Home | Novidades | Revistas | Nossos Livros | Links Amigos Creer en la Inteligencia Artificial
¿Es Inteligente?
Santiago Fernández Burillo
Catedrático de Filosofía del
Instituto S. Gili i Gaya de Lérida
El hombre del siglo XXI sigue buscando lo esencial. ¿Cuál es la esencia de la vida? Se esperaba hallarla en el genoma, pero allí sólo están los más sutiles instrumentos de la vida. ¿Cuál es la esencia de la comunicación? Se esperó que la electrónica otorgara una presencia universal en el reino de los espíritus, pero existe el riesgo de que genere soledades monitorizadas. ¿Cuál es la esencia del hombre y de la inteligencia? Hay quien cree que la robótica llegará a la síntesis de criaturas humanas. Se deposita cierta fe en la inteligencia artificial, en la ciencia cognitiva, o la neurociencia. Esa fe ¿no será credulidad? Creer en la inteligencia artificial ¿es inteligente?
En cierto modo, es no sólo inteligente sino lo único razonable. En efecto, toda inteligencia es artificial. Sólo una es la Inteligencia artífice. Lo que no sería razonable es hablar de inteligencias artificiales al margen de cualquier artífice.
Toda inteligencia cuyo acto de conocer no es idéntico a su ser, es inteligencia por otro. Ahora bien, la inteligencia humana no es lo mismo que el ser humano; eso cualquiera puede observarlo en sí mismo. Nos damos cuenta de que por la inteligencia hacemos nuestro el ser de las cosas que hay a nuestro alrededor, el mundo se vuelve interior por el acto de entender: lo que entiendo lo poseo. Esa posesión es íntima, lo más interior que existe. Cuando sé algo que he aprendido por mí mismo, o que he inventado, si no lo digo, los demás no lo saben. Que otro sepa algo, a mí no me saca de la ignorancia; aunque lo diga y lo repita. Sólo lo sé cuando realizo en mí el acto de entenderlo. En ocasiones notamos ese tránsito del no saber al saber, y exclamamos: «¡Ahora lo veo!, ¡ya lo entiendo!» La intelección es novedad, y algo enriquecedor, o acrecentador, de nuestro ser limitado. Entender es una de las formas más intensas de crecer. Se crece, así, desde dentro y por sí mismo. Ese crecimiento no puede venir de fuera. La inteligencia de la verdad no la puede hacer el otro por mí; por eso, en el proceso docente el discente, quien aprende, no puede ser substituido: sólo él aprende, y aprende por sí sólo. Cuando el discente no aprende, no hay docencia; seguramente hay un buen discurso, una buena exposición; pero si el discípulo no aprende, el maestro no ha enseñado, por mucho que haya expuesto. De modo que el maestro se acerca hasta las puertas del alma, pero nadie puede entrar en ella: sólo el discípulo aprende.
¿No puede existir un maestro interior? ¿No cabría un maestro que enseñara llegando hasta la intimidad del discípulo? Sí cabe. Eso interesó mucho a san Agustín, tal vez porque él mismo había buscado tanto en vano, y donde no convenía. Ahora bien, hablar de maestro interior es lo mismo que hablar del artífice de la inteligencia: Deus, intimior intimo meo! «¡Oh Dios, que eres más íntimo a mi ser que yo mismo!» Exclama el santo obispo de Hipona. El hombre no se conoce a sí mismo, continúa diciendo, así pues, enséñame tú, maestro interior, quién soy yo. Pues, en efecto, he aquí que conozco muchos libros, a muchas personas, todas las maravillas que se extienden ante la vista en la tierra y en el mar, en el cielo estrellado: todo el mundo exterior entra en mi interior cuando lo conozco, pero yo mismo no me poseo de ese modo. Mi conocer no llega tan hondo como mi ser. ¡Que te conozca a ti, conocedor mío!, dice Agustín, pues eres tú el único que conoce el interior del hombre (Cf. Confesiones, libro 10).
He aquí una línea para pensar la inteligencia artificial. En Agustín culmina el apasionante itinerario iniciado por Sócrates: «Conócete a ti mismo». Así se leía a la entrada del templo de Apolo en Delfos. Platón llega a hacerle decir a Sócrates, en el diálogo Alcibíades, que quien conociera su propia inteligencia vería allí, como en el más limpio y luminoso espejo, a Dios mismo. Quien inscribió aquella máxima en Delfos no era una persona vulgar, pues, ni propuso algo fácil, sino lo más difícil que existe.
He aquí el modo en que la sabiduría humana ha considerado, desde antiguo, a la nteligencia como artificial: porque se ve capaz de conocerlo todo, pero no a sí misma. Aunque tampoco puede desconocerse del todo. Lo peculiar de la inteligencia creada es que conoce que se desconoce. Esto era el principal objeto de admiración y maravilla para Pascal. El científico y filósofo francés meditó y escribió de diversas maneras sobre el misterio humano. El hombre, dice, tiene miedo de entrar en su habitación y quedarse media hora solo enfrentándose, más allá de sus pensamientos, con su ser que los piensa. Quien no llega a comprender que la razón no puede comprenderse a sí misma, no la ha desarrollado mucho. Lo más alto que la razón comprende es que hay un infinito que la trasciende. Así se expresó Pascal.
Mas el pensamiento moderno, entusiasmado con la inteligencia artífice, ha soñado muchas veces con hacerla artífice de sí misma. Esta es otra línea, muy distinta, de pensar la inteligencia artificial. En todo caso, queda en pie que nadie ha pensado inteligencia artificial sin artífice.
Esa filosofía cientifista, mezclada con la literatura, llega hasta las multitudes en diversos relatos de ficción. El hombre moderno, que sigue añorando lo más hondo y lo esencial, sueña con conocer y comprender el ser misterioso que subyace a la conciencia: conocer y crear al hombre. El doctor Frankenstein, o el viejo Gepetto, se mueven por una misma ansia. Pero Frankenstein no ansía la paternidad sino la creación. Su historia condensa los temores modernos hacia la ciencia, la criatura que se vuelve contra su creador para suprimirlo.
El ser humano es imagen. No un mero rastro o huella impresa en la materia por un Ser que pasó. El hombre es la imagen viviente del Ser que es. Así se expresa Agustín, para manifestar cómo y hasta qué punto la mente pensativa es llevada a Dios cuando atiende a las realidades que se le ofrecen. El ámbito entero de las realidades finitas se subdivide en dos grandes campos: lo exterior y lo interior, es decir, el mundo y el espíritu. El mundo es todo él exterioridad, es mundo externo. El espíritu es la interioridad propiamente dicha.
¿Puede el ser personal y su “yo mismo” resultar de una síntesis de elementos físicos? He aquí ahora la última versión de la filosofía materialista: el hombre neuronal. No se trata ya del hombre máquina, que pensó Lamettrie al estilo de Descartes, sino del sistema de neurotransmisiones de tipo informático que ha pensado Changeux. El hombre como una computadora sumamente compleja, el más desarrollado ordenador. La bioquímica y la neurología, o bien la informática y las teorías lógicas de sistemas, podrían tal vez explicar cómo ha llegado a existir la inteligencia. La sugestión ha penetrado las masas y hasta los escolares dicen, cuando el ordenador se demora procesando: «Espera, que está pensando».
«El yo pensado no piensa», escribe Leonardo Polo. Aunque el ser personal fuera lo mismo que el “yo” (que no lo es), el ser personal estaría siempre más allá de lo que cabe objetivar, porque es el sujeto. También Ortega y Gasset protestó la pretensión de agotar al yo en lo que comparece en la conciencia, es decir, en lo que se ha pensado o explicado: cualquier repertorio de realidades objetivas deja fuera al “yo ejecutivo” que las objetivó. Si yo me objetivo, ese objeto no soy yo.
Para la ciencia, explicar es seguir el método analítico y lograr síntesis. Si una síntesis de elementos objetivos fuera la explicación de la inteligencia y de la interioridad, habríamos logrado entender la inteligencia, pero habríamos eliminado al inteligente. (En efecto, para que la inteligencia sea el resultado de un proceso inteligente –la síntesis–, hace falta que el ser inteligente no exista aún, pues es lo que se espera que resulte). El artífice debe suprimirse, para afirmar que hay una vía al artefacto. Pobre resultado. Lo sabido sería que saber es ilusorio, o que el despertar es un accidente del sueño.
No quisiera dejar al lector con la impresión de un tirón de orejas a la fábrica de sueños moderna, el cine y su entorno. No; por una parte, el sueño forma parte de la vida inteligente; y por otra, la inteligencia no asoma nunca entera a la conciencia; por eso el “yo” es siempre menos que el ser inteligente (la persona).
El cine moderno sueña con la inteligencia artificial y propone el enigma del espíritu, como un sueño. Nada que objetar. Todo lo contrario, porque es excelente comprobar que la humanidad sigue sintiendo la seducción de lo esencial. El ordenador de Stanley Kubrick en 2001 una Odisea en el espacio tenía miedo de morir; como los «replicantes» de Blade Runner. A través de esta espléndida literatura de masas que es el cine moderno americano, con sus impresionantes efectos especiales, vuelve la sabiduría del templo délfico, la interrogación socrática y la sensatez agustiniana: Quaestio mihi factus sum: he aquí que me he convertido en una pregunta para mí mismo. En la sociedad tecnológica hay un anhelo profundo y serio de espíritu, que a veces apunta de las maneras más inesperadas.