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Las dos Formas de Convivencia - 
compañía o rivalidad 

(conferencia en Madrid, 11-1-2000
 edición: Ana Lúcia C. Fujikura)

 

Julián Marías

 

Hoy vamos a hablar de las dos formas de convivencia y de cómo en ellas hay esas dos posibilidades que consideramos en este curso: el lirismo y el prosaísmo. El punto de partida, naturalmente, es que el hombre es forzosamente conviviente –la convivencia es una condición intrínseca del hombre. Recuerden ustedes el texto del Génesis –la creación de la mujer– “no es bueno que el hombre esté solo”. Y aparece la mujer como compañía, es decir, Adán ha quedado solo muy poco tiempo, de modo que enseguida tuvo la compañera: Eva.

Y esto es la condición misma de la vida humana. Ha habido una famosa expresión: Vae soli, ¡Ay del solo!, ¡Ay del que está solo! La soledad –la soledad que es valiosa, la soledad que es preciosa– la soledad es la retracción de la compañía, es decir, uno se queda solo de alguien, solo de los demás y, por consiguiente, la soledad es secundaria, respecto de la compañía, que es primaria.

Se puede, naturalmente, tener una visión negativa de la compañía. Piensen ustedes en la famosa frase, muy popular y conocida, de Hobbes: homo homini lupus – “el hombre es un lobo para el hombre”. Yo pienso, más bien, que homo homini agnus – más bien resulta que “el hombre es un cordero para el hombre”. Hay una actitud también, que me pareció muy negativa, de dependencia, de subordinación, de entrega... del hombre como cordero al supuesto lobo. Quizá la fórmula más negativa de todas es la de Sartre: l’enfer, c’est les autres – “el inferno son los otros”. Es la interpretación más general, más negativa de la compañía y, en definitiva, de toda compañía. Creo que es un profundo error y Sartre lo dijo.

Como ven ustedes, es un problema que forma parte de la condición esencial del hombre. Hay un texto de Aristóteles que dice que el hombre no puede estar solo; para la soledad se necesita ser o más o menos que hombre: o una bestia o un dios. ¡Pero hombre, no! En la doble definición de Aristóteles, el hombre es, por una parte, animal que habla, animal parlante, locuaz, que suele traducirse por animal racional, y, por otra parte, tenemos exactamente lo mismo, zóon politikón, o sea, animal social, propiamente es el animal que se ve en la polis, en la ciudad.

Encontramos la referencia a la convivencia como algo esencial. Pero ya hemos tocado las dos posibilidades: una negativa y otra positiva. El hecho es que el hombre nace de padre y madre –nace de otras personas– y es esencialmente dependiente. Hay un hecho fundamental que es que el hombre nace de una manera totalmente menesterosa. El hombre simplemente no puede vivir solo porque necesita los cuidados de los mayores, de los padres en principio (o de alguien que haga sus veces...), empezando por la alimentación... Un niño recién-nacido no puede subsistir, muere... abandonado sin cuidados, muere. Incluso esto se prolonga durante bastante tiempo.

Resulta aleccionador cuando se ve el nacimiento de un animal, por ejemplo, cuando se ve un potrillo o un carnero o un cordero, inmediatamente se ponen sobre sus cuatro patas, empiezan a tener una vida relativamente independiente. Sí, maman, son mamíferos, pero en definitiva, desde, a veces, los primeros minutos, pero en todo caso, desde los primeros días, tienen una cierta autonomía, una relativa independencia. El hombre, en cambio, no. El hombre, durante años, no puede vivir por su cuenta, no puede vivir solo, ¡en absoluto! Esto parece una tremenda limitación y, en cierto sentido, claro, lo es. Al mismo tiempo, es la condición de la realidad humana: esa dependencia, esa forzosa, inevitable convivencia. Resulta que tiene que convivir de un modo constante, absolutamente ineludible, por lo menos por un par de años, en que va recibiendo la transmisión de la realidad de los mayores, de los padres y de otras personas, lo cual hace que sea rigurosamente heredero. Los animales, no. Los animales no son herederos. El animal es siempre un primero animal, reproduce la forma correspondiente a su especie. El hombre, no. El hombre recibe una herencia, es forzosamente depositario de lo que son los mayores que le transmiten no solamente lo necesario para vivir, para la subsistencia, sino, además, la lengua – el hombre es animal locuaz, es animal parlante. Él recibe no solamente el lenguaje, sino una lengua.

Hay tres grados, lo he dicho hace ya mucho tiempo, en La Antropología Metafísica – hay muchos “decires” que no son lenguaje, son formas de decir –, hay concretamente el decir humano primario más importante que es el lenguaje, que pertenece no ya a la mera condición humana sino a la estructura empírica de la vida humana, que tiene lengua, es decir, el músculo dentro de la boca..., y eso le permite tener lenguaje, forma de definir, articular, eso es enormemente importante...

Pero además hay lenguas, hay muchas lenguas, innumerables lenguas (este es un fenómeno no explicado y yo tengo la impresión de que hay una especie de renuncia a explicarlo). Como he dicho el hombre es un animal locuaz o locuente, pero, evidentemente se habla en una lengua particular, una lengua desde una cierta comunidad, que puede ser muy grande – como en el caso de lo que llamamos las lenguas universales... Ha habido muchos millares de lenguas, todavía existen varios miles de lenguas, parece que cuatro o cinco mil..., lo cual da ya un carácter histórico-social, no pertenece a la condición humana como tal, ni siquiera a la estructura empírica de la vida humana, a la cual pertenece el lenguaje –, la lengua ya está en un tercer nivel: histórico-social. El niño recibe no solamente el lenguaje, no solamente la capacidad de hablar; él recibe una lengua determinada que le es transmitida en principio por los padres, que son una comunidad dentro de la cual el lenguaje existe en forma inteligible. Es evidente que si estoy en una comunidad de una lengua desconocida –en China– soy un bárbaro porque no me entiende nadie.

La condición locuaz, locuente, queda limitada a una cierta forma particular de sociedad, por tanto de convivencia. En todo caso, el niño recibe todo esto: su persona se desarrolla, se actualiza, se manifiesta en una condición... Una convivencia que es personal –y esto es importante– porque se trata de personas como tales: el niño está en trato con personas mayores como tales, es decir, los padres en principio, o si no puede haber los hermanos, abuelos o tíos etc., personas individuales como tales.

Pero hay algo más: la lengua. La lengua no es individual. La lengua es un fenómeno social – es fenómeno colectivo. Una lengua que es la lengua de la comunidad a la cual pertenecen esas personas, que van a ser las que conviven con el niño. Ahora bien, es curioso porque hay una interferencia: se puede pensar en que el hombre individual es solo –un hombre, en cierto modo, en soledad– y hay lo social, lo colectivo, la sociedad como tal. Y yo creo que en esto fue Ortega el que lo dijo con perfecta claridad: vida individual y vida colectiva. ¡Ah, no! No sólo esto porque introdujo un concepto que me parece capital: hay lo individual, hay lo interindividual y lo social. Cuando hay varias personas seguimos en la esfera de lo individual, pero interindividual porque hay varias personas. La convivencia de los amigos, de los amantes, los padres y las madres, la familia en conjunto: todo es interindividual, o sea, se trata de individuos como tales pero son varios.

Pero hay algo distinto que es lo social, lo colectivo. Esto es algo, en cierto modo no directamente personal, no inmediatamente personal. Son los usos: es lo que se hace, es lo que se dice. La lengua es un fenómeno capital, es un fenómeno social y es evidente que la manera de vestir, costumbres, lo que se come y como se come, es evidente que hay ciertas maneras de convivir, que están definidas por factores sociales. De modo que tenemos lo individual, lo interindividual – que es la pluralidad de individuos como tales – y lo social.

Naturalmente, son tres dimensiones necesarias: no se puede sin más hablar de lo individual y lo social. Esta es una tendencia de la sociología en general, que ha dejado fuera esta realidad intermedia en que se conservan los rasgos de la vida individual, que son la comunicación, el tener sentido. La vida individual tiene sentido, la vida interindividual también tiene sentido. La vida colectiva, no. No necesita tenerlo. Los usos no son inteligibles, en principio. Hay que investigarlos, averiguar cómo son. Es evidente que hablamos en España, yo estoy hablando en español y nos entendemos justamente porque no somos ninguno autor de esta lengua; justamente porque no es nuestro, de ninguno de nosotros sino que es algo que nos preexiste, que usamos. Entonces por eso nos entendemos. Ahora bien, cada uno lo usa a su manera, cada uno lo usa con una peculiaridad. El acto de hablar o, digamos, de escribir es un acto personal, es un acto individual. Incluso la voz es variable, nos reconocemos por la voz. Si alguien llama a la puerta y yo pregunto ¿quién es?, es muy frecuente que se conteste: “yo”. ¡“Yo”! No se dice “Fulano de tal”. ¿Por qué? La voz es conocida, se identifica por la voz. Hay un elemento personal y hay naturalmente un estilo de hablar o de escribir que es justamente personal y, por tanto, individual – dentro de un uso general que es el uso lingüístico, que es colectivo.

Los usos, en principio, no son inteligibles. ¿Por qué llamamos a la mesa “mesa”? Tenemos que pensarlo. Bueno, resulta que, en latín, se decía mensa y, por tanto, decimos “mesa”. Decimos “luz” porque, en latín, se decía lux. Decimos “agua” porque, en latín, se decía aqua. Esto es la etimología. Pero ¿por qué los latinos decían lux, mensa y aqua? Habría que buscar la etimología. Son palabras que, tal vez, proceden de los etruscos etc. En principio, no sabemos. La mayor parte de la gente no conoce la etimología de las palabras, ni sabe como se llaman las cosas, no les es inteligible. Los usos, las maneras de vestir, el saludo... no son inteligibles. Es decir que el carácter de inteligibilidad, de justificación, de responsabilidad, todo lo cual es propio de la vida humana, en lo colectivo, no aparece – por lo menos no es forzoso, no es necesario.

Piensen, por tanto, como nos encontramos con el hecho de la convivencia con tres niveles, tres estratos de la convivencia y, naturalmente, esto tiene un carácter, en principio, positivo. El hombre nace en una realidad interpersonal, con vínculos profundos que normalmente son de ayuda, de consuelo, de abrigo, de afecto... Esta es la forma capital de convivencia. Puede haber otras, pero ésta es la normal, la fundamental; con excepciones, si se quiere, pero es la fundamental. Por esto, en definitiva, el hombre vive rodeado de personas. Decimos que el otro, el prójimo, es un alter ego – en realidad, si sopesamos las cosas es al contrario: yo soy un alter tu porque me coloco al tú antes que a mí mismo. El conocimiento de mí mismo es un conocimiento reflejo en definitiva; no es primario. Si me da lo mismo lo que pasa a una persona, no tiene sentido existir, no se vivería como yo. Pero hay el tú, entonces yo – teniendo en cuenta que yo soy un alter tu, otro tú. Hay una relación, digamos, de fraternidad. Fraternidad que tiene un sentido verdadero y pleno si tenemos un padre. Ustedes tomen la tradición cristiana de la fraternidad: dirá que los hombres somos hermanos – sí, somos hermanos porque somos hijos del mismo Padre; si no tenemos un padre común ¿por qué vamos a ser hermanos? La semejanza no es fraternidad – que seamos semejantes, parecidos, no establece un vínculo entre nosotros. La fraternidad, sí. La fraternidad nos hace hermanos, que es capital.

En todo caso, hay la visión positiva de la convivencia, en la cual cada persona tiene que convivir con otras personas, también personas, que son semejantes y además hermanos, son próximos – prójimos, la palabra próximo quiere decir prójimo, el prójimo. En otras lenguas, precisamente en inglés, se emplea la palabra neighbor, vecino. El prójimo es el próximo, el cercano, el vecino, que además es, en la tradición cristiana, hermano porque es hijo del mismo Padre.

Hay que imaginarlo, hay una convivencia, hay un intercambio de palabras, es decir, la intimidad personal. La intimidad de cada uno se expresa, se comunica a los demás, y se recibe la otra intimidad también: hay una relación de reciprocidad, hay relaciones positivas de amistad, de amor y, por consiguiente, esto establece, diríamos, un ambiente, un clima de lirismo de la convivencia. Esto es capital.

Dirán ustedes sí, pero no siempre. Por supuesto, no siempre, porque hay evidentemente relaciones negativas. Puede haberlas. Es evidente que se puede ver al prójimo como un rival. Esto se da en la vida animal también. Es evidente que hay las luchas entre animales. Por ejemplo: las luchas entre machos por disputarse una hembra. El hombre puede considerar que el otro no es compañía, es un estorbo, es un rival, es un enemigo, a quien hay que eliminar, por lo menos dejar fuera de juego, o dominar o sojuzgar. Esta es la forma negativa de la convivencia.

¿Qué significa todo esto? Esto significa todo pronto, una cierta despersonalización. Es evidente que al rival, al estorbo, al que nos disputa las cosas, no lo vemos como persona. ¡Lo que pasa es que lo es! A pesar de todo, lo es. Pero es evidente que se convierte en enemigo, se decía Adversus hostem aeterna auctoritas esto (“por esto eterna autoridad contra el enemigo” – principio consignado en las XII Tablas – N. de la e.) o Vae victis – Ay de los vencidos. No se lo trata como persona. Es alguien a quien hay que dejar fuera de juego, reducir a la impotencia o eliminar –incluso físicamente– con lo cual tenemos una forma de convivencia negativa y que consiste, primariamente, en una despersonalización. No se ve al otro como un alter ego, no es otro yo, no me siento respecto de él como un alter tu, como un otro tú. La relación personal se atenúa o se disipa enteramente. Entonces lo trato como un elemento del cosmos o como una cosa, algo que pierde su carácter propiamente personal. Esto lleva a un tremendo empobrecimiento porque el hombre se crece mediante la convivencia. La convivencia hace con que el hombre adquiera una realidad que va mucho más allá... Es evidente que la relación más general, para usar la palabra más abarcadora, el amor, el hombre en cuanto ama, en cuanto es una criatura amorosa, prolonga su vida más allá de sus límites propios; no es sólo quien es: se enriquece con la vida de los demás, se proyecta en la vida de los demás, la asimila, la hace suya. Esto es la cuestión. Pero cuando se ve al otro hombre como algo hostil, como algo negativo, como un rival, como un enemigo, se deja de considerarlo como persona. Entonces el hombre se recluye en sí mismo, o en un grupo que, en esta medida, también se despersonaliza. Imaginen ustedes cuando se afirma hostilmente, negativamente, de un modo excluyente, un grupo, por ejemplo, el nacionalismo, que no es la condición nacional, que es algo enormemente valioso, no es que uno no se sienta perteneciente precisamente a una comunidad... ¡no, no! Es que se siente excluyente respeto de los demás, se reduce. Es reducir en nosotros, en nosotros inmediatos, en nosotros de la familia, puede haber un nosotros que es la comunidad a la cual uno pertenece por vínculos históricos, vínculos de lengua o vínculos de cualquier tipo. Pero si eso se afirma de una manera excluyente, los demás se convierten en enemigos. Esto produce el mayor empobrecimiento que se puede imaginar.

Fíjense ustedes que hay que evitar otro error posible. Ahora la gente emplea la palabra solidaridad. Por supuesto que se la puede emplear, pero hay palabras que acaban por desvirtuarse y son peligrosas. Porque hay gente que tiene un gran interés por países remotos de los cuales no sabe nada. Hay que hacer cosas benéficas en países de los cuales no tienen la menor idea, que no saben ni donde están. Pero a los prójimos, a los que están al lado – ¡Ah, esto no interesa! No tienen ningún sentimiento favorable ni procuran hacer nada por ellos. Yo muchas veces he pensado que si cada uno intentara hacer algo a las pocas personas que tiene a su lado, el mundo marcharía tan divinamente mejor. ¡Sería asombroso! Hay gente que cuanto más lejos un país, mejor; cuanto menos sabe de un país, más se interesa por él. Pero de un modo abstracto, es decir, no es el próximo, sino el lejano; el lejano desconocido, con lo cual no hay ningún vínculo real. Porque, en definitiva, falta la conciencia de la fraternidad, justificada por la pertenencia a un mismo Padre. Es curioso que cuanto más se habla del otro, del otro extraño, desconocido, más se suele omitir la paternidad, no se piensa en ella.

Como ven ustedes, son formas de empobrecimiento, son formas en que el hombre, lejos de participar, de comunicar con otros, se aísla en su realidad puramente individual, un pequeño núcleo, que puede ser la familia –la familia, a veces, funciona como una forma de egoísmo: lo que interesa es la familia y nada más o la patria–, sin tener ningún vínculo de convivencia con otros. Hay una falta de altruismo real e interés por el otro, el otro concreto, compensado con una especie de falso altruismo, que no tiene contenido y esto engendra prosaísmo: son formas de vida enormemente prosaicas... Mientras que hay un lirismo concreto en la presencia, conocimiento, el goce del hombre concreto... el hombre a quien podemos imaginar, a quien podemos conocer, con quien nos podemos comunicar, con quien intentamos realmente convivir.

Son dos formas enormemente distintas, que tienen como base el fenómeno radical, necesario, inevitable de la convivencia. El hombre convive, quiera o no, mal o bien, en cualquier forma, desde el punto de vista del amor, en el sentido más lato de la palabra, o desde la hostilidad, la enemistad... Las dos cosas son posibles. Pero el problema está en que una de ellas engendra lirismo, emoción, imaginación, se recrean las otras vidas, se las imagina, se las incorpora y en la otra se elimina justamente la condición propiamente personal.

Piensen que hay un concepto que está en el Credo – el Símbolo de los apóstolos: la comunión de los santos. Es curioso: en la medida en que se habla en comunidad – una de las palabras más usadas y más abusadas en nuestro tiempo – rarísima vez se habla de la comunión de los santos, que sería la forma culminante de la convivencia; trasladable incluso a la otra vida... Es sentirse en comunión, en interdependencia, con la esperanza de una convivencia actualizada, la culminación... Es un concepto, diríamos, en que culmina la función, la esperanza, en que la convivencia sea real, sea posible – incluso se la imagina más allá de la muerte. La inversa es la otra forma, la negativa, la hostil, la consideración del otro como rival, la forma de rivalidad es el origen del disputarse las cosas – la rivalidad, evidentemente, ha empezado por la disputa de los bienes materiales: la comida, el fuego, una choza en que albergarse para evitar el frío. Evidentemente el otro es un estorbo y esto se generaliza, se lleva a cosas mucho más complejas, mucho menos directas, a veces no materiales, pero que se afirman con una actitud excluyente.

Creo que la clave es precisamente lo excluyente: la convivencia que se nutre de los demás. Naturalmente la razón de que haya lirismo en un caso - y prosaísmo en el otro - es el uso de la imaginación. Cuando el hombre convive de una manera positiva, imagina al otro. Piensen que al prójimo lo conocemos no sólo perceptivamente, lo conocemos principalmente imaginativamente. Ante una persona a la que tenemos físicamente presente, la vemos, la podemos tocar, la oímos, si habla, sí, todo esto está bien, pero es sólo el punto de partida; lo que hacemos con el prójimo es imaginarlo. La intimidad es inaccesible a la percepción. Partiendo de la percepción visual, o de la percepción auditiva, o de la percepción táctil, podemos imaginar la persona, podemos imaginar su intimidad. En cierto modo transmigramos a ella – este hecho fundamental, posible, extraordinario, en lo cual he insistido muchas veces, del punto de vista puramente teórico, de la posibilidad de la interpenetración de las personas, que se contrapone, es curioso, a la impenetrabilidad de los cuerpos. En física, en los manuales más elementales se habla de la impenetrabilidad de dos cuerpos: donde está un cuerpo no está otro ¡claro! En esta realidad extraña que es la persona, ¡no! Es posible la interpenetración de las personas. Esta es la forma positiva. Pero, claro está que la persona puede actuar blindándose frente a las demás, aislándose de ellas, repeliéndolas y, entonces, esto desaparece. Pero, claro, esto lo hace perdiendo su propia penetrabilidad, perdiendo un rasgo capital de la condición personal. Fíjense ustedes que la renuncia a la otras personas como tales significa, hasta donde es posible, una renuncia a la propia condición personal. La despersonalización de los demás acarrea la despersonalización propia. La personalidad es un fenómeno que – como todo lo humano – admite grados: puede ser un mínimo, puede ser un máximo: el lirismo...

Imaginen ustedes hasta qué punto puede haber variaciones. Las variaciones personales, las variaciones individuales son incontables. Podríamos hacer un análisis de la realidad, un análisis espectral de la persona, y encontraríamos enormes diferencias. Pero también en el carácter colectivo, hay formas de vida, formas de convivencia que están hechas de lirismo o de prosaísmo, están hechas de personalización o de despersonalización, y que tienen, por tanto, grados de realidad personal profundamente distintos. Ustedes pueden comparar diferentes países, o países en diferentes épocas, a lo largo de la historia, puede cambiar, puede tener máximos y mínimos de estas cosas. Fenómenos capitales sobre los cuales la atención se fija poco, raras veces. Es curioso que la atención que el hombre presta a la realidad no tiene mucho que ver con su importancia y con su alcance. Sobre las cosas más importantes frecuentemente se resguarda. Se pone la atención en análisis incluso minuciosos sobre aspectos y dimensiones, a última hora, poco importantes, poco interesantes. Si la atención fuera mayor y dirigida de la manera inteligente, creo que la calidad de la vida tendría un incremento que casi ni podemos imaginar...