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Sobre la Esperanza de los Enfermos*
(About Hope among the Sick)

 

  Por Josef Pieper

 

  Alexander Soljenitsin ha introducido en el prólogo del segundo tomo de su “Archipiélago Gulag” una glorificación de la prisión: “Sé bendecida, prisión, por haber estado en mi vida”. Mas luego añade entre paréntesis: “Y desde las tumbas me viene la respuesta: para ti es fácil hablar; tú has permanecido en vida”. “Para ti es fácil hablar”, esto podrían decir también, creo yo, los enfermos, los enfermos de muerte, los enfermos “sin esperanza” a aquel que, según todas las apariencias, está sano, y se atreve a hablar sobre la esperanza de los enfermos. En realidad, no sólo sería molesto, sino una pura insolencia hablar sobre este tema si no nos encontráramos nosotros los hombres, tanto los sanos como los enfermos, en la misma posición en lo que se refiere al “desenlace mortal”; y sobre todo no sería así si nadie, ni el hombre en la cúspide de su fuerza vital, poseyera un derecho a la esperanza, si los enfermos de muerte y los moribundos, precisamente ellos, no pudieran tener una razón para la esperanza. La observación de la energía inmutable de la evolución cósmica no puede ser en realidad un consuelo para nadie.    

  Hace ahora 25 años, en la Pascua de 1951, durante las “Semaines des Intellectuels Catholiques” hablé sobre la esperanza de los mártires, “Sur l’espérance des Martyrs”, y tuve, sin saberlo, el honor de que Teilhard de Chardin estuviera sentado entre el auditorio (lo supe únicamente diez años más tarde, leyendo su biografía que apareció tras su muerte). En aquella conferencia quería yo explicar que sería mejor no hablar en absoluto de la esperanza humana si no había esperanza para el mártir, es decir, para aquel que se deja matar por la verdad y la justicia, para el hombre (por consiguiente) en el campo de concentración, en el pabellón del hambre, en la celda de la muerte, que son abandonados, burlados y sobre todo enmudecidos. Teilhard de Chardin clasificó a esto de concepción “defaitiste” (en una carta escrita espontáneamente, y que es publicada en aquella biografía [de Claude Cuénot]); lo decisivo es, dice Teilhard, algo completamente distinto, a saber, la pregunta que él mismo responde naturalmente con un “sí” -la pregunta de si la humanidad, desde el punto de vista biocósmico, es decir, considerada desde su potencial evolutivo, es joven y por consiguiente está llena de esperanza en el futuro y, por tanto, con derecho a esperar-. Como ya he dicho, no creo que esto pueda ser considerado como un consuelo -puesto que ni la humanidad ni el cosmos les sobreviene la muerte-; esto sucede más bien a cada particular, al individuo, a la persona humana -del mismo modo que, en sentido estricto, sólo la persona humana individual puede ser el sujeto de la esperanza-.

     En la situación del enfermo incurable y del moribundo, esta esperanza se encuentra con el examen más estricto que se pueda imaginar; pero no se trata de separar de la esperanza sometida a prueba una “esperanza de los enfermos” de tipo especial; al contrario: es la esperanza humana, la esperanza por consiguiente de todos, de todos nosotros -que posiblemente sólo ahora, a la vista de la muerte, quizá sorprendiéndonos a nosotros mismos, nos muestra su rostro verdadero, inmutable, que tal vez nos había estado escondido hasta entonces.

    Éste es el momento para llamar por su nombre a algunos rasgos de la esperanza, para lo cual se deberá referir como siempre, naturalmente, a la significación de estas palabras fundamentales. ¿Qué quieren decir los hombres cuando en su lenguaje ordinario “normal” hablan de esperanza y de esperar?

     Se trata aquí evidentemente de un tipo de “exégesis de los lugares comunes” y precisamente no de un tratado del uso especializado de las palabras; las palabras especializadas, ya sean en sentido científico o “filosófico” son con frecuencia asombrosamente imprecisas y altamente problemáticas. Para ver esto no se tiene más que hojear una obra aparecida hace unos años (1963) “La esperanza de nuestro tiempo”, en la que Karl Jaspers cita entre las esperanzas que, como él dice, podrían ser relegadas en la “aventura de la humanidad”, en primer lugar: “la esperanza de la razón, realizándola nosotros mismos”. Si, independientemente de si aquí se quiere decir (pues queda gramaticalmente poco claro) que “nosotros mismos” realizamos la razón o la esperanza de la razón, ¿se puede decir, con alguna exigencia de exactitud, que “esperamos” algo que se encuentra dentro de nuestras propias fuerzas? Por no hablar ya de la famosa “definición” de la ética, tan “geométricamente” exacta de Spinoza que afirma: la esperanza “no es otra cosa que una alegría no justificada, surgida de la imagen de una circunstancia futura o pasada de cuya realización dudamos”, una determinación de concepto en el que la comprensión no consigue reconocer su imagen de la esperanza, pues no dice ni una palabra de la expectación que el pensamiento medio coloca con razón en primer lugar como un elemento perteneciente al concepto de “esperanza”. Expectativa no es, de todos modos, lo mismo que esperanza. Puedo esperar posiblemente algo indiferente o incluso algo espantoso, algo que no deseo. Nadie habla de esperanza si no están en juego sus deseos y su añoranza; sólo se espera lo que es “bueno” para uno (“bueno” en un sentido muy amplio, indiferenciado: “buen tiempo”, es “bueno” que hayas venido). El que tiene esperanza dirige su mirada hacia algo que desea y ama. Pero los deseos y las añoranzas son también algo distinto de la esperanza. Puedo añorar, por ejemplo, algo que sé que nunca obtendré, algo que no espero. Esperanza incluye una determinada renuncia e incluso una certeza especial, difícil de precisar. Naturalmente, existen también esperanzas vanas y puede suceder también que una esperanza sea destruida y negada. Pero una esperanza a la que pertenecieran la certeza de la inutilidad sería una idea contradictoria. De todos modos pertenece también a este contexto que no existe ninguna esperanza sin alegría; quizá no se pueda decir que el elemento “alegría” pertenezca a la definición de esperanza; pero la alegría es con seguridad un acompañante asiduo de la esperanza. La alegría no es nada más que la respuesta a la idea, quizá futura, de algo bueno y amado; y pues la esperanza se dirige precisamente hacia ella, no puede ser pensada sin alegría. “Expectativa alegre” es, en el diccionario de conceptos filosóficos de Hoffmeister, la característica de la esperanza citada en primer lugar; con ello se alude a algo realmente decisivo. Pero no se ha dicho ni mucho menos todo lo que piensa una persona cualquiera cuando en su lenguaje cotidiano habla de “esperanza”. Puedo esperar con alegría algo deseado y añorado sin que por ello esta “expectativa alegre” sea considerada por nadie como una esperanza. Alguien podría decir de todo corazón (con Eichendorff): “Ven, consuelo del mundo, noche silenciosa”, pero nadie hablaría aquí de “esperanza”; nadie tiene “esperanza” en el ocaso ni en la entrada de la noche (“La noche o los prusianos”, como dijo Wellington en la batalla de Waterloo en 1815: ¡esto ya es algo distinto!). Algo que de todas maneras ocurrirá no alimenta la “esperanza” de nadie, si tomamos las palabras en sentido estricto; tampoco se tiene esperanza en una cosa de la que se cree, quizás erróneamente, que sucederá necesariamente, siguiendo una ley natural (ya sea el “progreso de la humanidad hacia algo mejor” o la sociedad sin clases). Pero los hombres no hablan de esperanza al referirse a cosas que obtendrán sin esfuerzo, del mismo modo que respecto a las cosas que sucederán de todos modos. Los antiguos hablan aquí del “bonum arduum” como del objeto real de la esperanza, del “bien arduo” con lo que se quiere decir que este bien no se encuentra al alcance de mi mano extendida. Quien escuche atentamente percibirá que el lenguaje medio del hombre, siempre que utiliza la palabra esperar, no quiere decir nunca algo que nosotros mismos nos podemos hacer y proporcionar. Sólo es necesario, para estar completamente seguro, escuchar durante un momento cualquier tipo de conversación cotidiana, completamente al azar: esperemos que mañana haga buen día; esperemos que el tren llegue puntual; esperemos que continuaremos con salud o que volveremos a estar sanos, que nuestros niños crezcan, que no se produzca otra guerra mundial, etc. En todas estas conversaciones que nos son familiares hay una cosa absolutamente clara: lo esperado está fuera del alcance del que lo espera; si pudiéramos tenerlo es seguro que no utilizaríamos la palabra esperanza. Cuando un artista está empezando a trasladar una idea suya en una obra de piedra, de sonidos, de versos y cuando dice: espero conseguirlo, entonces expresa de una manera muy clara que esto no depende únicamente de él. El padre preocupado puede decir a su hijo: espero que en el próximo curso serás más aplicado; pero cuando el chico respondiera: yo también lo espero, esto carecería de sentido. Todo esto junto nos dice algo muy serio, pero también muy rico en consecuencias. Gabriel Marcel lo ha formulado de este modo: “La única esperanza verdadera es aquella que se dirige hacia algo que no depende de nosotros”. Pero el lenguaje, el de todo el mundo, cuando no hablado, el lenguaje comprendido preparan otros datos, no presumibles a primera vista. En El Convite, de Platón, Diotima plantea a Sócrates lo siguiente: a pesar de que existen muchos hombres que hacen y producen algo, y también muchas obras, sólo uno puede ser denominado “hacedor” en último término, el poietés, el poeta, y sólo el poema, poiema, pueda ser considerada la única obra hecha. Lo mismo sucede, continúa Diotima, en el campo lingüístico del amor; existen muchos tipos de amor (amor al deporte, a la música, a la patria, a los padres, etc.) pero cuando se habla de los “amantes”, sin otra característica, no pensamos en los que aman a la patria o a sus padres; sino que se piensa únicamente en los que aman en el sentido de eros. La pregunta es ahora si no sucede quizás algo análogo con la esperanza. Innumerables cosas (desde un buen tiempo para las vacaciones hasta la paz del mundo) pueden ser objeto de la esperanza humana, y lo son en realidad. Pero parece que existe un único objeto cuya expectativa convierte al hombre en alguien que espera. Quizá la cosa quede más clara si se la formula negativamente: innumerables esperanzas pueden ser destruidas, demostrar ser falsas, sin que por esta razón el hombre quede “desesperado”; evidentemente existe una sola esperanza, la esperanza de “un” algo, cuya pérdida dejaría al hombre sin esperanza, de modo que podría y debería decirse de él que ahora ya no tiene simplemente esperanza. La pregunta es por consiguiente: ¿hacia dónde se dirige esta “una” esperanza? ¿En qué debería perder un hombre la esperanza para que se pudiera decir con razón que había perdido toda esperanza?    

  Para poder responder, incluso sólo enmarcar, esta pregunta, se debe establecer y meditar una distinción conceptual, para la cual el idioma alemán no tiene ningún vocablo, al contrario de lo que sucede en el francés, en el que como sabemos se dispone de dos palabras: espoir y espérance. Sea lo que sea lo que con exactitud separa a estas dos palabras, a simple vista ya queda algo claro: tienen una relación distinta con el plural; espoir tiene una afinidad natural con el plural y tiene que ver con las innumerables cosas que se pueden esperar; mientras que espérance excluye evidentemente el plural; pueden existir miles de espoirs, pero sólo hay una espérance. En el idioma alemán también se ha querido introducir esta diferenciación con la propuesta que encontramos en el grandioso pequeño libro de Paul Ludwig Landsberg “Die Erfahrung des Todes” (La experiencia de la muerte); esta propuesta dice que se debería hablar por un lado de las esperanzas y por otro de la esperanza (singular).

     De esta esperanza que existe sólo en singular, se pueden decir dos cosas: quien la ha perdido o la ha apartado de sí, está simplemente “sin esperanza”, y quien consigue retenerla, sólo él puede ser considerado como alguien que tiene esperanza. En segundo lugar, esta esperanza singular, la espérance, tiene una relación muy directa con nuestro tema: “La esperanza de los enfermos”.   

   Corriendo el peligro de hablar de algo bien conocido, debo referirme ahora brevemente a los estudios que Herbert Plügge realizó hace ya años en la Clínica Universitaria de Heidelberg, estudios que se ocupan de hombres para los cuales la esperanza se ha vuelto problemática en grado especial; a saber (primero) de la situación interna de enfermos incurables, dicho más exactamente, de pacientes que han acabado de saber precisamente este hecho de su incurabilidad, y (segundo) de la posición de conciencia de los “enfermos suicidas” o sea, de personas que han intentado quitarse la vida. En estos estudios, que al principio eran puramente empírico-fenomenológicos, el observador aparentemente sorprendido observa una esperanza completamente distinta, distinta de lo que normalmente se entiende por “esperanza”. Plügge denomina a esta otra esperanza la esperanza “verdadera”, “fundamental” (de la que -de nuevo- habla sólo en singular), mientras que las esperanzas (¡plural!) que normalmente se comprenden bajo esta palabra, las denomina esperanzas “comunes”, “esperanzas cotidianas”. Lo más asombroso de los datos obtenidos por Plügge me parece ser: que, como él dice, “de la desilusión, de la completa destrucción de todas las esperanzas comunes, ilusionarias... de una forma muy misteriosa aparece otra esperanza” y que esta “otra” esperanza, la fundamental, es experimentada del modo más convincente en el estado de la falta de esperanzas: precisamente la desaparición de las esperanzas que hasta ahora más habíamos valorado (por ejemplo, la esperanza de sanar) escondía en sí misma la posibilidad de llegar de este modo a la verdadera esperanza; sí, esta esperanza nacida de la desilusión del enfermo de muerte es la base “de una libertad frente a la prisión de la enfermedad, que antes de la destrucción de las esperanzas no se podía conseguir”. De todos modos, Plügge no es el único que sostiene esta tesis a primera vista asombrosa. Gabriel Marcel, para quien la esperanza fue durante toda su vida el “tema número uno” dice entre otras cosas: “Quizá sólo somos capaces de esperanza después de que nos hemos sentido prisioneros, y esta prisión puede tomar las más diversas formas, desde la enfermedad hasta el exilio”. De todos modos debemos admitir que esta frase de Marcel no tiene que ser comprendida necesariamente en el mismo sentido que la tesis de Herbert Plügge. Es natural ahora preguntar qué es el objeto de esta esperanza considerada por Plügge como “distinta”, “verdadera” y “fundamental”. La respuesta que obtenemos es que en realidad este objeto es “difícil” de describir; es “indeterminado”, “nebuloso”, “falto de contorno”; incluso se debería decir (lo que a mí me parece que lleva muy lejos) que precisamente “un ‘estado de confusión’ permite al enfermo ser todo esperanza” pues un estado de este tipo hace posible en determinadas circunstancias “abandonar completamente el nivel de la conciencia, en el que el camino de la esperanza está tapado por un saber racional y por la reflexión intelectual”. De todos modos, Plügge da un nombre positivo, experimentalmente, al objeto de “la” esperanza (de la verdadera, de la fundamental); habla de la “autorrealización en el futuro” y del “estar sano de la persona”, o sea de algo que en realidad no se puede “tener”, que tiene más que ver con lo que se “es”.

     En el libro de Elisabeth Kübler-Ross (en la traducción alemana titulado “Entrevistas con los moribundos” mientras que el título inglés original es On Death and Dying), en este libro en el que con un valor admirable se habla del tema “morir”, que en los USA sobre todo es un tabú, existe también un capítulo con el título “Esperanza”. Pero se trata exclusivamente de la esperanza del enfermo a sanar. Naturalmente es evidente a primera vista que el enfermo tiene esperanza en el “buen desenlace”, pues espera “volver a estar sano”, “salir de nuevo de ésta”. Para ver esto no se necesita ninguna experiencia dilatada junto a la cama de los enfermos. Cuando antes de realizar un viaje de varios meses por la India me despedí de mi madre, de 80 años, gravemente enferma, a la que con bastante seguridad no volvería a ver con vida, cuando mantuve su mano en la mía digamos una décima de segundo más que lo habitual, ella observó más tarde a mi hermana: me ha dicho adiós de una manera tan rara; como si pensara que ya no volvería. O sea que la esperanza de los enfermos a sanar es sin duda la más evidente y también la dominante. Pero aunque Elisabeth Kübler-Ross no sabe informar de ninguna otra esperanza en los enfermos que la de sanar (por medio de una droga milagrosa recién descubierta, por ejemplo), entonces esto me parece ser, incluso si nos limitamos formalmente a lo observable empíricamente, una evidente limitación de los datos que realmente se pueden obtener. Escribí una carta a la autora refiriéndole mis dudas a este respecto e indicándole los estudios de Herbert Plügge. Me contestó que en este tiempo había visto claro que el único capítulo del libro que debería escribir de nuevo era el que trataba de la esperanza. Algunos años más tarde (1974) me informó a petición mía un jesuita conocido de ella (teólogo y médico, que da clases de psiquiatría en Harvard): Elisabeth Kübler-Ross, poco inclinada originariamente a las ideas cristianas (los lectores saben que en su libro cada capítulo va precedido de una cita de Rabindranath Tagore), se ocupaba recientemente en estudiar teología. En su pequeño libro, aparecido en 1974, Questions and Answers on Death and Dying en el que intenta responder a unas cien preguntas que se le han planteado, escribe en el prólogo que expresamente no hablaría del tema “religión y vida después de la muerte”, pues ella cree que otros están más calificados para ello. Como parece, aquí aún no se ha cerrado el proceso de revisión y nadie está capacitado para enjuiciarlo. Y tampoco yo desearía decir nada más sobre este tema.    

  Pero como punto final debo hacer aún algunas observaciones (dicho más exactamente, tres observaciones) sobre aquella esperanza “fundamental” que sólo levanta la cabeza cuando todas las demás esperanzas, en especial la de la salud corporal, han demostrado ser ilusorias; o sea sobre aquella esperanza que, como hemos dicho, se dirige hacia el “estar sano” de la persona y a la autorrealización futura.

    Primera observación: no es verdad que “la esperanza de los enfermos” sea necesariamente e ipso facto y en todos los casos de este tipo. En la destrucción de todas las esperanzas cotidianas “normales” el hombre tiene la posibilidad de penetrar en el gran espacio “de la” esperanza (en singular); pero no tiene que seguir esta posibilidad; dicho de otra manera: aquella esperanza “fundamental” puede ser olvidada, despreciada y perdida; se la puede apartar de sí, tanto si se está mortalmente enfermo como si se está sano. Pero esta esperanza fundamental no puede ser defraudada, si tomamos en sentido estricto la palabra defraudar. Defraudar significa que se experimenta como hecho la inutilidad de una esperanza. Esta experiencia puede ocurrir con respecto a todas las esperanzas plurales pero no con respecto a aquella esperanza fundamental. ¿Por qué no? Pues la espera del momento de su cumplimiento (o no-cumplimiento) se alarga tanto como nuestra propia existencia misma; toda nuestra vida histórica transcurre en la antecámara de la última decisión.  

     Segunda observación: con ello hemos dicho ya que la realización definitiva de la existencia no se puede tener en esta existencia corporal-histórica. Pascal, Gabriel Marcel y Ernst Bloch tienen toda la razón cuando denominan a la existencia presente, hasta el momento de la muerte, como la estructura del “aún no”, con lo que se encuentran en completo acuerdo con la idea cristiana del Homo Viator, de la existencia viajera del hombre presente. Pero si esto es correcto, entonces o bien la vida humana es absurda en el fondo o encuentra su satisfacción en el otro lado de la muerte. Pero demos el nombre que queramos a esta satisfacción, salud o vida eterna, felicidad, cielo: nadie se puede hacer una idea concreta sobre ello. Y quien intenta hacerlo pierde, como lo dijo siempre Gabriel Marcel, lo mejor de la esperanza. Y también un teólogo como santo Tomás dejó escrito que todo el mundo entiende por felicidad un estado perfecto en su forma más elevada; pero qué constituye la felicidad por dentro, esto no lo sabe nadie: occultum est. Así, la esperanza “la” esperanza, quiere decir tanto como: permanecer abierto para una realización de la que no sólo no sabemos la hora, sino ni tan siquiera la forma.

  Tercera y última observación: la esperanza tiene una dirección natural en el futuro; y precisamente de la esperanza de los enfermos o incluso de los moribundos desearíamos decir: para ellos el pasado y el presente son en realidad completamente insignificantes; si hay aún algo que cuenta, entonces lo que viene” (como lo expresó Nietzsche) quiere decir: el futuro. Pero Rudolf Bultmann y algunas teologías de la esperanza no tienen razón cuando sostienen que la postura de los cristianos no afirma ninguna otra cosa que (citando a Bultmann) “abrirse libremente al futuro”. Esperar no significa sólo esperar algo bueno para el futuro; se dice siempre: tener una razón para esta expectativa. Se puede desear todo lo imaginable sin tener que dar una “razón” para ello. Mas para mi esperanza necesito una razón. Y esta razón, siempre que exista realmente, no se encuentra, como lo esperado mismo, en el futuro; debe existir ya ahora (y quizá desde hace tiempo, quizá desde siempre), en todo caso antes de cualquier posible esperanza. Pero precisamente esto puede aplicarse también a la esperanza de los enfermos y los moribundos, aunque para ellos mismos exista únicamente la dimensión del futuro; su ilusión, si no tuviera una razón, podría ser denominada también desesperación o ilusión eufórica. También el enfermo de muerte, precisamente él, debe estar convencido que esta razón de su esperanza existe realmente. ¿Y cuál es esta razón? El Sócrates platónico ha hablado de su convicción de que aquellos que quieren el bien tienen al otro lado de la muerte una patria preparada por los dioses, y desde siempre. El libro santo del cristianismo da a aquella pregunta sobre la razón de nuestra esperanza una respuesta en forma de negación. Sé muy bien que -al igual que Platón cuando utiliza el mito- traspaso los límites establecidos a la filosofía cuando doy la última palabra a esta respuesta. Dice que la fe y la esperanza serían inútiles “si Cristo no hubiera resucitado”.



Folia Humanistica, Octubre 1978; pp.  641-49. «Folia Humanística» está extractada en el «Current Contents» del Instituto para Información Científica, de Filadelfia