Reflexión de un 14 de Abril  -  en el 70º Aniversario de la II República Española

 

Miguel Ángel García Olmo
Profesor de lenguas clásicas
Murcia (España)
magolmo@retemail.es

 

El pasado 14 de abril de 2001 se cumplía el septuagésimo aniversario de la proclamación del régimen político sobre el que más se ha escrito de la reciente Historia española y uno de los más recurrentes de la europea... y la jornada pasó como la de un día más de una primavera cualquiera. Las escasas y desangeladas celebraciones, memorias públicas o recordaciones de la histórica efeméride apenas dejaban otro aroma que el de lo añoso, lo caduco, la pasión inútil.

Los diarios progresistas de los días siguientes iban recogiendo en las secciones de opinión y de cartas al director, cual mortecino goteo, la queja impotente de colaboradores y lectores, que reprochaban a los españoles su desmemoria, su amnesia, su ingratitud...:

«En España la superstición tiene más fuerza y poder que la razón: cualquier festividad religiosa arrastra más personas que hitos históricos como el que supuso la II República. Periodo corto, pero fructífero para el pueblo español, que fue cercenado de raíz, dejando en la cuneta realidades y proyectos sociales, algunos de los cuales aún no se han recuperado».

Y lo cierto es que sorprende el evidente desinterés de unas generaciones que –ya desde antes incluso de la muerte del dictador Franco en 1975– han sido educadas en la glorificación acrítica y mitográfica de aquel sistema. ¿A qué puede deberse este olvido final, aparte de al bajón cultural y a la desgana fomentados entre los jóvenes por las nuevas doctrinas pedagógicas? ¿Tal vez también a que en las capas leídas aumentan los que van sabiendo que en la feliz República de abril (según Ortega; en diciembre la llamaría triste y agria) no es oro todo lo que reluce?

La lectura atenta del párrafo que he extraído y transcrito arriba de la carta de un lector podría orientarnos algo, al menos en un aspecto más decisivo de que lo que podría parecer. Choca de buenas a primeras la mención inopinada y abruptamente despreciativa de las prácticas religiosas de la gente (“superstición”) y su contrapo-sición sin matices a la supuesta razón, hecha una con el recuerdo republicano; alusiones semejantes a la religión constituyen igualmente el denominador común de otros trenos leídos por los mismos días. Mas esto sólo extraña hoy a quien nada conoce de las estancias, buhardillas, escaleras y corredores de esa casa no de todos que se llamó Segunda República Española.

En efecto, la forma y el fondo de esas cartas –pero también de artículos políticos y columnas periodísticas en sentido idéntico– nos sitúan en lo ocurrido hace setenta años evocándolo poderosamente (a tal grado de descalcificación llegan algunas mentes que se tienen por modernas), y su interés en formular críticas de anticuada acidez al catolicismo centra bien la cuestión y casi abona la sentencia del ilustre estudioso agnóstico belga Léo Moulin, según el cual la lucha entre derecha e izquierda es antes que nada un problema religioso. Dejemos, pues, que esas provechosas lecturas nos transporten, aunque sea fugazmente, setenta años atrás...

«España ha dejado de ser católica»

El 14 de abril de 1931 es proclamada en España la II República, que coge por sorpresa a todos empezando por los propios republicanos –máxime cuando meses antes habían fracasado dos golpes militares para instaurarla por la fuerza–, y nace como fruto de un confuso y azaroso desencadenamiento de hechos, más que del resultado de una imposible victoria republicana en elecciones para colmo municipales. El 11 de mayo siguiente, sin que la joven República hubiese cumplido siquiera un mes, muchos católicos españoles que –al contrario de lo que tantos se esfuerzan por hacer creer– no se consideraban enemigos del nuevo régimen vieron cómo sus expectativas se convertían en cenizas a la par que sus templos, conventos y obras de arte. Ese día y los siguientes ardieron con todas sus joyas artísticas o fueron asaltados y saqueados sin otra razón que el más estéril sectarismo iconoclasta 41 inmuebles religiosos en Málaga (sólo una de sus parroquias quedó intacta; también se destruyen templos en municipios malagueños como Torremolinos, El Palo, Churriana, etc.), 11 en Madrid, 4 en Sevilla, otros 4 en Cádiz, 5 en Jerez, 2 en Algeciras, 2 en Sanlúcar, 21 en Valencia y provincia, 13 en Alicante, 4 en Murcia… Así hasta un centenar –entre los que también se cuentan bibliotecas, centros de formación, escuelas para obreros…– en apenas tres días; y en los meses siguientes no dejan de menudear las quemas. Pero si surrealista e inexplicable parece hoy este hecho, todavía más desconcertante resulta para una sensibilidad educada en democracia la flagrante pasividad de un Gobierno provisional de la República empeñado en identificar demagógicamente la acción incendiaria con la voluntad popular (Presidente Alcalá Zamora: Sólo fogatas de virutas; ministro Azaña: Todos los conventos no valen la vida de un republicano. Si sale la Guardia civil, dimito. No se incoó proceso alguno y hasta se hizo recaer la responsabilidad de los desmanes sobre las propias víctimas, actitud que pronto veremos reproducida en la Alemania nazi tras los atropellos antisemitas de la Kristallnacht).

La escalada anticatólica prosigue en los meses siguientes: el 13 de junio, el cardenal primado de España don Pedro Segura, autor de una pastoral de gratitud y elogio hacia el autoexiliado rey y ausente a la sazón, es detenido a su regreso y conducido de nuevo a la frontera por orden gubernativa (el ministro responsable de esta medida, don Miguel Maura, católico por más señas, será quien decida también la injusta expulsión de España del obispo de Vitoria, mons. Múgica). El 4 de agosto se envía a la excedencia forzosa a todos los capellanes de prisiones. El 21 del mismo mes sale un decreto del Gobierno suspendiendo la facultad de venta, enajenación y gravamen de los bienes muebles, inmuebles y derechos reales de la iglesia, órdenes, institutos y casas religiosas, y, en general, de aquellos bienes que de algún modo estén adscritos al cumplimiento de fines religiosos. (art. 1º) Los notarios no autorizarán ningún instrumento público sobre los bienes antedichos, y los registradores de la Propiedad denegarán la inscripción de los correspondientes títulos. Los agentes de Bolsa y corredores de Comercio no intervendrán... (art. 2º) Los Bancos nacionales y los Bancos extranjeros domiciliados en España no autorizarán la retirada de depósitos de cualquier naturaleza... (art. 3º)... El 13 de octubre, el ministro de la Guerra –y a otro día presidente– don Manuel Azaña pronuncia en el parlamento su célebre alocución conteniendo la desafortunada (Víctor Manuel Arbeloa) e imprudente (Hugh Thomas) afirmación: España ha dejado de ser católica, que, evidentemente, hay que entender en su contexto.

«Una Constitución que invitaba a la guerra civil»

La expulsión de los católicos de la República (en expresión de don Ángel Herrera, figura sobresaliente del catolicismo de la época y director del periódico El Debate) se consumó sin duda con la aprobación el 9 de diciembre de la Constitución de 1931. Cualquier juicio que se haga sobre esta Carta Magna no debe prescindir del autorizado dictamen que escasos años después emitió al respecto uno de los más conspicuos protagonistas del período constituyente, el presidente del Gobierno y luego de la República don Niceto Alcalá Zamora:

«Se procuró legislar obedeciendo a teorías, sentimientos e intereses de partido, sin pensar en esa realidad de convivencia patria, sin cuidarse apenas de que se legislaba para España […] Pero no fue sólo por imitación de textos o influencias doctrinales del extranjero. Entró por mucho, decisivamente, el espíritu sectario que quiso lograr y consolidar soluciones tendenciosas, impo-niendo una fuerza parlamentaria pasajera, y no representativa de la total vo-luntad española. […] ¡Y sin embargo se hizo una Constitución que invitaba a la guerra civil, desde lo dogmático, en que impera la pasión sobre la sereni-dad justiciera, a lo orgánico, en que la improvisación, el equilibrio inestable, sustituyen a la experiencia y a la construcción sólida de los poderes!».

N. Alcalá Zamora, Los defectos de la Constitución de 1931 (libro “pensado y escrito antes del 34”, según confesión de su autor, y publicado en 1936)

Don Niceto, liberal y católico al fin y al cabo, calificaba como noche triste de su vida la del referido trece de octubre de 1931 en las Cortes Constituyentes, noche opaca de una semana trágica de la Iglesia (palabras del historiador V. M. Arbeloa) en la que –entre espasmos de violencia verbal e incluso física– se discutió hasta bien entrada la madrugada el famoso y aún hoy sorprendente artículo 26 de la Constitución:

«Todas las confesiones religiosas serán consideradas como asociaciones sometidas a una ley especial. El Estado, las regiones, las provincias y los municipios no mantendrán, favorecerán ni auxiliarán económicamente a las iglesias, asociaciones e instituciones religiosas. Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del clero. Quedan disueltas aquellas órdenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado [indisimulada alusión a la Compañía de Jesús]. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes. Las demás órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada por las Cortes Constituyentes y ajustada a las siguientes bases:

1ª Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado.

2ª Inscripción de las que deben subsistir, en un registro especial dependiente del Ministerio de Justicia.

3ª Incapacidad de adquirir y conservar por sí o por persona interpuesta más bienes que los que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos.

4ª Prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza.

5ª Sumisión a todas las leyes tributarias del país.

6ª Obligación de rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la asociación.

Los bienes de las órdenes religiosas podrán ser nacionalizados».

El acerbo sectarismo de éste y otros preceptos constitucionales, impropios de un régimen que a sí mismo se presentaba –y todavía es presentado– como la primera experiencia realmente democrática y garante de las libertades en España, mereció al punto la crítica implacable de figuras de la ejecutoria republicana de un José Ortega y Gasset…:

«Esa tan certera Constitución ha sido mechada con unos cuantos cartuchos detonantes introducidos arbitrariamente en ella […] El artículo donde la Constitución legisla sobre la Iglesia me parece de gran improcedencia, y es un ejemplo de aquellos cartuchos detonantes».

…o de un Alejandro Lerroux:

«Negación de un derecho de gentes y de la condición de ciudadanos a todos los que no profesan nuestras ideas».

A las alturas de octubre de 1976 –45 años después, y casi uno de la muerte de Franco, un autor republicano de izquierdas rememorará el hecho sentenciando:

«Y en la misma noche histórica, 13-14 de octubre, se votó el artículo 26 de la Constitución, jugándose aquí –y creo que no es mucho decir– todo el futuro de la República».

«¡Dentro de la ley!»

El 12 de marzo del presente año (2001), el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad castellonense Jaume I, don José A. Piqueras, vertía en el diario El País (edición valenciana) la siguiente impostura ideológica, actualmente prodigada también por otros como Julián Casanova, de la Universidad de Zaragoza a quienes prefiero dispensar deferentemente el tratamiento que les corresponde como catedráticos o profesores antes que como historiadores:

«Durante la Segunda República, la iglesia oficial y muchos católicos atrajeron sobre sí la ira de organizaciones y personas de la izquierda después que se hubiera mostrado beligerante frente al nuevo régimen y a sus reformas. Durante seis años alentó el repudio hacia el adversario político e ideológico y puso su influencia moral y sus medios de comunicación al servicio de las opciones más derechistas, poco o nada respetuosas con el orden constitucional y los valores democráticos».

Para poner en su sitio el imaginario que el señor Piqueras despliega en su relato basta con asomarse siquiera un instante al inapelable panorama de la realidad histórica y documental.

La Santa Sede pidió desde el primer día a los católicos españoles el acatamiento leal a la flamante República y la parte más numerosa y representativa de la jerarquía, el clero y el pueblo cristiano obedeció pulcramente a este ruego incluso en las dificilísimas circunstancias que ya hemos consignado. El nuncio Federico Tedeschini demandó y obtuvo de todos y cada uno de los obispos –incluidos aquéllos que legítimamente se sentían apegados a la extinta Monarquía o, en todo caso, lejos del ideal republicano– pastorales que exhortaban al acatamiento y al respeto escrupuloso del poder constituido.

Como botón de muestra de la sufrida lealtad y del sometimiento al derecho con que se condujeron los católicos españoles ante el jacobinismo desbridado de masones y socialistas, sírvanos un fugaz e incompleto repaso de, entre otros documentos, los editoriales que en los duros meses finales de 1931 publicó el más autorizado portavoz del catolicismo social del momento, el diario El Debate:

§ 14 DE OCTUBRE DE 1931

• Azaña obtiene de las Cortes la disolución de la Compañía de Jesús y la subsiguiente nacionalización de sus bienes, así como la prohibición de enseñar y de ejercer la beneficencia para las Congregaciones religiosas:

«Que no me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque es una  cuestión de salud pública... La obligación de las Órdenes religiosas católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el Estado moderno».

• De los editoriales del diario católico madrileño El Debate, dirigido por Ángel Herrera Oria, correspondientes al día de la fecha y al siguiente:

«Los católicos hemos extremado los deseos de concordia. Sin una provocación de nuestra parte, se nos ha declarado la guerra con un ataque sectario a la Religión». «En el exterior no hay prestigio y en el interior el malestar es profundo y en medio de esto se alza bandera contra la Iglesia que desde el advenimiento del Régimen ha extremado la tolerancia, la transigen-cia, la comprensión, las concesiones, el afán de concordia». «La Constitución que se elabora ya no es nuestra. No estamos los católicos dentro de ella. Se ha proclamado ya a las claras la guerra, la persecución contra la creencia religiosa. Tenemos que defender la fe, tenemos que trabajar dentro de la lega-lidad contra esa Constitución. ¡Nada de guerra civil! Sería ilícita, insensata, imposible de mantener. ¡Dentro de la ley! ¡Nada de palabras altisonantes!».

§ 17 DE OCTUBRE DE 1931

• Llega un mensaje del papa Pío XI conteniendo su protesta por las medidas acordadas y su solidaridad con los católicos españoles, y pidiendo igualmente que se proceda por vías justas y legítimas.

• Del editorial de El Debate:

«...estando unidos en una firme conducta de fidelidad al Pontífice... el respeto, la transigencia, la benevolencia y el afán de concordia. Todo ello lo han extremado los católicos frente a los nuevos poderes y eso hace más odiosa la conducta de éstos». «En el exterior hay un intenso movimiento de simpatía hacia los católicos españoles. El éxito es seguro y el Papa nos muestra el camino. No hay nada que discutir: unión de todos, acción de todos "por vías justas y legítimas"».

• Del Manifiesto de los diputados católicos al país:

«La Constitución que va a aprobarse no puede ser nuestra porque es antirreligiosa y antisocial y por ello, ya desde ahora, levantamos la bandera de la revisión... porque no han logrado salvar la posición doctrinal que sustentaron en su propaganda revolucionaria» [Determinados dirigentes republicanos habían prometido en su propaganda respetar "los sentimientos religiosos del país"].

§ 22 DE OCTUBRE DE 1931

• De la carta del arzobispo de Tarragona Francesc Vidal i Barraquer al cardenal Pacelli:

«El mensaje del Santo Padre, recibido con indecible agradecimiento y profunda satisfacción por la Jerarquía y todos los católicos, ha producido una grande impresión en toda España...». «La retirada del Parlamento y el manifiesto al país de las minorías católicas y elementos independientes ha hecho impresión, como lo prueban las invitaciones que desde el Parlamento les han sido dirigidas para reincorporarse a las tareas constitucionales... Por otra parte, los elementos católicos han comenzado la campaña revisionista por diversas ciudades recogiendo notables adhesiones».

§ 30 DE OCTUBRE DE 1931

El Debate publica un mensaje de agradecimiento del Episcopado español al Papa cursado con fecha de18 de octubre, en el que se puede leer:

«Fácilmente se comprenderá cuán numerosos y graves sean los daños con sólo considerar las causas de donde proceden: separación completa y radical entre la Iglesia y el Estado, se ha llegado a este punto sin contar con la gran fuerza social de la Religión; equiparación de la religión católica a las otras confesiones a pesar de que ninguna de éstas cuenta en España con fieles numerosos. (...) Esto que en otras naciones puede ser conveniente, en España es obra de un sectarismo pernicioso. (...) Se han tomado medidas contra las Órdenes religiosas, especialmente contra la Compañía de Jesús. Se nacionalizaron los bienes de ésta; se dieron disposiciones sobre la enseñanza y con ello se pretende arrancar al niño de la educación de sus padres y a los jóvenes de la influencia de la Iglesia; se atenta contra la indisolubilidad del matrimonio; implantación del divorcio; se suprime la dotación de culto y clero, quebrantando los solemnes pactos contraídos por el Estado a título de justicia. (...) Lo peor de todo es el laicismo que, a fin de cuentas, lo que intenta es sustraer a la ley de Cristo toda la sociedad... [basándose] en una filosofía ingeniosa pero desprovista de base científica. En nombre de la libertad de pensamiento y de la transigencia se imponen errores ya hace tiempo condenados... La proclamación del ateísmo oficial con todos sus horrores y daños incalculables». «[los católicos] atenderán a la defensa de los altos intereses de la Iglesia con el concurso de todas las buenas energías empleadas por las vías justas y legítimas. Haciendo esto, se sirve también a la Patria como fervientes y dóciles ciudadanos, siguiendo así las instrucciones del Episcopado que ha reconocido y acatado el Poder constituido sin vincularlo jamás a una determinada forma de gobierno».

§ 10 DE NOVIEMBRE DE 1931

• Del editorial de El Debate:

«Al mitin de revisionistas [es decir, los que pedían que se revisara la Constitución] de Palencia asistieron 23.000 personas. Los católicos han procedido como quien tiene la firme decisión de defender su derecho, incluso mediante el uso de medios coercitivos autorizados por una, a todas luces, legítima defensa. La jornada, pues, ha sido triunfante y gloriosa».

§ 14 DE NOVIEMBRE DE 1931

• Del editorial de El Debate:

«Lo que nuestros diputados combaten es una Constitución sectaria, no republicana». «Cuando hablamos de victoria nos referimos a los derechos de la Iglesia en España. No hablamos de victoria para nada de la forma de gobierno. No necesitamos otras armas que las de la ciudadanía ni otro cauce que el de la ley. Los católicos desean que la Constitución se revise para desterrar de ella el sectarismo y la Constitución será revisada».

§ 17 DE NOVIEMBRE DE 1931

• Del editorial de El Debate:

«Habrá una mentira: la neutralidad religiosa, y habrá una realidad: la persecución en el alma del niño de toda espiritualidad, de toda noción sobrenatural. La mentira de la escuela laica, arreligiosa, aconfesional es un antiguo canto de sirena». «El señor Llopis, director general de Enseñanza y hombre clave en el Ministerio de Instrucción Pública, ha ideado la escuela para educar al pueblo. La neutralidad queda excluida. Nada de engaños ni de rodeos. Se prohíbe la enseñanza de la Religión, pero no es fácil que el lugar de ésta quede vacante. Ya el señor Llopis habló de la otra religión, del comunismo».

§ 11 DE DICIEMBRE DE 1931

• Don Niceto Alcalá Zamora toma posesión de la Jefatura del Estado.

• Del editorial de El Debate":

«Nosotros debemos prestarle fidelidad y acatamiento. Es la autoridad constituida. Tal pide la moral que practicamos, tal es lo que leemos en las Sagradas Escrituras, lo que de un modo indiscutible y terminante han mandado los Pontífices, lo que ha hecho la Iglesia española por medio de sus representantes genuinos que, tengámoslo presente, no son otros que los Prelados... No se nos puede pedir ni entusiasmo, ni fervor, ni satisfacción interior siquiera. ¿Por qué? Porque lo que se quiere consagrar hoy es un Estado cuya forma jurídica legal es la Constitución que anteayer votaron las Cortes. Y nosotros, que acatamos el Poder, no podemos aceptar la ley injusta. No está en ella la fórmula de convivencia de todos los españoles».

§ 27 DE DICIEMBRE DE 1931

• Mensaje de solidaridad de los católicos belgas hacia los católicos españoles:

«Dolorosamente conmovidos por los acontecimientos que ponen en peligro la libertad religiosa en España, especialmente en materia de enseñanza y del ejercicio del culto, y por la empresa pública de descristianización de todo un pueblo, los católicos belgas abajo firmantes creen responder al llamamiento del Romano Pontífice, así como a sus sentimientos de cordial amistad y de constante fidelidad hacia sus hermanos de la católica España, expresando a éstos su profunda simpatía en la prueba actual».

«…de neutralidad es una engañifa»

La legislación antirreligiosa de desarrollo de la Constitución y las medidas sectarias continuaron como en cascada tras la promulgación de la ley fundamental. A mediados de enero del 32, el director de Primera Enseñanza, don Rodolfo Llopis, envía una circular a todos los maestros ordenando la retirada inmediata de los crucifijos de las aulas en cumplimiento del art. 43 de la Constitución. Entre las numerosas protestas de las familias, una voz apreciada deja oír su verdad, se trata de don Miguel de Unamuno:

«La presencia del crucifijo en las escuelas no ofende a ningún sentido ni aun a los de los racionalistas y ateos, y el quitarlo ofende al sentimiento popular hasta de los que carecen de creencias confesionales. ¿Qué se va a poner donde estaba el tradicional Cristo agonizante? ¿Una hoz y un martillo? ¿Un compás y una escuadra? ¿O qué otro signo confesional? Porque hay que decirlo claro y de ello tendremos que ocuparnos: la campaña es de origen confesional y claro de confesión anticatólica y anticristiana. Porque de neutralidad es una engañifa».

La hostilidad contra los crucifijos prefigura la que pocos años después desplegará el III Reich con una medida similar, aunque chocando frontalmente con la resistencia de la católica Baviera donde acabó por ceder. El 24 de enero se decreta la disolución de la Compañía de Jesús conforme al art. 26 de la Constitución y la incautación de todos su bienes, mientras la prensa anticlerical se lanza a una orgía de agresión inmisericorde que hoy parece inaudita. El dos de febrero se aprueba la ley del divorcio, el seis son secularizados los cementerios y el 11 de marzo se suprime la asignatura de religión en todo el sistema educativo. El 17 de mayo de 1933 es aprobada la terrible y obsesiva Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, que acabó condenando el propio Pío XI en su encíclica Dilectissima nobis.

«No son héroes de una guerra humana»

La victoria de la derecha católica en las elecciones generales del 19 de noviembre de 1933 concita el rechazo intransigente de los partidos republicanos y de izquierdas que, disconformes con el resultado de las urnas, anuncian su intención de romper toda solidaridad con los órganos del régimen; la incorporación de tres católicos al Gabinete ministerial desata el 6 de octubre de 1934 la sublevación contra la República denominada Revolución de Asturias (simultáneamente en Cataluña se la desafía también proclamando L'Estat català). Como demuestran documental e inequívocamente autores como Pío Moa –que ve en esta sangrienta rebelión armada el verdadero inicio de la Guerra Civil Española– o Ricardo de la Cierva, que han buceado en fuentes socialistas y comunistas, se trató de una revolución minuciosamente preparada desde meses atrás por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), al que secundaron los comunistas. La persecución religiosa se cobrará en este alzamiento su primera sangre: 34 clérigos asesinados, 58 templos destruidos, la Cámara Santa de la catedral de Oviedo con las viejísimas joyas de la dinastía astur dinamitada.

Entre los mártires figuran un Padre Pasionista y siete Hermanos de las Escuelas Pías de Turón que, hasta que les encontró la muerte, vivían entregados a la abnegada labor de educar a los hijos de los mineros. El 21 de noviembre de 1999, durante la ceremonia de su canonización, Juan Pablo II les dedicó estás palabras:

«No son héroes de una guerra humana en la que no participaron, sino que fueron educadores de la juventud. Por su condición de consagrados y maestros afrontaron sus trágicos destinos como auténtico testimonio de la fe, dando con sus martirios la última lección de su vida».

La gran prueba de lealtad de la católica y mayoritaria CEDA y de su líder José María Gil-Robles –como bien le reconocen Madariaga y otros insignes historiadores– la proporcionó el hecho de que, tras el éxito de la represión sobre los sublevados de Asturias, teniendo ya todo el poder en sus manos, volvió a restaurar la legalidad republicana.

Tras las convulsas elecciones de febrero del 36, la violencia revolucionaria del período de gobierno del Frente Popular, en pie desde lo de Asturias, provocó la famosa expresión dolorida de Gil-Robles en las Cortes: Hay media España que se resiste a morir. Y su proyecto ya fracasado de integrarse en la vida republicana –donde jamás fueron aceptados por unas izquierdas ensoberbecidas y escépticas de la utilidad de la democracia para sus confesados fines– se hunde definitivamente el día en que miembros uniformados de la fuerza pública asesinan al jefe de la derecha monárquica, el diputado José Calvo Sotelo. Aquello fue el 13 de julio: cuatro días después se alzan los militares conjurados.

«¡A por ellos!»

18 de julio de 1936: estalla la guerra civil. Bajo la consigna de ¡A por ellos! se desata en la zona leal a la República la persecución general contra los católicos y sus templos. La prensa publica los nombres de aquéllos a quienes hay que eliminar y se gratifica a cuantos denuncian o entregan personas. El 27 de julio el Presidente de la República, don Manuel Azaña, decreta la incautación de edificios religiosos, mientras los comités revolucionarios ponen en marcha con frenético afán la largamente acariciada aniquilación de la Iglesia católica… Pero relatarlo en toda la escabrosidad de sus detalles excedería el objeto de este trabajo. Bástenos, pues, con consignar las cifras negras estimadas por mons. Antonio Montero en su memorable estudio (reedi-tado en 1999 por la BAC), cálculos que hoy son admitidos por los investigadores de todas las tendencias sin excepción, pero que seguramente tendrán que ser corregidos al alza, según se desprende de las nuevas aportaciones al estado de la cuestión:

BALANCE DE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA DURANTE LA GUERRA CIVIL

13 obispos asesinados.

4.184 sacerdotes seculares asesinados.

2.365 religiosos asesinados.

283 religiosas asesinadas (algunas de ellas previa violación).

[Se desconoce la cifra exacta de laicos muertos por causa de su fe]

No hubo apostasías.

La tortura física y los tormentos de toda laya estuvieron presentes en buena parte de estos hechos.

Templos quemados totalmente:

Valencia: 800; Oviedo: 354; Tortosa: 48; Santander: 42; Barcelona: 40; Madrid: 30.

Templos parcialmente destruidos:

Almería: todos; Barbastro: todos; Ciudad Real: todos; Ibiza: todos; Segorbe: todos; Tortosa: todos; Valencia: más de 1.500; Gerona: más de 1.000; Vic: más de 500; Barcelona: todos menos 10; Cuenca: todos menos 3; Madrid: casi todos; Cartagena: casi todos; Orihuela: casi todos; Santander: casi todos; Toledo: casi todos; Jaén: el 95%; Solsona: 325.

«En ningún momento de la historia de Europa, y quizás incluso del mundo, se ha manifestado un odio tan apasionado contra la religión y todas sus obras».

Hugh Thomas, The Spanish Civil War.

Reflexión

En fechas recientes, un hispanista de la talla de Raymond Carr declaraba en la prensa a un embelesado Santos Juliá (historiador afín al PSOE) que su amigo y maestro Vicens Vives le había enseñado que España no es un país excepcional: Todo mi esfuerzo ha sido considerar España con los mismos métodos con que se estudia cualquier otro país importante en Europa. Sin embargo, ni Santos Juliá ni su colaborador, el citado profesor de Zaragoza Julián Casanova (autor, por cierto, de un libelo muy bien promocionado –La Iglesia de Franco–, pero al que ha bastado una escueta crítica del prof. César Vidal para saltar por los aires), se aplican la lección del maestro Carr; antes al contrario, al no quedarles más remedio que reconocer la terrible persecución padecida por la Iglesia, se dedican a minimizarla con chata visión, y lo que es peor: justifican las matanzas al cabo de setenta años con los mismos argumentos de quienes en mayo de 1931 asimilaban la destrucción vandálica de un secular patrimonio artístico a la justa ira “del pueblo”.

Historiadores como el monje progresista de Montserrat Hilari Raguer invocan el contexto histórico en el que se enmarcó la persecución para acabar culpando una vez más a la Iglesia de su propio holocausto; a Raguer le da también el tiempo para descubrir al mundo la trayectoria liberal hasta ahora inadvertida del bolchevizado presidente Juan Negrín, instrumento sumiso de Stalin. A otros como al hispanista Ian Gibson, la parcialidad crónica y el exhibicionismo ideológico les empuja a sumarse a las campañas mediáticas que pugnan por que la Iglesia española pida perdón, insisto, por su propio holocausto:

 «Me parece que la Iglesia católica mantiene una actitud deleznable, repugnante, inaceptable, ruin y miserable [al no pedir perdón]. Es una actitud inadmisible en gentes que se dicen cultas y maduras. Lo que ha dicho Rouco [cardenal y presidente de la Conferencia Episcopal] me parece incluso grotesco a fuerza de ser cosas crueles y mentirosas. Yo lamento los asesinatos de los curas, porque estoy contra la pena de muerte, pero la Iglesia fue la que sembró la semilla del odio y la violencia. Tienen la obligación de pedir perdón y no son capaces. Son menos humildes que su propio jefe, el Papa; son cobardes y traicionan el mensaje de Cristo».

Para desactivar semejante exabrupto, baste con recordar las recientes palabras de un especialista harto más riguroso que el irlandés arrebatado, el historiador y ex senador socialista Víctor Manuel Arbeloa:

«En España no sólo se ha querido olvidar o dejar sin efecto la Reconciliación, preparada, estudiada, consensuada durante años y después sellada con la Constitución de 1978, sino que, puestos a volver al vómito, algunos juzgadores de la historia (de los otros) se han olvidado de exigir a ciertas inmaculadas fuerzas históricas o a quienes ahora se precian de su herencia el perdón por aquella infausta Constitución de 1931, origen de tantas desdichas; por la injusta expulsión de obispos (Segura y Múgica); quema de conventos; supresión continua de periódicos; crímenes impunes; levantamientos izquierdistas desde el mismo 1931; levantamiento en Asturias y en otros puntos de España contra el Gobierno legítimo de la República, y rebelión de la Generalitat de Cataluña contra el régimen constitucional en el mismo octubre de 1934... Para no hablar de la primavera de 1936 y de la parte que les toca en la común guerra civil».

La Segunda República Española, a pesar de su apariencia democrática, se condujo como un régimen totalitario que dio frutos totalitarios en sintonía con las doctrinas y políticas imperantes en la época, tanto a la izquierda como a la derecha de Hegel. He escogido el aspecto religioso porque en el caso de la República éste fue precisamente su “problema”. Si el coetáneo Estado nacionalsocialista alemán tenía o creía tener el problema judío, la República tenía el problema religioso (en expresión del propio Azaña). En ambos sistemas, el tratamiento y resolución de tales “problemas” avanzó por derroteros paralelos: 1º) Establecimiento de la primacía radical del modelo de Estado por encima de cualquier otra consideración, y prefiguración de los enemigos naturales que en aras de la salud del sistema hay que reprimir sin miramientos (este acerado estatismo, que anula por principio a categorías enteras de hombres, aparece ya claramente enunciado respecto del problema religioso en el famoso y aludido discurso de Azaña de la sesión constituyente del 13 de octubre de 1931: lo que me interesa es el Estado soberano y legislador, limitando la cuestión religiosa a un problema de gobierno, a la actitud del Estado frente a un cierto número de ciudadanos que visten hábito talar). 2º) Escalada legislativa con progresivo despojo de derechos (España: privación selectiva de derechos y libertades fundamentales como los de asociación, enseñanza, expresión, culto, propiedad…), acompañada de agitación, intimidación y violencia callejera, así como de siembra de inverosímiles calumnias (en España, los gravísimos infundios nunca demostrados y de dudosa espontaneidad –niños envenenados por monjas, arsenales escondidos en escuelas pías, curas que disparaban contra obreros desde los campanarios…– desfiguraron trágicamente el rostro de la Iglesia). 3º) Eliminación física y material a escala enorme y con fines inequívocamente aniquiladores. 4º) Prioridad absoluta de las medidas tendentes al logro de estos fines (desconcierta a una mente racional el afán del régimen nazi por primar –hasta casi los días de la rendición– el programa antijudío, al precio de dispersar fuerzas y de desatender auténticas necesidades vitales y perentorias; de la República española bien se puede afirmar también que el único aspecto donde llegan hasta el final de las reformas es el religioso (Émile Témime).

El certeramente llamado martirio de las cosas (V. Cárcel Ortí) vincula también indisolublemente al sistema republicano español de los años treinta con los demás totalitarismos de nuestro tiempo. Desmintiendo la falsa imagen de gran parnaso cultural que tantos difunden de este régimen, la furia iconoclasta que desató a lo largo de los nueve años en que se mantuvo convierte en anécdota la destrucción de los budas de Bamiyan a manos de los taliban afganos que tanto nos ha horrorizado. A las irresponsables afirmaciones vertidas con este motivo por escritores atiborrados de prejuicios como Luis Antonio de Villena («La historia de la Ilustración en Occidente no es sino la historia de cómo frenar el talibanismo de católicos y protestantes puritanos») bien puede oponerse la triste certeza de que al extraordinario e irrepetible arte religioso español lo crucificaron los hijos de la Ilustración a la manera de Cristo: la invasión napoleónica y la desamortización de Mendizábal le clavaron las muñecas. Las milicias republicanas le atravesaron los pies.

Numerosos, encumbrados e influyentes son, como hemos visto, los autores modernos que se refieren a estos hechos con fórmulas de descargo del tipo “ira popular” o “ira sagrada”, y al fuego iconoclasta como “rito purificador”. Vuelcan la responsabilidad de la hecatombe sobre las espaldas de una Iglesia española que, con todos sus defectos, emprendía una sincera renovación que la guerra agostó y que la crueldad de la persecución trocó en inquietud y recelo. Afectan desconocer que, simultáneamente, en buena parte de Europa y en lugares como México las mismas doctrinas totalitarias que se agitaban en España reprimen también a la Iglesia, en especial en las personas de sus consagrados y consagradas. Si, en efecto, estos autores ampliasen su campo de visión advertirían que no ha habido un solo régimen marxista que no persiguiera y persiga sañudamente a la Iglesia, y que el sangriento saldo que para el catolicismo arrojó el terror nazi fue de 4.000 de sus clérigos asesinados por ejercer de tales y ofrecer un testimonio de su fe, que en muchos casos era de extrema caridad hacia las víctimas de aquella locura. De esta forma, más que despacharse tratando de reprochar a la Iglesia española su propio holocausto, el historiador debería preguntarse por qué la Iglesia universal ha sido sistemáticamente acosada con fines aniquiladores por los dos grandes totalitarismos del siglo XX.

1987: un suceso inesperado quiebra las seguridades intelectuales y personales de muchos que desearían ver este asunto sepultado para siempre por la losa del olvido y del Ellos se lo buscaron, tan caro a J. Casanova. El papa Juan Pablo II sale ese año al rescate de la memoria de las víctimas de la persecución religiosa beatificando en San Pedro del Vaticano a tres carmelitas martirizadas en julio del 36. Desde aquel año, el Papa ha glorificado ya a más de cuatrocientos mártires del período republicano (1931-1939) ante la mirada atónita del mundo. El pasado 11 de marzo beatificó en una misma jornada a 233 de Valencia y otras diócesis: se trata de la ocasión en la que más personas a la vez han sido elevadas al honor de los altares en todos los tiempos. El desasosiego, la ruda protesta y hasta la inquina más agria y desabrida cunden entre las filas de la izquierda española cada domingo en que Roma culmina una nueva beatificación, y los editoriales, titulares y columnas de El País amanecen el lunes naufragando entre la denigración irredenta y la lamentación jeremiaca por el juguete roto. Comprenden que se trata del Papa. Y es que la descomunal realidad de más de diez mil cristianos ofreciendo su sacrificio y perdonando y bendiciendo a sus verdugos hasta perecer en medio de indescriptibles tormentos no podía pasar desapercibida al mejor aliado de la Humanidad que peregrina por los caminos de este mundo.

Concluyo por fin mi humilde reflexión, trayendo a estas cuartillas la discreta enormidad de un hecho aparentemente banal: las Hijas de la Caridad congregación fundada por San Vicente de Paúl tienen hoy acogido en su residencia madrileña a un anciano que de ellas recibe alimento y atención. La cosa no revestiría mayor importancia si una agencia de prensa no hubiese desvelado en 1999 que ese anciano es el mismo hombre que durante la Guerra Civil las denunció, lo que costó la vida a un grupo de hermanas de dicha congregación.

«Dar de comer al enemigo cuesta mucho más que perdonar. Por eso cuando se le dice a la Iglesia que tiene que pedir perdón por sus eventuales errores del pasado, podemos afirmar simplemente, con hechos concretos, que se está

haciendo auténtica caridad cristiana con verdugos, asesinos y delatores de la misma Iglesia, perdonados ya de palabra».

Vicente Cárcel Ortí, La Gran Persecución.

«La sangre de tantos conciudadanos nuestros derramada como consecuencia de odios y venganzas, siempre injustificables, y en el caso de muchos hermanos y hermanas como ofrenda martirial de la fe, sigue clamando al Cielo para pedir la reconciliación y la paz. Que esta petición de perdón nos obtenga del Dios de la paz la luz y la fuerza necesarias para saber rechazar siempre la violencia y la muerte como medio de resolución de las diferencias políticas y sociales».

Conferencia Episcopal Española, documento La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XX, 26 de noviembre de 1999