Vulnerabilidad
José Francisco Sánchez
Subíamos andando, me parece que fue el viernes. Había venido a verme muy tarde, casi a las dos, pero yo estaba ocupado con alguien. Me dejó cuatro folios de ordenador sobre la mesa: Los lees y me dices, ¿vale? Ya, dije, ya sé que son muy malos y todo eso, no hace falta que lo digas. Eso, son muy malos; te espero ahí fuera. O sea, que quieres que me los lea ahora. Bueno, te espero y si te da tiempo te los lees, ¿vale? Vale. Entró al cabo de un rato, casi sin llamar, y se lanzó sobre los folios, que estaban dobrados donde los dejó. Sabía que lo haría, pero yo llegué antes y los retiré de la mesa. ¿Queéee?, dijo, ahora te los devuelvo. Sé que no me los devolverás. Esos arrepentimientos eran típicamente suyos. Se los dejo a Miguel Ángel que quiere leerlos y luego te los traigo. Total, que se los di. Nunca leo algo que su autor no quiere que lea. Se fue. Cuando terminé, apareció, pero no quería dejarme los folios. Decía que estaban muy mal y que Miguel Ángel le había dicho que estaban mal, que eran dulzones. Insistí un poco, pero era muy tarde y empecé a recoger mis cosas. Metí el ordenador en la bolsa, guardé el cable y ordené el despacho por el simple procedimiento de poner todo lo que estaba disperso por la mesa en otro lugar y unas cosas encima de otras en vez de unas al lado de otras. Cerré los cajones y salí. Subimos andando. A la altura del primer sauce, le dije: Lo que pasa es que no tienes confianza para enseñarme también las cosas que te salen mal. Se conmovió irritándose, que es una de Ias maneras que tiene de conmoverse, y echó mano a la cartera para sacar los folios mientras ponía cara de paciencia infinita. Antes de que abriera el primer cierre, dije: Sabía que funcionaría. ¿Queeéee?, dijo abriendo mucho la boca y enfadándose más. Eso, que funcionaría si te decía lo que te dije. Pues ahora, sí que no pienso dejártelos, dijo. También sabía que dirías eso; lo que quiero decirte es que no puedes ser tan vulnerable; si piensas que no debes hacer algo, no lo hagas y punto. Tú también eres vulnerable, dijo. Sí, claro, pero no tanto; la cuestión es ésa: no serlo tanto. Al llegar al puente me paré, porque supuse que tomaría el atajo por detrás de la variante. Pero dijo que no, que tenía que comprar el pan y que seguiría hasta el final de la cuesta. No sé cómo nos enredamos en las palabras: se empeñaba en que últimamente no metía el lápiz en sus escritos, no los corregía. Le expliqué que lo hacía aposta, que antes había mucho que quitar, tanto que si no lo quitiaba yo no lo iba a quitar: Aprender a escribir es casi eso, aprender a quitar; y ahora tú ya sabes quitar; yo sólo te digo, si aún sobra algo, pero ya no tacho ni escribo sobre lo tuyo: tienes que encontrar tu propia voz; y será una gran voz. Entonces calló un momento y dijo casi gritando, como si me lo reprochara: Lo que pasa es que cuando hablo contigo me siento capaz de hacer las cosas. Me pareció la frase más bonita que jamás me había dicho un alumno, la más bonita que jamás podría decirme. Entonces me paré, helado y feliz. Dije algo un poco sinestésico: ¿has visto to que has dicho? ¿Queeée? Hablábamos sin mirarnos y ahora vi que había puesto la cara de mucho asombro. Muchas gracias, dije, es como un piropo. Tenía los ojos algo encharcados y dijo: Pero luego me da mucha rabia, porque veo que no es verdad. |