Las Humanidades ante un Siglo Incierto

-conferencia en el centro "Gabriel Miró"-

Joaquín Jareño Alarcón

Universidad Católica de Murcia (UCAM)

"Creo que los estudios humanísticos deben permanecer como una parte esencial de nuestra formación cultural y de nuestras vidas, entre otras razones, porque responden a la necesidad de encontrar sentido a la vida y al ansia de identidad individual que siente el hombre hoy no menos que en el pasado" (A.Bullock, La Tradición Humanista en Occidente).

Muchos son los tópicos que acusa este final de siglo por el simple hecho de ser lo que es. No obstante, lo que no se puede obviar es lo oportuno de su consideración como un referente para realizar una reflexión sobre el período histórico cerrado, y las perspectivas que se advierten a partir de los hechos vividos. Los historiadores precisan de altos en la senda de la historia para poder lanzar un veredicto sobre el escrutinio del que depende su condición profesional, y los filósofos -quizás con unas pretensiones excesivas, pero justificadas- tratan de localizar el significado de lo general en los entresijos de lo particular histórico. En este sentido, el siglo XX ha dado de sí un material cuantioso trenzado de incógnitas y certezas, que se nos presenta como paradigma de los aciertos y excesos de nuestra propia condición. Derivado de la reflexión sobre lo que estos años han sido, la apertura al período que se nos enfrenta a partir de este 2001 toma el carácter de un reto cuyas interrogantes no puede eludir la conciencia crítica del humanista. Por ello, por el interés en desvelar -a la vez que construir- el camino que la historia va representando, las Humanidades se encuentran con la obligación de hacer suyo ese reto, rescatando lo que más noble se localiza de entre las aspiraciones humanas.

Este artículo trata de recapitular los elementos de juicio fundamentales para encarar dicha tarea. Su intención es aclarar la incidencia que los estudios humanísticos tienen en el desarrollo personal tanto como social, destacando su carácter central en todo proceso de construcción simbólico, emocional e institucional, presentando vías de acceso a los problemas que hoy día aquejan al colectivo humano. La idea que vertebra todo este trabajo no es otra que la de resaltar la vertiente práctica de los estudios humanísticos, en la medida en que pueden ayudar a conformar propuestas de solución a los grandes desafíos de la modernidad contemporánea.

Consideramos que los grandes pilares que sustentan las Humanidades son la historia, las lenguas y la filosofía, con su variante de reflexión moral, a partir de los cuales se puede acreditar el peso específico que adquieren los estudios en cuestión en su dimensión contributiva a los procesos de desarrollo social, cultural y espiritual. Es una tarea irrenunciable de las Humanidades la reflexión constante acerca de la condición humana, la búsqueda del conocimiento sobre aquellas tareas específicas que la desarrollan en el terreno de los valores que le son propios. Una investigación continuada es, aunque pudiera parecer reiterativo, algo inevitable, puesto que el carácter abierto de la esencia humana exige la preocupación inacabada como actividad recurrente. Es esto lo que ordena la flexibilidad del individuo ante las situaciones novedosas, diseñando tanto el itinerario como las estrategias para cumplir las exigencias de la inscripción délfica: conocerse a uno mismo.

Esta línea de pensamiento posee ilustres antecedentes tanto en Sócrates como Platón, quienes generaron el convencimiento fundamental de la identidad espiritual del ser humano, desgranando los problemas derivados de la dialéctica dualista en la que concibieron la propia condición humana. De la importancia de esta reflexión se ha hecho eco toda la historia cultural occidental, hasta el punto de haber quedado configurada en términos de aceptación o rechazo. En cualquier caso, el debate ha producido numerosas aristas que han derivado en discusiones acerca de la bondad o maldad intrínseca de los individuos, consideradas bien como algo inevitable, bien como dependiente de las capacidades de ejercicio de la libertad. Si el ser humano es invariablemente "lobo para sí mismo" (Plauto dixit), cualquier intento de entender su amejoramiento ético está condenado al fracaso, dado que la maldad condicionaría todas y cada una de sus aspiraciones, eliminando la importancia del carácter moral de la libertad. Es ésta la que permite al individuo convertirse en capaz de lo mejor y lo peor, alimentando la convicción de que el futuro no está decidido y de que la participación humana en la historia es su elemento constitutivo. Precisamente la condición histórica del ser es uno de los motivos fundamentales de reflexión en los estudios humanísticos, y a ello trataremos de referirnos en los párrafos que siguen.

El escrutinio de la historia es imprescindible para saber quiénes somos, así como de lo que somos capaces. El análisis de las acciones de los individuos en su perspectiva histórica no los convierte en entidades fragmentarias y divisibles en función de segmentos temporales, o diluidos en la variabilidad de las influencias del contexto. Hacerlo así equivaldría a desentenderse de la identidad que nos permite comprender la idea de progreso. Autores como I. Berlin [1] han tratado de centrar el discurso histórico en el debate sobre la inconmensurabilidad cultural, intentando alejarnos de una reflexión sosegada sobre las reivindicaciones propias de nuestra condición. Para Berlin, sólo es concebible la idea de progreso si puede comprenderse algún tipo de teleología en las aspiraciones de los individuos, y ésta sólo es admisible si se presupone la existencia de un modelo ideal desde el que interpretar dichas aspiraciones, lo cual no aparecería refrendado por la propia historia. No obstante, resulta singularmente complicado reflexionar sobre las intenciones y expectativas humanas si no se acepta algún tipo, sea cual sea, de uniformidad en las mismas, y de igual modo resulta complicado hacerse eco de las enseñanzas de la historia si no se entiende que apuntan en una dirección básicamente unitaria. Esto no quita para que cada individuo saque sus propias conclusiones, pero de nada le sirve hacerlo si no encuentra criterios generales que le permitan transgredir la barrera que interponen las épocas históricas consideradas según lo que las distingue [2] .

Es el estudio de la historia lo que puede asentar nuestra confianza en que el futuro está por decidir; que podemos ejercer algún tipo de control sobre él, de modo que en la comprensión del mismo se haga patente el desarrollo de nuestra libertad. Es ésta una de las más destacadas características de la tradición humanista. De un estudio tal deriva el rechazo de cualquier visión determinista que reduciría al ser humano a una entidad que no puede hacer más que lo que hace ni transitar de un modo distinto a como transita. Nuestra capacidad de tomar decisiones está en relación directa con nuestras habilidades para comprender el medio y adaptarnos a él, pero se manifiestan mayormente en cómo podemos operar transformándolo. En este sentido, el conocimiento de la historia capacita para reconocer el significado y trascendencia de nuestras acciones, así como permite obrar de modo distinto a como se ha hecho previamente. Decidir el funcionamiento de nuestras vidas está en conexión íntima con la capacidad de hacer algo distinto a lo que hemos elegido hacer, e igualmente de hacer algo distinto a lo que ya está hecho. Esto no termina de justificar el que nuestra elección sea correcta, pero al menos nos deja en la posición de que el escoger es posible y nos arroja al convencimiento moral de que es nuestra la responsabilidad de nuestros actos. Las consecuencias tanto sociales como políticas de esta circunstancia son enormes, dado que está a la base del propio concepto de Estado de Derecho. Los individuos deben ser plenamente conscientes de las decisiones que toman y de que las decisiones que toman son suyas, de modo que apenas quede terreno para la manipulación. El estudio de la historia incide precisamente en esto, puesto que una sociedad sin referencias culturales y sin reflexión histórica es una sociedad fácilmente manipulable, en la medida en que no es consciente del alcance de sus procesos ni del papel que los individuos juegan en los mismos.

El segundo pilar del trabajo humanístico es la preocupación por las lenguas. Si ya Aristóteles señalaba [3] que un elemento fundamental para mostrar el carácter social del individuo era el lenguaje, las reflexiones contemporáneas de la filosofía lingüística vuelven a hacer hincapié en la consideración del ser humano como ser simbólico. A la luz de esto podríamos preguntarnos si se podría vivir sin lenguaje de ningún tipo. Si podríamos entender a alguna colectividad que careciese por completo del canal comunicativo de una lengua (con sus procesos estrictamente verbales, pero también con los no verbales). El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein basó toda su reflexión filosófica en lo que consideraba como el elemento distintivo de la complicada forma de vida humana [4] , esto es, en el lenguaje; haciéndolo hasta el punto de que no resultaba posible la comprensión –y construcción- de los conceptos más que a través de su manifestación (aunque sería más acertado decir su uso) lingüística. De la importancia del lenguaje para los seres humanos quedaba constancia en su crítica al lenguaje privado, al señalar que incluso lo que consideramos interior para los individuos (sentimientos, sensaciones, etc.) está definido por su articulación pública, es decir, en la interdependencia significativa de los sujetos.

Nuestra capacidad simbólica se codifica en lenguajes. Lo que destaca en esta codificación es precisamente el hecho de la necesidad de más de un individuo para que exista mensaje, es decir, para que exista significación como tal. La dependencia que tenemos de los demás en el orden del desarrollo semántico sugiere lo imprescindible de la alteridad para nuestra propia supervivencia, de modo que nos debemos, como ya señalaba Buber, a la relación (zwischen), y nuestra propia identidad individual solamente es articulable a partir de la incidencia que otros tienen en nosotros. De ahí se deriva que el compromiso fundamental se da en lo que, en terminología ética, podemos denominar la “apertura al otro”. Puesto que no podemos desvincularnos de él, nuestro compromiso tanto ontológico como semántico es irrenunciable.

Es en el lenguaje donde la comunicación se hace posible. Donde podemos manifestar emociones, transmitir realidades, despertar sentimientos, etc. Los poetas han explotado abundantemente estas posibilidades de expresión. Homero, por ejemplo, transmitió con sus hexámetros dactílicos toda una cosmovisión que dio forma a una parte sustancial de la cultura griega antigua. Ovidio versificó con sublime tino las artes amatorias humanas, elevándolas a la categoría de mito. Whitman reivindicó el ego exaltando los valores de lo individual hasta su casi exacerbación. César Vallejo apuntó los extremos de los excesos retóricos en su crítica amarga al vaciamiento de las palabras con su mal uso (“¡Y si después de tantas palabras no sobrevive la palabra!”). Tan importante es la expresividad lingüística que, reflexionando sobre el alcance de la crítica cultural, y en un arranque de lucidez crepuscular, Theodor W. Adorno escribía: “Luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es una barbaridad escribir un poema” [5] ; así manifestaba la altura y la profundidad morales del silencio.

Dadas las particulares características que el lenguaje reviste para el ser humano, no es de extrañar que su estudio forme parte sustancial del trabajo humanístico, que lo haya hecho tradicionalmente y que continúe siendo un leitmotiv en la actualidad. Esta dedicación al lenguaje reviste, asimismo, un particular interés  de igual modo por su incidencia en el desarrollo de los procesos cognitivos e intelectuales de los individuos. La fluidez verbal, por ejemplo, es uno de los factores más relevantes considerados por los psicólogos en el estudio de la inteligencia. Un mayor dominio lingüístico permite a ésta desarrollarse con mayor facilidad. Igualmente agiliza la comunicación y, con ello, el entendimiento entre las personas. Del mismo modo, el matizar y perfilar los conceptos para hacer un uso más preciso y adecuado de los mismos. En este sentido, resulta relevante hacer presente la importancia que la propia tradición humanista dio a la cultura clásica y a las lenguas en las que ésta alcanzó sus cimas de sublimidad. En nuestro entorno cultural contemporáneo un interés tal no ha perdido vigencia: el conocimiento del latín y el griego nos permite profundizar y afinar más en la elaboración de nuestro propio lenguaje, debido a la enorme dependencia que éste tiene con aquellas lenguas, y –por ello- en la articulación de los conceptos. Asimismo, nos son de ayuda inestimable para aprender con más facilidad otras lenguas, dado que hay numerosos idiomas que tienen como madre al latín. También sucede con los idiomas que usan, en mayor o menor medida, declinaciones, cual es el caso del alemán.

Si miramos al interior de las civilizaciones en las que surgieron las lenguas clásicas, la profundidad de nuestra implicación con los motivos de interés de los estudios humanísticos se aclara todavía más. El pensamiento griego es el germen de la filosofía occidental. Ha cimentado nuestra forma de pensar, nuestra tradición científica y nuestra capacidad crítica. La forma en que básicamente comprendemos el cosmos, la posibilidad de hablar de democracia, de entender lo trascendente ya están gestándose a través de las categorías griegas de pensamiento. Volver la mirada a la cultura grecolatina es ser conscientes de los fundamentos de nuestra civilización. Las grandes tragedias griegas y los grandes poetas latinos se encargaron de ahondar en las profundidades del ser humano, sus aspiraciones, deseos, sentimientos, frustraciones, etc., poniendo de manifiesto la complejidad de nuestra naturaleza, e iniciando el camino para nuestro autoconocimiento y maduración moral. No en vano, como hemos señalado, la clave del progreso personal encuentra su expresión adecuada en la máxima “gnothi seauton” (“nosce te ipsum”).

A lo largo de la historia, el ser humano ha dirigido la atención hacia su propio mundo interior. Gracias a esta búsqueda de lo intrínsecamente humano –con toda su complejidad- hemos podido disfrutar de grandes producciones artísticas, como lo son las tragedias griegas. En ellas se narran y exploran los abismos y vericuetos del alma. Ya el propio Aristóteles, al reflexionar sobre la tragedia, puso de manifiesto la significatividad del proceso catártico, en el que el ser humano experimenta una purificación ante el espectáculo de las miserias de su propia condición. Los mismos conflictos, los mismos asuntos de los clásicos mantienen su vigencia, materializándose continuamente en los distintos sucesos que padece la Humanidad: el antagonismo entre el individuo y el cosmos, sus conflictos con el poder, el significado del deber y el restablecimiento del orden, etc.

El tercer pilar de los intereses humanísticos se construye en torno a la reflexión filosófica. Fue tarea de los humanistas hacer de la filosofía una escuela de la vida humana, trasladando su atención a los problemas suscitados en ella. Son las Humanidades, en tanto que estudio integral de la persona, las que nos transmiten la creencia de que ésta tiene un valor en sí misma. Que el respeto al individuo es la fuente de todos los demás valores y derechos humanos. Sólo es posible entender el trabajo humanístico si se percibe en la perspectiva del desarrollo integral de la personalidad y de todas las capacidades del ser, destacando las posibilidades de mejorarse a sí mismo y a la Humanidad, lo cual deriva en un reforzamiento de los valores morales, precisamente en una época en que todo se mide con criterios de eficacia y atendiendo al cálculo de utilidad [6] . Gilles Lipovetsky ha denominado [7] con acierto a nuestra etapa histórica, la era del vacío. Nuestra sociedad contemporánea, a juicio de este autor, es una sociedad autista, un mundo en el cual hombres y mujeres se encierran en sus reinos privados y se sienten tan temerosos de comunicarse con los otros que llegan a perder el hábito de hacerlo.

La filosofía adquiere en este contexto una peculiaridad que le devuelve a sus reivindicaciones sobre la comprensión de la realidad y los individuos que la habitan. La función crítica mantiene su relevancia trasladando nuestras intuiciones acerca de los procesos sociales al terreno del discurso sistemático. Aquí reside su audacia pero, igualmente, la justificación de su servicio. En una situación como la de este cambio de siglo, adquiere una vigencia particular el diálogo filosófico con las realidades culturales. Asistimos actualmente a un momento crítico particular. Un momento expuesto al juicio en una perspectiva singularmente fructífera. En la antítesis de lo que proponía Buber [8] , asistimos a la desaparición de lo que este autor denominaba una “conversación de verdad”. Estamos inmersos en una sociedad individualista en donde se dificulta que las palabras primordiales de Buber, yo y (o yo-tú) aparezcan con la interdependencia que poseen. Quizás el problema sea que no hay nada nuevo que comunicar o, si lo hay, que no exista interés en hacerlo. La sociedad contemporánea ofrece unas posibilidades enormes de transmisión de información que ningún visionario de épocas pasadas hubiera podido imaginar. No obstante, es la sociedad de la soledad; una sociedad de frustraciones, de la depresión [9] , de la multiplicidad de trastornos psicológicos. Podríamos llamarla la sociedad de la abundancia de medios y carencia de fines.

En el análisis de las causas de estos fenómenos sociales llegamos a advertir el componente filosófico del descrédito progresivo de los grandes discursos, que en otras ocasiones actuaban como determinantes sustanciales de la cohesión social. La defensa radical del individualismo surge en función de lo que W. Welsch [10] ha denominado grandes proyectos. Una reacción generalizada de hastío psicológico y moral ha sido el resultado de una etapa histórica marcada por enormes tragedias bélicas y nuevos desafíos anteriormente inimaginados. La seducción del capitalismo no ha desaparecido en la explicación –y justificación- de los procesos económicos. Simplemente, por decirlo de algún modo, se ha reciclado, haciendo posible una eclosión de aspiraciones consumistas después de una etapa de imparable crecimiento económico en Occidente. El criterio de eficacia al que antes aludíamos, pone en cuestión cualquier exigencia de fundacionalismo, esto es, de confianza en fundamentos últimos que avalen o cuestionen todas las propuestas de acción. Esto no es, a nuestro juicio, más que una manifestación de que la técnica se impone a la ética, con un nuevo criterio que la suplanta en el orden tradicional. Junto a ello, la verdad se convierte en una ficción, aplicándose modelos interpretativos de la realidad en dependencia de los individuos o las circunstancias. Esto hace que la ubicación del error aparezca como algo inasumible, dado que la puesta en duda de las exigencias últimas de la propia razón ha provocado la exacerbación –frente a las antiguas jerarquías del conocimiento, el gusto y la opinión- de lo local en detrimento de lo universal. Por definirlo de una manera más gráfica: se han invertido los extremos del mito platónico de la caverna. Esto trae consigo que tratar de localizar una línea divisoria clara entre lo moral y lo inmoral, lo verdadero o lo falso, sea una tarea abocada al fracaso. De alguna forma, estamos asistiendo al triunfo de la idea nietzscheana de perspectiva pero, eso sí, sin la intencionada fuerza expresiva  que el filósofo de Röcken bei Lützen quiso darle a tal concepto.

Este perspectivismo alcanza incluso al propio sujeto, para quien cada una de las actividades puede definir una perspectiva, dado que ya no es exigible siquiera una cohesión interna. Asociada al descrédito de la idea de unidad en la esencia o naturaleza, la exigencia moral se desvanece en la relación que el individuo establece entre sus intereses y las circunstancias o contexto. Es a esto a lo que podemos llamar multilateralidad del yo. El sujeto puede presentar –y representar- diferentes caras en los términos que los diferentes contextos, asociados a sus intereses, le sugieren (pero no necesariamente le exigen); aunque tales manifestaciones diferentes puedan ser contrarias entre sí. Puede actuarse de un determinado modo en determinadas circunstancias, y hacerlo en sentido contrario en un contexto diferente, sin que exista ningún convencimiento de contradicción por actuar en direcciones encontradas. La progresiva desustancialización de la idea de “mala conciencia” reside en la inexistencia de un fondo moral cohesionado en el individuo. No existe más fundamento ético en las acciones que las garantías que ofrecen las perspectivas en las que uno se sitúa. Éstas son cambiantes, careciendo de importancia el que exista contradicción entre las mismas, dado que no existe criterio unificador. Es ésta una de las consecuencias extremas del individualismo contemporáneo, puesto que al desaparecer toda exigencia de fundamentación, el arbitrio descansa sobre sí mismo. No resulta extraño, pues, que el mito que mejor haya reflejado esta situación sea el de Narciso. Se trata de un individualismo hedonista, donde no existe imperativo categórico, dada la flexibilidad en que la propia vida se mueve. Este vivir sin ideal trae consigo un descompromiso emocional cuyas repercusiones sociales se manifiestan con claridad en las estadísticas [11] .

Si el papel de la reflexión crítica se adjudicaba como una competencia central de la filosofía, en las circunstancias actuales adquiere una relevancia particular. La exigencia de análisis es para el humanismo una tarea inevitablemente moral, como también lo es toda su empresa. De ahí que su compromiso con las realidades contemporáneas sea lo que perfila su propia identidad en la actualidad. La tarea de reflexión es recurrente, no está dada de una vez y para siempre, puesto que sólo su actualización permanente es lo que nos convierte en contemporáneos.

A la vista de lo anteriormente expuesto, la singularidad del papel de las Humanidades adquiere, a nuestro juicio, una vigencia irrenunciable. En su reivindicación se localiza la posibilidad de dar respuesta a las incertidumbres que se han agudizado en este cambio de siglo. A modo de conclusión, podríamos agrupar en tres grandes bloques los desafíos que diseñan las inquietudes del hombre contemporáneo. Desafíos que se convierten, precisamente por ello, en retos inexcusables para la tradición humanista: en primer lugar, se encuentran los asuntos derivados del desarrollo tecnológico y el nuevo ritmo que la historia experimenta merced a dicho desarrollo. Desde las cuestiones de genética, hasta las de medio ambiente, pasando por los problemas derivados del desarrollo armamentístico. En el fondo, anida el convencimiento de que, como ha demostrado sobradamente el siglo XX, el avance tecnológico o la racionalización de los procesos sociales [12] no trae consigo necesariamente un impulso civilizatorio. En segundo lugar, los problemas relacionados con el desarrollo del individualismo y la incomunicación, a pesar del espectacular despegue de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías aparecidas en dicho campo. En tercer y último lugar, las exigencias en relación con el ejercicio de la solidaridad y la tolerancia. Una gran proporción de la Humanidad vive en unas condiciones de pobreza humillante y vejatoria para la propia condición humana. Junto a ello, las dificultades por consolidar sociedades auténticamente plurales, con ejercicio probado de los derechos básicos.

En consideración de todo esto, es por lo que cabría preguntarse si las Humanidades podrían representar en la actualidad algún papel relevante como respuesta, a lo que la contestación inevitable sería un triple sí identificado en un SÍ mayúsculo, del que no se derivan dudas precisamente por la trascendencia de lo que la condición humana se juega.



[1] Véanse, por ejemplo, El Fuste Torcido de la Humanidad (Ed.Península, Barcelona 1995), o The Proper Study of Mankind (Pimlico, Londres 1998).

[2] El debate sobre la inconmensurabilidad ha dejado su huella en numerosas discusiones en filosofía de la ciencia, así como en Antropología Cultural, pero precisamente ha puesto de manifiesto las deficiencias en las propuestas de los defensores de dicho concepto. Para hablar de inconmensurabilidad hay que aceptar la existencia de algún tipo de conmensurabilidad. No podemos comprender las cosas distintas si no partimos de sus semejanzas.

[3] “La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra” (La Política. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid 1997, p.4. Traducción de Julián Marías y María Araújo)

[4] Cf. Investigaciones Filosóficas, 2ª parte. Crítica, Barcelona 1988, p.409.

[5] Crítica Cultural y Sociedad. Ariel, Barcelona 1973, p.230.

[6] Las cuestiones sobre los fines de la educación, la vida y la muerte en la medicina y los objetivos sociales en la política quedan reducidos a problemas de eficacia. La pregunta esencial es: ¿se puede gestionar?

[7] La Era del Vacío. Anagrama, Barcelona 1996.

[8] Yo y Tú. Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires 1984.

[9] En este principio de siglo, hay 10 veces más personas deprimidas que hace dos generaciones. En España, la proporción de personas que padecen, de un modo u otro, depresión es de 1/5.

[10] “Topoi de la Postmodernidad”; en: El Final de los Grandes Proyectos. H.R.Fischer, A.Retzer, J.Schweizer (comp.). Gedisa, Barcelona 1997, pp.36-56.

[11] Fundamentalmente en la relación de divorcios, separaciones conyugales, escaso número de nacimientos por pareja.

[12] Cf. Z.Baumann: Modernidad y Holocausto. Ediciones Sequitur, Madrid 1997.