivocado.

No hay tema que más me interese que el referente a los pobres. Ya sé que hay muchas clases de pobres, alguien me objetará. Pero yo me refiero a los pobres materiales, que se hayan sometidos a la presión de las grandes ciudades, a la envidia que provocan las comparaciones de orden material, a los que van descalzos, a los que te engañan para poder comer algo, a los que venden por al calle, a los que mal huelen, a los que duermen en la calle, a los enfermos pobres. La palabra ‘pobre’ es latina, y significa ‘poco’, ‘escaso’, o sea ‘el que tiene lo menos de lo posible’, ‘el que tiene en menor cuantía’ lo que se tiene que tener para dejar de pertenecer al gremio de lo ‘poco’. Bueno, todo un lío.

No merece hacer elucubraciones en torno de los pobres. La Biblia es harto elocuente. La carencia de bienes materiales no acarrea más que inconvenientes materiales y espirituales, pues “la hacienda del rico es su fortín, pero la indigencia del pobre es su pobreza” (Prov. 10, 15), o bien “el pobre es odioso incluso a su vecino, pero el rico tiene muchos amigos” (Prov. 14, 20), “incluso los hermanos odian al pobre” (Prov. 19, 7), y “el rico comete injusticia, y, encima, presume; el pobre sufre injusticia, y aún debe excusarse” (Sir. 13, 3). Una pobreza así resulta casi una maldición, un destino, un azar, fruto de la injusticia, de la avaricia y de la prepotencia.

Había llegado la hora del retorno, de las despedidas. La tarde se despedía ya de nosotros. Nosotros habíamos de despedirnos. De repente: ¡Ará! Dónde estaba Ará. La busqué entre los chavales que nos rodeaban: nada. La busqué detrás del coche: nada. Miré detrás de su padre, el maestro Marcelo: nada. Ará se había convertido en ‘nada’. Un despiste mío había dado al traste con el objeto de nuestra visita, el centro neurálgico de nuestro interés. Ará era tan pequeña, casi diminuta, que podía estar detrás de la mata más pequeña y mi idiotez visual no ser capaz de distinguirla.

– Bueno, señor Marcelo, ha sido un placer poder estar con usted y...

–  El gusto ha sido mío. Ya saben...

– Estaremos en contacto...

– Siempre que quieran serán bien recibidos aquí...

– Me gustaría –insistía Jean Lauand– una colaboración más directa con usted, y...

– Haremos que lo sea necesario...

– Sí, yo estoy interesado –añadía Lauand– en que usted hablara en directo a mis estudiantes, en al...

– Esto ya es más difícil para mí.

– Bueno, quiero decir dar una charla a los estudiantes sobre la vida de los indios guaranís aquí. Creo...

– No estaría mal  –remarcó el indio.

– Hay que mostrar la verdad de nuestra sociedad –sentenció una voz de alguno de los colegas.

¿En dónde se habrá metido la chiquilla esa, Ará? No la encontraba. Yo prescindía de ese despido, más propio de gente de filosofía, o de aduaneros, no sé de qué. Yo, Ará. ¡Imposible! Otra vez mi cerebro: Sehabráidotan campante sinpensarenqueyoletenía aprecio.En finunaniñata. Buenoperoyoqueríaalmenos decirleadiós. Quémalgustodespedirsedelainocencia. Buenoperoyoquiero...

– En septiembre le volveré a llamar y concretaremos la fecha para que usted venga a la Universidad de Sao Paulo, y nos dé una lección sobre sus indios guaranís.

– Será un placer, será...

– Ya tengo su teléfono...

–  Sí, sí...

– Señor Marcelo, muchas gracias por todo –dijo uno de nosotros.

– Gracias por todo, maestro. Ah, dele un abrazo a su hija Ará de nuestra parte.

– Así será.

–  Señor Marcelo, hasta pronto.

– Sí, sí, hasta pronto –dijo el indio entre conmovido y estupefacto.

El coche arrancó con la presencia y ante la admiración de algunos indios de las cercanías, tal como ocurrió a nuestra llegada. Y Ará sin aparecer. Alguna baza debió jugar la providencia, algo del que ya encontraré respuesta en otro momento. Mejor, así. El recuerdo no se perderá, y las fotografías hechas por Elian acercarán más era figurilla, como de porcelana, no, de porcelana no, más bien como aquella arcilla del creador a la que le insufló su aliento de vida, algo tenue, sensible...

Miny y Verá niños guaranís

La aldea guaraní quedaba detrás. Pasamos por la misma puerta, seguimos el mismo camino de tierra, llegamos a la misma carretera de la civilización, y rumbo a la metrópolis. Entré en un sueño de alivio, en medio de las animadas palabras y comentarios de los otros tres viajeros y buenos compañeros.

Nuestro eficaz conductor, y alma de nuestro encuentro con los indios guaranís, no ha sido todavía presentado en este relato. Nuestro conductor es un hombre teórico y práctico a la vez. Por lo que toca a su arte teórica, Jean Lauand, que así se llama nuestro conductor, que es profesor de la Universidad de São Paulo, está peleado con el progreso que destruye; en el fondo, está enemistado con la mentira, con la falsedad. No hay para menos. Escribe Lauand comentando la terrible pregunta de Hölderlin "Wozu Dichter in dürftiger Zeit?" y hablando de los valores humanos sofocados por la tecnología: “La discreta sensibilidad de esos valores trasciende a la sofocante mentalidad de hoy, consumista y masificada, amarga y reivindicadora, del hombre, que se considera autosuficiente en un mundo tecnológicamente domesticado que, a lo sumo, sólo se deja alcanzar por 'efectos especiales'”.

Jean Lauand es una persona culta y educada; yo no soy ni una cosa ni otra. Soy como mi perro, o casi como mi perro, o, mejor dicho, menos que mi perro, no sea que los protectores de animales me crucifiquen por misocaninia. Ello me permite una cierta libertad a la hora de expresarme: alguna aventaja tenía que tener gracias a mi descuido.

Efectivamente, el progreso hay que interpretarlo. Sin adoptar una actitud intransigente, o despreciadora de los avances materiales –yo los utilizo cada día más–, hemos de autoeducarnos, de exigirnos, pues el éxito humano no está tanto en el más, sino en el mejor uso de las cosas que están a nuestro alcance. A mi me da más garantía el estudiante que todavía toma apuntes a mano en la biblioteca, y desconfío del que me presenta trabajos impecables, impecables, ¡claro¡, materialmente, pues sabido es que cualquier tema se encuentra hoy en día colgado en internet. Me interesa el hombre que memoriza, que escribe con lápiz, que sabe dibujar con su mano, que tiene los libros ya muy viejos, que va cargado con sus apuntes, que escucha música clásica, que hace excursiones por el bosque, que ve poco cine, que lee poco la prensa, que viste como le gusta, que tiene el coche que necesita, que te alarga un vaso de agua fresca en su casa.

Nuestro coche nos iba zarandeando con una infinidad de curvas: bueno, las mismas que a la venida, pero en sentido inverso, así recolocábamos nuestras sensaciones en algún rincón del alma. Verdaderamente, no sabía hacer una síntesis de lo vivido poco antes con los guaranís. Mis compañeros estaban también algo atónitos: Esteve, buscando las causas condicionantes de la vida humana; Elian, haciendo más hincapié en los condicionantes de la  realidad y de las estructuras de la sociedad, inevitables, al parecer. Lauand atendiendo al coche.

Y pensar que esos indios estaban siendo absorbidos por la globalización..., o por lo que sea, por algo así como por una ley irremediablemente destructiva dictada por el azar. Ese azar negro, destino imperturbable que modela a los seres humanos... ¡Basta, ya¡ No hemos dicho que fue un dios quien modeló al hombre... Sí, bueno, y después, ¿qué? ¿Es que, verdaderamente, estamos solos? ¿Es que somos como una bola de articulaciones y sensaciones lanzada a un espacio infinito –¡qué infinito!– o hiperinfinito, que no recorre ella, sino que él la recorre. ¡Algo de locos! Se me asemeja la vida como una esfera llena de agujeros: no queda nada dentro de ella, ni... Mi cerebro estaba descoordinado, eso era claro.

El Sol se había puesto ya: era otoño. El ruido del motor, las luces de los faroles que luchaban por meterse en nuestro coche, los comentarios de mis colegas, en fin, lo que fuere, todo me empujaba hacia esa historia desconocida, la que no se escribe, de las personas, y menos se escribe todavía la de nuestros indios. Se acabaron para ellos las luchas ceremoniales protagonizadas por los hombres en noble lid, el untarse con pasta ‘urucum’ de vivos colores todo el cuerpo, salir a la caza del macaco, las coronas de paja, el arco y las flechas, la preparación de la mandioca, el dominio sobre los ríos y sobre las selvas, el trabajo de la cerámica, los baños en el río a la salida del Sol, las reuniones en la gran sala, los tatuajes de color en espaldas y caras, los collares de semillas, los adornos de plumas de animales... También había llegado –esa era mi nostálgica reflexión– el otoño cultural para los guaranís.

– ¿Qué debe estar haciendo ahora Ará? – me preguntó con un cierto tono Lauand.

– A estas horas, durmiendo...

– Qué va, debe estar jugando con...

– Sí, con su bolso–, respondí medio enfadado. Pero ¿con quién? Conmigo mismo. Con el del lado. Con el que pasaba por la carretera. Con los políticos. Con los huracanes. Con mi memoria. Con las letras. Con los mosquitos. Con el color amarillo... Bueno, no me encontraba bien. Así es. ¡Basta! Verdaderamente estaba dando vueltas a mi idiotez.

– Lo importante es la educación que reciba, ella y las demás generaciones que suben –, dijo sensatamente Elian.

– Será un problema.

– Depende.

– Tendrán que aprender a convivir.

– Sí, pero con el tiempo..., se acabó.

– Es posible, porque no tienen tradición escrita

Verba uolant; scripta manent–, aclaró Esteve.

–  ¡Exacto!

– También se le acabó, a Ará, las ceremonias de las mujeres guaranís, su consagración al mundo de la fertilidad, la confección de los tejidos, el mantener el fuego familiar encendido, la sumisión al hombre...

– ¿Tu crees que estas mujeres están tan sometidas al hombre? ¿No será una concepción anacrónica?

– Es posible que esto no sea como en occidente.

– Todo depende del reparto de funciones dentro de la tribu.

– Yo creo que lo más importante para estos indios será la conservación de la lengua –, asestó con seriedad Elian.

– Eso es lo verdaderamente importante.

– Sí, lengua igual a identidad.

– Y cuando estos niños de ahora serán mayores, y regirán la tribu, ¿hablarán todavía en guaraní?

– ¿Y cuándo se hayan incorporado al mercado del trabajo nuestro?

– Pues, pero...

– Sí, se acabará.

La alegría canina que más arriba he mencionado no tiene nada desperdiciable. Los perros, por no hablar sólo del mío, me han enseñado la alegría del vivir: él no se queja nunca, aguarda siempre, come lo que le doy, salta de alegría cuando me ve –tanto si llego de fuera, como si salgo de mi habitación después de la siesta, en cualquier cambio de posición corporal o anímica mías–, me mira sin yo mirarlo, está atento a mis manos sobre el teclado del computador; si toso, levanta la cabeza; si me levanto, él se levanta; si voy a la cocina, él me sigue hasta la cocida; es sombra de mi sombra; si juego con él, juega conmigo; si le llamo, viene; si corro, corre más que yo; si toco el piano, me escucha; si bajo las escaleras, me espera en cada rellano, como para advertirme de que vaya con cuidado; si leo alguna factura de la luz, pone cara de circunstancias; si le riño, no protesta; si, a continuación, le llamo, viene corriendo contento; todo lo perdona, nada ambiciona, todo lo comprende; su amor es casi eterno; no hace diferencias entre un pobre y un rico.

Mi perro me adoctrina constantemente: es paciente, es servicial, no siente envidia de nadie, no es presumido ni orgulloso; no es grosero ni egoísta, no se irrita, no se toma nada a mal, no se alegra de la injusticia; todo lo espera, todo lo tolera. El perro citado por Homero, el llamado Argos, primer nombre de perro en la literatura occidental, aguardó a Ulises durante veinte años. A la llegada del héroe a su casa, Argos le esperaba en la puerta: al verlo, le reconoció, movió la cola, pero sus años no le permitieron levantarse para dar la bienvenida al amo; y, acto seguido, murió.

Mi perro desconoce la ley del talión.

Llegábamos a los primeros arrabales de São Paulo. El día había sido bien aprovechado. Los rendimientos eran claros: hay otras sensibilidades en el mundo. Pequeñas, sí. Pero, humanas. ¿Qué  podemos hacer por ellos? Nada. ¿Qué dices? Que nada. No digas tonterías. Bueno, hay una solución. ¿Cuál? Mirar hacia arriba. Y luego, ¿qué? Recordar la nariz achatada de Ará. ¿Y qué solución hayas en ello? Ninguna. Ah, es cierto, sus bellos ojos. ¿De quién? Pues... Un tanto alargados... Claro, llegaron de las estepas del frío.

– Bueno, no ha ido mal, ¿verdad?

– Muy bien, más bien bien.

–  ¿Qué te ha parecido la situación?–, me preguntó no sé quién.

– A decir verdad, es una situación inmejorable. Siempre estarán con nosotros lo indios de la aldea guaraní de Parelheiros, al extremo sur de São Paulo...

– La impresión ha sido fantástica.

– Yo no pensaba que estuvieran así, en esas condiciones tan deficientes.

– Hay gente en condiciones peores.

– Bueno, ya veis que aquí estamos como estábamos al partir: coches y más coches, con sus ruidos...

– Por lo menos los guaranís no tienen ruidos...

– Nos ha venido un poco de hambre...

– ... y de cansancio interior...

Creo que es Jean Lauand quien debe poner el punto final a nuestra pequeña-larga-intensa historia de este día. Esto lo dice el que escribe. Escuchadle:

– Me imagino en síntesis el mundo entero, en una especie de mapa poliédrico, con colores variopintos, todo en movimiento, a veces con encontronazos, con envidias, con iras, con caridades, con... lo que queráis. ¿Lo tenéis en vuestra imaginación este mapa?

– Sí, sí, adelante...

– ¿Qué más quieres decirnos?

– Callaros, que hable él.

– Bueno, concluyo. Ese mapa, a partir de hoy, ya no será nunca más así para nosotros. Mirad. Si miráis al lado izquierdo, en la parte de abajo.

– Imaginado y visto está...

– Pues, ¿no veis a cuatro idiotas perdiendo el tiempo en una aldea guaraní en vías de extinción?  Pues la veis y no la veis. Se acabó. Allí hay un ser, fuerte e indefenso, sonriente y triste, alto y bajo, callado y hablando... ¡Ese ser se llama Ará!

La autosuficiencia canina que más arriba ya he mencionado es un libro de la vida, para la vida, o para la muerte. Los animales se abastecen de todo lo necesario para la vida: yo, no. Los animales mueren con todos los dientes: yo, no. Los animales toman el sol cuando quieren:  yo, no.

Los filósofos griegos de la escuela cínica seguían la conducta del perro, de ahí les vino el nombre. El amigo y filósofo cínico Diógenes de Sinope (s. III aC) hacía lo mismo que los perros: tomaba el Sol, y obligó al gran Alejandro Magno a apartarse porque le privaba de él, mientras estaba tumbado allá en Corinto, en el gimnasio, tiró su vaso al ver a un niño que bebía agua con una hoja, lanzó su cuchara al ver a unos niños comerse las lentejas sin ningún instrumento, vivía en una cuba porque ya le era suficiente, pero anduvo buscando a un hombre con una linterna, por la plaza pública y a pleno Sol: todo un alarde de provocación a la comodidad y un ejemplo de obscenidad mental, que levantaba burlas y chismes, todo un derrame de esa ciencia que se desprecia, todo un derroche de esa elegancia de la libertad...

¿Qué se ha hecho de todas aquellas generaciones que, hace 20.000 años, más o menos, llegaron a las tierras americanas vía estrecho de Bering? Efectivamente, aquellas poblaciones ambulantes se desparramaron por las tierras que, en un futuro lejano, se llamarían América. Sin embargo, siempre que se habla de América, se piensa en la América a partir de los conquistadores, y, además, se identifica inmediatamente el nombre de América con el de los EE.UU. Hay muchas américas, por suerte! Y nuestra América, la de hoy, ha tenido unos propietarios de hecho, hace siglos, que hoy se han convertido en seres virtuales, que es lo mismo que decir que no existen. Claro que yo no admito la propiedad de la tierra ni por ocupación, ni por adquisición por botín de guerra, ni por compra ni por venta, ni por herencia, ni es del Estado. La tierra es de todos los nacidos,  muertos o vivos, y de los que están por nacer.

El hombre del siglo XXI se ha vuelto ya insensible ante la eliminación de culturas y, con ellas, la de los individuos que las sustentaron y las hicieron avanzar. Sólo quedan las ONG, la ONU, la UNESCO: todas estas instituciones quieren, dicen, salvaguardar el patrimonio humano y material del presente mundo. ¿No nos  estaremos engañando adrede, con plena conciencia, y con la conciencia de que hemos de disimular que nos estamos engañando? Y, entre reunión y reunión, entre resolución y resolución, cada día muere más gente de hambre, de hambre física, de hambre moral, puesto que la soledad, la prepotencia se han adueñado de las leyes, en principio, rectas.

La madre Teresa de Calcuta aguardaba, ciertamente, el cumplimiento de las resoluciones de los políticos para calmar el hambre, para curar al enfermo, para sanar al leproso... Ella, mientras tanto, besaba las heridas purulentas de los leprosos, los lavaba, los acariciaba, les hablaba, los escuchaba..., los enterraba.

Cuando escribo estas líneas, estoy escuchando el ‘Ave Maria’ que el compositor Franz Schubert escribió en 1825: esas notas de Schubert me llevan una y otra vez a los guaranís, como si no hubiera ninguna diferencia existiendo la diferencia, pero siempre es lo mismo y lo diferente: sensibilidad, melodía, letra, miradas, suspiros, dolor, color, pasión, amor, recuerdos, vida, esperanza, muerte... Mi amiga Ará podría estar igualmente interpretando esta excelente composición, podría ser lo mismo que la cantante alemana que la ha cantado. Decía Pau Casals que la sociedad debe preocuparse especialmente de los niños, y que cualquiera de ellos podría ser –el clarividente compositor del himno de la ONU hablaba desde su perspectiva de músico– otro Bach, o un Beethoven..., alguien grande, alguien que ha hecho progresar la humanidad de lo humano, o lo humano de la humanidad...

Me gustaría enviar una carta a mis amigos los guaranís, y, con ellos, a todos los desposeídos, a todos los que tienen la nariz o los ojos distintos de los míos. Distintos, aparentemente, claro!

Vuelto a casa de mi viaje al Brasil, me es difícil escribir sobre mi experiencia guaraní: los kilómetros separan, distancian los sentimientos, diluyen las emociones, borran los perfiles de los seres con quienes has entablado relación. En fin, así es la vida.

Pero a lo largo de mis circulaciones por Europa, también echando por en medio kilómetros y más kilómetros, he tenido la ocasión de encontrar un lugar ideal, con un clima idóneo para poder dirigir a los indios guaranís una carta, una carta de agradecimiento, de despedida, de... ¡Ah!, pero primero debo explicar el lugar encontrado, o elegido por mí, o no, quizás es más correcto suponer que el lugar me ha elegido a mí. Sí, dejémoslo así, el lugar ha sido quien ha puesto todo el clima idóneo para nuestro fin.

Me hallaba en la ciudad alemana de Freiburg. Era el mes de julio. Un domingo caluroso. Una ciudad limpia, ordenada, silenciosa. Se me ocurrió entrar en una iglesia católica, que conocía escasamente. Algo sensacional: un coro de cuarenta voces estaba ensayando para la misa. La iglesia era gótica, y había pertenecido a los franciscanos de la ciudad, precisamente era la iglesia del convento en donde Erasmo de Rotterdam había estado viviendo durante dos años, mientras publicaba sus obras en la ciudad suiza de Basilea, en donde, por cierto, está enterrado, precisamente en el lateral izquierdo de la catedral, para más detalle.

Pero eso no fue todo. Seguí iglesia a dentro, por el pasillo del centro, como me gusta hacer siempre, y luego, llegado al presbiterio, me dirigí a la nave de la  izquierda. La iglesia estaba rigurosamente restaurada, poseía un ‘ambiente’, como también dicen los alemanes, verdaderamente especial, con tanto orden se asemejaba a una catedral selvática, algo espontáneo, del Amazonas casi, con unos arcos góticos que dibujaban unas nervaduras exquisitas en el techo. Y el coro continuaba ensayando los magníficos motetes de Bach.

Precisamente en la nave de la izquierda se abría una pequella capilla colateral con el presbiterio. Entré. ¡Qué paz! Mientras, los cantores ponían su pincelada musical a lo lejos. De estilo también gótico, con una simple imagen religiosa, con el techo bajo, sostenido por unas filigranas de arcos ojivales... Allí estaba también la aldea de mis amigos guaranís: como un rayo de luz, se me reprodujo ante mis ojos la aldea india de São Paulo. Recuerdo cuando entramos en su capilla, simple, echa de troncos y paja, sin luz, con el suelo de tierra, pero con un excelente ‘ambiente’, excelente para la reflexión, para la comunicación, para la plegaria, para la conversión... Y en aquella capilla gótica, y con las voces armoniosas del coro al fondo, escribí la carta.

Ha llegado el final del viaje, del viaje en coche, naturalmente, pero no del viaje de las sombras inquietas que se quedan en nuestro espíritu.

Tengo un buen amigo, profesor de filosofía medieval en la Universidad de Palermo, que está fascinado por la idea de la ‘diferencia’. Incluso sustenta su postulado en la filosofía de Ramón Llull, el hombre medieval que supo, y lo dijo a gritos, que todos somos diferentes, que todos somos seres vivientes, que todos somos artífices de la propia vida y del propio futuro, si nos dejan, ¡claro!.

Vicente Ferrer es la otra cara de la moneda junto con la madre Teresa de Calcuta. Él sólo se llama Vicente, pero hace lo mismo que su coetánea: dar. Vicente ha hecho posible lo que el filósofo Platón pretendió lograr con el esfuerzo de la razón: dar. No somos propietarios ni de nuestro cuerpo: el alma rige el cuerpo.

Hace unos días tuve un sueño, que, de vivir todavía Atenodoro (siglo  III dC), lo sometería a su interpretación, pues él fue un peritísimo conocedor de los recursos  metafísicos de los sueños. Mi sueño, a pesar de serlo, no tiene complicaciones interpretativas:

 Me hallaba andando por un camino desconocido acompañado de un pequeño mulo. Yo andaba descalzo, y tenía ocho años. El camino era abrupto, la subida a un collado traía sus dificultades. Se imponía el esfuerzo físico, y más el de la voluntad. Al llegar a la cima, un impensable diluvio se abatió sobre el monte, que me echó por los suelos, en medio del barro. Hasta que no descargó del todo, no puede recuperarme. A lo lejos oía gritos de dolor: por lo menos no estaba solo.

El camino terminaba en plomada, y casi me caigo, pero algo como una brisa reconfortante me retuvo hacia atrás. Entonces vi descender de los cielos como una nube en forma de embudo, que iba echando fuego por la parte de abajo, y, en medio de él, aparecían diminutas personas, con pies y manos, y cabeza como yo: iban desnudos. A continuación, se pusieron en fila india, y pasaban por delante de una mesa: alguien les daba algo, o ellos se lo cogían, y algunos incluso arremetieron con lo que pudieron y huyeron campo a través.

Después vi un poderoso ejército que avanzaba por el occidente, con potente armamento, que disparaban por doquier y sin preocupación. Los campos se llenaban de cadáveres... Las sombras se apoderaron de la tierra.

Yo eché marcha atrás e intenté volver al llano. Me dirigí entonces hacia el lugar de la batalla, cuando vi que el ejército había desaparecido. Inmensos agujeros habían descuartizado las entrañas de la tierra, consumido las siembras, las huertas, los pozos, los ríos, las casas, los bosques, las hormigas, las mariposas..., infinidad de pétalos de flores se extendían por el suelo teñidos de sangre. Yo intentaba avanzar, pero no podía: los pies se me paralizaban, empezaba a ponerse en marcha el tic de mi sien derecha, que, cuando insistía, se me convertía en algo insoportable.

Estuve buscando la mesa que repartía no sé qué a los recién llegados: quizá a mí me correspondía algo. No aparecía en ningún lugar. Iba tan ensimismado por encontrarla que, sin darme cuenta, me caí en uno de los pozos hechos por los bombazos de los militares. Ya no me acordaba del asno que me acompañaba al principio. Pobrecito, ¿se habrá muerto?

Desde el fondo del pozo vi una extensa llanura, ocupada por millones de millones de personas. En ese momento me di cuenta de la esfera celeste, poblada también de millones y millones de estrellas... Aquellos seres humanos no estaban todos juntos, sino separados. Observé algunos ejemplares curiosos: hombres deformados en sus caras, con un cuerpo peludo, más de animal que de persona, que, para mi pequeña visión del mundo y de la vida –ahora, de repente, ya tenía como unos veinte años–, parecían haber vivido ya muchos años, y, por la sordidez de su aspecto, juraría que no habían hecho nada en su vida.

En otra región de aquella llanura se hacinaban hombres y mujeres, niños, jóvenes y viejos, que formaban como una montaña deforme, sin quejarse, ni un solo alarido salía de sus bocas. Era una cantidad monstruosa, incontable, sin luz ni historias, mayor que el Himalaya: un olor fétido me llegaba de ellos.

Al fondo de aquella infinita llanura aparecía la luz de un amanecer. De golpe, me quedé sin una pierna o algo parecido, los ojos se obnubilaron: “¿acabaría yo también como los de la montaña?”, me pregunté.