Notas para un Análisis de la Problemática Religiosa en la España de Felipe II [1]

Antonio Irigoyen López
José Jesús García Hourcade

(Universidad Católica de Murcia-UCAM)

 

La  España, hasta cierto punto, abierta del Renacimiento dio paso en los años 60 del Quinientos a la cerrada España de la Contrarreforma. Aunque es una tendencia que parte de la primera mitad del siglo y que se acentúa desde 1530, lo cierto es que el período que va desde 1556 hasta 1563, fecha de la conclusión del Concilio de Trento, es el que va determinar el giro y la evolución de los acontecimientos. Elementos internos y externos se conjugarán para dar paso a esta situación.

1.- Las corrientes espirituales de la primera mitad del siglo XVI

A la hora de adentrarnos en el ambiente religioso del reinado de Felipe II, se hace inevitable referirnos al panorama espiritual de la primera mitad del siglo XVI. En realidad, toda esta centuria podría catalogarse como la más espiritual de la evolución histórica de Castilla. Las primeras reformas del Cardenal Cisneros, en especial las que se refieren a las órdenes monásticas, se adelantaron a las propuestas protestantes, como también se adelantó a la promoción de los estudios bíblicos. No en vano, Jiménez de Cisneros fue consciente de la utilidad que para la religión podían tener los nuevos estudios humanistas. La fundación de la Universidad de Alcalá en 1508 y la confección de la Biblia Políglota Complutense (en la que los textos griego, hebreo, latino y caldeo estaban impresos en columnas paralelas) son buena prueba de ello [2] . El renacimiento religioso tuvo como fruto una reactivación teológica [3] . A la creación de cátedras de Teología tomista, escotista y nominalista en la recién estrenada Universidad de Alcalá, respondió la escuela de Salamanca con la aparición de figuras primorosas como los dominicos Francisco de Vitoria, Melchor Cano y Domingo de Soto [4] . La creación e irrupción de la Compañía de Jesús contribuyó a crear un movimiento espiritual sin paralelismo en la Europa católica. La fama de los teólogos españoles estaba más que justificada y así no puede extrañar su peso en el Concilio de Trento [5] .

La ascensión al trono de Carlos V y el carácter cosmopolita de la nueva Corte contribuyeron a profundizar todo este movimiento que se mostró sumamente receptivo con los pensamientos de Erasmo de Rotterdam. Sin embargo, en torno a la figura del autor holandés se alinearon en España dos bandos enfrentados y bien definidos. conservadores contra renovadores. O por situar la cuestión en sus justos términos: teólogos contra humanistas [6] . Porque ésta fue precisamente la dualidad que tuvo lugar en la primera mitad del siglo, aun antes de la difusión de las ideas erasmistas. La derrota de los humanistas fue gestándose lentamente.

Al fortalecimiento de las posiciones de los teólogos contribuyó de manera decisiva la Inquisición, la cual pasó pronto del control de los judeoconversos al intento de controlar la vida intelectual española y los humanistas fueron los primeros en sufrir las consecuencias. La acusación de heterodoxia al Humanismo surgió ya en los primeros momentos pues presentaba dos caracteres muy molestos para la mentalidad tradicionalista: el sentido crítico y el estudio filológico de la Sagrada Escritura [7] . En este punto el caso de Nebrija es más que evidente: mientras se dedicó a explicar autores latinos o estudiar la Gramática castellana, no despertó suspicacias pero apenas abordó el análisis de los textos bíblicos suscitó una ola de protestas que llevaron al inquisidor general Deza a prohibirle continuar sus trabajos [8] . El Santo Oficio y los teólogos escolásticos temían sobremanera que los humanistas analizasen el texto bíblico. Tan es así que la gran empresa que constituyó la ya mencionada Biblia Políglota Complutense padeció una silenciación sistemática en los medios teológicos contemporáneos: los teólogos escolásticos ignoraron la gran aportación de los humanistas en la depuración de los textos bíblicos. Lo que terminó por herir de muerte al Humanismo: fracasados los estudios bíblicos, la represión acabará también con el estudio de las lenguas clásicas.

La animosidad de los teólogos escolásticos frente a los humanistas podría explicarse desde el temor a una actitud religiosa racionalista ya que el Humanismo también entrañaba una actitud espiritual y religiosa que nacía del resurgir de la conciencia individual, moral y doctrinal frente a la doctrina oficialmente establecida. A este respecto se pueden señalar dos grandes líneas. La primera, propia del Renacimiento, con una tendencia laica más o menos acusadas: la segunda con un evidente matiz de espiritualidad interiorizada de gran amplitud que abarcaría desde alumbrados a protestantes o místicos. Erasmo constituiría el eje ambiguo de las dos corrientes. En todos los casos había una evidente toma de postura ante la Iglesia institucional [9] .

Erasmo y los erasmistas dominaron el ambiente espiritual en la década de los Veinte. Tanto el propio Emperador como muchos de sus consejeros comulgaban con sus ideas. A pesar de lo cual, los planteamientos erasmistas empezaron a ser considerados peligrosos por amplios sectores de la sociedad. La concepción autónoma de la religión y de la moral, patente en Erasmo, Luis Vives o Furió Ceriol, era considerada un peligro por parte de las autoridades político-religiosas que, apoyadas por la Inquisición, quisieron uniformar la espiritualidad española: exterior y controlada en su estructura jerárquica. Porque la Iglesia vio con recelo tanto la conciencia individual laica como el individualismo religioso surgido con fuerza en el siglo XVI, cuyo símbolo no era otro que Erasmo [10] . Ese miedo a la interiorización religiosa con un acusado carácter subjetivo queda claro cuando se analiza la actitud de la Iglesia ante la lectura de la Biblia en lengua vulgar. El Índice inquisitorial de 1551 y, por supuesto, el de 1559 decretaba la prohibición de la “Biblia en romance castellano o en otra cualquier vulgar lengua”. Esta postura tuvo en Melchor Cano su principal defensor, quien argüía dificultades de comprensión por parte de ignorantes y de mujeres, peligro de herejías (alumbrados y protestantes), desvalorización de la Sagrada Escritura... Pero, más allá de estas excusas, lo que conviene destacar es la intención de mantener el control interpretativo de los escolásticos, para quienes los fieles no eran sino menores de edad e incapaces de reflexión. Sólo el teólogo escolástico es, según Melchor Cano, el profeta e intérprete de la palabra de Dios. De ahí sus crudos ataques a Vives o Erasmo. Cano era la voz más autorizada de los tradicionalistas y oficialistas.

La polémica sobre la lectura de la Biblia en lengua vulgar entrañaba, como señala Mestre, algo más que un asunto estrictamente religioso. Es posible encontrar en esta actitud una razón más -entre otras muchas- para explicar el escaso interés por la alfabetización en España. En esa línea era preferible ofrecer una forma religiosa concreta, expuesta en los sermones, que dejar libre la lectura de la Biblia por los fieles. Al mismo tiempo, se trataba de una disputa sobre el orden social. La exaltación del teólogo o predicador, en una sociedad sacralizada, implicaba una desvalorización del humanista o intelectual independiente y exigía subordinar la conciencia individual al criterio del teólogo y del predicador [11] . En suma, a la posición oficial de la Iglesia que, de este modo, mantenía su posición preeminente en la sociedad.

La ausencia del emperador desde 1529 supuso el comienzo del declive del erasmismo. De la misma manera, la erradicación por parte de la Inquisición del movimiento de los alumbrados (secta de origen pietista que se caracterizaba por una pasividad mística, conocida con el nombre de dejamiento, encaminada a la comunión directa del alma con Dios, mediante una proceso de purificación interior que debía acabar con la sumisión total a la voluntad divina), proporcionó la excusa perfecta para atacar al Humanismo y, en general, las corrientes que propugnaban la religiosidad interior e individual. Así las cosas no costó mucho trabajo, aun sabiendo las diferencias existentes, asociar el Iluminismo con el Luteranismo y con el Erasmismo. Y, sobre todo, contribuyó a afianzar la posición y el poder del instituto religioso en la sociedad castellana. Consciente de la expansión del Protestantismo, la Iglesia española se hizo más sensible a las críticas y menos capaz de tolerar las discrepancias. La Inquisición rebasó con gusto el papel para que había sido creada y en la década de los Treinta llegó hasta los baluartes de los humanistas: la corte y las universidades [12] . Los posteriores acontecimientos internacionales, en especial las derrotas imperiales, el fracaso de las primeras sesiones del Concilio de Trento y el militante calvinismo, no hicieron más que secundar las tendencias ortodoxas hispanas.

2.- El Cerramiento de mitad de siglo

Éste era, a grandes rasgos, el ambiente espiritual que Felipe II se va a encontrar cuando vuelva a España en 1559. En plena cruzada contra el Humanismo, el descubrimiento en 1558 de grupos luteranos en Sevilla y Valladolid, en el corazón de Castilla por tanto, provocó una zozobra sin precedentes en la sociedad y el aparato político-religioso. Y sobre todo en una Inquisición que se vanagloriaba de haber salvado a España de las herejías protestantes. Las peticiones de Carlos V desde Yuste a la regente doña Juana de la necesidad de una implacable represión y de un castigo ejemplar son todo un síntoma del clima de inquietud que se vivía. Aunque Ellitott considera las pequeñas comunidades protestantes de Sevilla y Valladolid como el final bastante patético de una historia de prácticas heterodoxas que habían empezado años atrás [13] , lo cierto es que va a ser el detonante del carácter hermético que Felipe II va a imprimir a su reinado en materia religiosa [14] . La aniquilación de los conventículos luteranos sólo sirvió para culminar toda la persecución que desde las instancias oficialistas se llevaba a cabo contra el Humanismo desde los primeros años del siglos. Los episodios del arzobispo Carranza [15] o los procesos contra Fray Luis de León o El Brocense no son sino la guinda del pastel [16] . Como también lo fueron los Índices que desde 1551 la Inquisición fue elaborando con los títulos o pasajes de las obras que estaban prohibidos en España. Por consiguiente, al margen del pensamiento ultraortodoxo de Felipe II, lo que nos interesa remarcar es que la cerrazón religiosa propia de su reinado tenía que ver tanto con la finalización de un proceso de acoso contra el Humanismo como con las propias convicciones religiosas del monarca, aun cuando éstas bebían de la misma fuente.

Se puede argüir que Felipe II salvó a la Monarquía Hispánica de los peligros que las diferencias religiosas provocaron en otras naciones. Parece claro que el precio que se pagó por ello pudo resultar demasiado elevado por cuanto dejó herida de muerte a la cultura española, al tiempo que incrementaba de manera considerable el poder de la Inquisición. Volvamos a los años de 1558 y 1559. Aparte de los ejemplares autos de fe con que se liquidó la herejía, aparte del Índice de 1559, la prohibición de viajar a los estudiantes fuera de la Península resultó, en líneas generales, bastante eficaz pues la mantuvo al margen de las corrientes intelectuales que surgían por Europa ya que los únicos contactos que se mantuvieron fueron con Italia y también con la Universidad de Lovaina. En consecuencia abortó las posibilidades de la incipiente ciencia española al negarle las noticias de los descubrimientos e impedirle los intercambios [17] .

El Índice de 1559 también robaba la formación y no sólo en cuestiones científicas en sentido estricto sino también en las religiosas. La teología y la literatura religiosa fueron las principales perjudicadas. En un doble sentido. Por una parte, por la inclusión en el Índice de las obras más significativas de la espiritualidad recogida. Por otro lado, por el temor de que las nuevas producciones pudieran ser incluidas en el Índice. Es decir, por el miedo que existía de levantar suspicacias en el Santo Oficio y la posibilidad de sufrir un proceso inquisitorial.

El Índice de 1559 incluía un total de 670 prohibiciones, divididas según la lengua (latín, romance y flamenco, alemán, francés y portugués). Entre sus notas más características conviene citar la no inclusión en la parte castellana de autores protestantes de primera fila (Wicleff. Escolampadio, Lutero, Calvino, Bucero, Melanchton), que sólo aparecen en la parte latina. Hay abundancia de Biblias prohibidas, Libros de Horas y múltiples obras en lengua española -16 títulos- de los autores espirituales más leídos en Europa (Taulero, Mantua, Herpe, Savonarola, Ryckel, Erasmo). También incluía la presencia de obras de gran parte de la Patrística (Durando, Cayetano, Orígenes, Teofilacto, Tertuliano, Caetano) y de escritores de la antigüedad pagana (Luciano, Aristóteles, Platón y Séneca). A pesar de lo cual, la novedad más expresiva era la inclusión de escritos de figuras tan celebradas como fray Luis de Granada (su Devocionario), el beato Juan de Ávila, san Francisco de Borja y el arzobispo Carranza (su Catecismo) [18] .

Los escritos castellanos prohibidos pueden dividirse así: textos de Sagrada Escritura, en lengua vulgar (18), catecismos o doctrinas cristianas (13), libros de horas (20), oraciones (10), tratados de espiritualidad (36), escritos de polémica religiosa (14), libros de historia (2), un tratado de botánica y otro de medicina y 19 obras de carácter literario, entre las que destacan las de Torres Naharro, Gil Vicente, Juan del Encina o el Lazarillo [19] .

De esta forma, durante la Contrarreforma, la Iglesia española, como ya adelantábamos, se mostró incapaz no ya de asimilar sino siquiera de permitir la especulación creadora en los estudios bíblicos y teológicos. Lo único que aceptó fue una repetición hueca y estéril de los conocimientos antiguos, con el resultado de sacrificar el pensamiento original a la seguridad. De esta forma, las controversias intelectuales de Castilla durante la segunda mitad del siglo XVI no representaban la lucha entre la ortodoxia y la heterodoxia, sino que constituían más bien dos enfoques de los estudios teológicos aceptados. Con todo, en esta segunda mitad asistimos a una extraordinaria difusión de la teología [20] . En 1570, los dominicos tienen nueve colegios de teología más tres universidades específicas, mientras que los franciscanos cuentan con doce colegios. En los colegios mayores donde antes había muchas más becas de cánones que de teología, cambia la decoración [21] . Sin embargo, el discurso era cada vez más conservador: los teólogos escolásticos volvían una y otra vez a las doctrinas y los métodos medievales, hablando frecuentemente como si fuera herético discutir los puntos de vista de Aristóteles o santo Tomás de Aquino. Frente a ellos, los últimos representantes del Humanismo se afanaban en aplicar los conocimientos modernos a la restauración de las ciencias bíblicas. Y a fe que pagarían cara su osdía: Fray Luis de León, Alonso Gudiel, Martín Martínez de Cantalapiedra o Gaspar de Grajal fueron víctimas de procesos inquisitoriales. Fueron testigos de la liquidación del Humanismo.

3.- La interiorización religiosa

El control de la ortodoxia hizo que variaran los hábitos individuales de religiosidad. El papel del libro es fundamental para comprender el extraordinario ambiente espiritual que se conoció en el siglo XVI. Tomando las cautelas necesarias, a través de la reconstrucción de las bibliotecas particulares se pueden conocer los gustos y las lecturas preferidas en distintas capas de la sociedad. Dejando al margen los tratados de teología que quedan reservados para los especialistas, se puede inferir que, como sucedía en Barcelona, la literatura más consumida fueron las Vidas de Cristo, las Vidas de la Virgen, las Vidas de Santos y los Libros de Horas [22] . La publicación del Índice de 1559 y la finalización del Concilio de Trento en 1563 van a marcar un cambio de tendencia en los gustos.

En efecto, el Índice inculcó la duda -y también el temor- de la herejía en la lectura particular o colectiva de obras religiosas: los libros de Horas fueron los grandes afectados y su lectura decayó durante toda la segunda centuria. En esta situación, las directrices de Trento ayudarán a aclarar un panorama confuso y reducirán la posesión de libros únicamente a los marcados por la pureza de la ortodoxia. De este modo, si en la primera mitad del siglo las Vidas de Cristo y, en menor medida, las Vidas de la Virgen dominaban el panorama, bajo Felipe II, las obras más difundidas serán las vidas de santos. Es un proceso lógico, puesto que las vidas de santos cumplen con el objetivo de la Iglesia de educar a los hombres a través de un arquetipo que será impulsado por el Concilio. Estas vidas de santos, por consiguiente, cumplen a la perfección con el didactismo tridentino, el cual no sólo se canalizó sólo por la plástica o el púlpito, sino que será la hagiografía la que desarrollará este programa hasta sus últimos extremos. Así, no puede extrañar que la obra de Pedro de Ribadeneira, Flos Sanctorum fuera el libro más difundido en Barcelona a fines del siglo XVI y durante la centuria siguiente o que, como indica Julián Gállego, se convirtiera en la publicación más consultada por los pintores que habían de representar la figura o la vida de un santo.

Si en Barcelona la vida de Cristo más difundida era la obra de Tomás de Kempis La Imitación de Cristo, en Valladolid será la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia la que gozó de un éxito inmenso. En la ciudad meseteña, junto a la literatura de las vidas de Cristo y la Virgen, se pueden hallar obras de mayor espiritualidad y que enlazan con las corrientes místicas que tanto proliferaron en el siglo XVI castellano. Así, y sólo por citar algunas de ellas, nos podemos encontrar con el Tercer abecedario espiritual de Francisco de Osuna, la Escala espiritual de San Juan Climaco, el Memorial de la vida cristiana de fray Luis de Granada o la Subida del Monte Sión de fray Bernardino de Laredo.

Bennassar señala que la España de Felipe II vivía el tiempo de los santos [23] . Es decir, que uno de los modelos sociales e individuales más prestigioso, el modelo a imitar en la medida de sus posibilidades por una multitud de hombres y mujeres, era el del santo o la santa. En la segunda mitad del siglo vivieron y desarrollaron su labor santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, San Pedro de Alcántara, san Toribio de Mogrovejo y san Francisco de Borja. Ellos bebieron de la santidad de una generación anterior en la que destacaban san Francisco Javier, san Ignacio de Loyola, santo Tomás de Villanueva, san Juan de Ávila o san Juan Ribera. Por todo lo cual no es gratuito decir que el reinado de Felipe II conoció una explosión de lo divino. Pero todos estos santos intentaron su encuentro con Dios a través de la Mística y la Ascética. Los más de ellos estaban convencidos que la teología escolástica resultaba fría: enseñaba la controversia pero no permitía ver a Dios. Abusaba de la razón cuando se precisaban sobre todo, la humildad y la fe. Porque lo que Dios pedía era la inocencia, la sencillez, el amor, la oración, la penitencia y la mortificación [24] .

La vía ascética y mística se valió, como acabamos de ver y a pesar de los recortes, de una nutrida literatura religiosa. Pues mientras que los tratados de teología se publicaban en latín, la mayoría de los libros de espiritualidad se publicaron en romance: es decir, éstos últimos tuvieron una mayor difusión, con lo que se popularizó de forma notable la literatura religiosa [25] . Pero, como señala García Cárcel, quizás no esté ahí su mayor aportación, sino que se ha de ligar dicha contribución a los nuevos contenidos y al enriquecimiento subsiguiente del lenguaje para darles expresión. Los místicos buscaban una lengua alógica que sirviera para expresar la inefabilidad típica del estado místico, y eso les lleva a emplear y potenciar la metáfora. Las sutilezas de los sentimientos místicos parece que necesitaban la flexibilidad del castellano, mucho más dotado para la metáfora que el latín [26] . Este nuevo estilo ya era constatado por los contemporáneos. Así, Fray Luis de León considera a santa Teresa como gran escritora castellana: "porque en la alteza de las cosas que trata y en la delicadeza y claridad con que las trata, excede a muchos ingenios; y en la forma de decir, y en la pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellos se iguale."

Lo que Fray Luis destacaba en los escritos de la santa abulense es válido para otros escritores místicos pues apuntaba a dos fuentes de valor literario: la configuración de un nuevo modo de aprehensión de lo espiritual profundo, y la apertura de nuevas vías para su comunicación [27] .

4.- El apogeo inquisitorial

Con todo, la existencia de los místicos estuvo lejos de ser apacible. El ambiente férreo de la ortodoxia hacía sospechoso cualquier acercamiento individual a Dios. Al punto, no era sino la continuación de la persecución que los sectores eclesiásticos conservadores llevaron a cabo contra las formas de individualismo. Porque la mística era encuentro individual del alma con Dios y porque tenía mucho que ver con el erasmismo y su orientación hacia una religión más interior. No pocos de los místicos y ascetas tuvieron que vérselas con la Inquisición. La misma Santa Teresa sólo pudo llevar a cabo su obra gracias al apoyo particular que recibió de Felipe II. En cualquier caso, los místicos siempre levantaron sospechas por lo cercana que podía quedar la herejía. No en vano, durante el reinado de Felipe II muchas personas intentaron un acercamiento a Dios mucho más personal que lo que las jerarquías eclesiásticas propugnaban y también es verdad que se cometieron algunos excesos, fraudes y desviaciones [28] .

El declive humanista es directamente proporcional al incremento del poder y la influencia del Santo Oficio de la Inquisición. El Tribunal supo ir adaptándose con éxito  al contexto ideológico del siglo XVI: si en 1478 cuando se establece pesa en él la finalidad religiosa de perseguir la “herética pravidad mosaica” de los falsos conversos, a lo largo del Quinientos el contexto histórico constituido por los novedosos fenómenos socio-religiosos y culturales, hizo que se mudara sus atributos y pasara a adquirir, en palabras de Bartolomé Escandell, una deuteronaturaleza procesal y funcional [29] .

En primer lugar, la transformación se hace evidente en una progresiva ampliación de sus competencias jurisdiccionales, lo que se logró con la proliferación y configuración de los distritos, con el cambio de la estructura burocrático-administrativa que se fue haciendo más compleja y numerosa y, sobre todo, con la variación de los sujetos penales de la jurisdicción inquisitorial: la totalidad del cuerpo social fue susceptible de ser procesado. El apogeo del poder inquisitorial tuvo lugar entre 1525 y 1575. Antes, entre 1480 y 1525, comenzaron las nuevas competencias sobre la apostasía, blasfemia, brujería y, un hecho fundamental como ya se ha ido comprobando, el control de las publicaciones impresas. El catálogo de ampliaciones jurisdiccionales que tiene lugar entre 1525 y 1575 ya ha sido adelantado pues permitió al Santo Oficio juzgar los casos de las herejías o doctrinas desviadas, tales como el erasmismo, alumbradismo, luteranismo, evangelismo y, asimismo, elaborar las listas de libros prohibidos e índices. A su vez, en pleno reinado filipino de reacción dogmática y definición del integrismo tridentino, la Inquisición se ocupará de otras parcelas jurisdiccionales de carácter moral y que representan la imposición de un modelo católico de vida que afecta a la moralidad pública y privada del individuo [30] .

El nuevo marco jurisdiccional no significa que el Santo Oficio dejara de ocuparse de su finalidad originaria, esto es, la desviación herética de los conversos. En la diócesis de Cartagena tuvo lugar entre 1550 y 1560 un proceso que terminó en este último año y en 1562 con la celebración de dos Autos de Fe en que fueron ajusticiadas varias personas de Lorca y Murcia bajo la acusación de judaizar, entre los que se hallaban varios miembros de familia importantes e incluso jurados y regidores de ambas ciudades. Este proceso, que ha sido bien estudiado por Jaime Contreras, hizo tambalear el orden social existente y la estructura del poder local [31] .   

En definitiva, el incremento de la jurisdicción inquisitorial y la transformación de sus finalidades a lo largo del siglo XVI, en especial bajo el reinado de Felipe II, hacen que el Santo Oficio, a la sombra del Estado, se convirtiera no sólo en un aparato de control ideológico sino también en un instrumento genuino de control social [32] , acorde con la definición que de este concepto acuñó la escuela sociológica norteamericana representada por Edward A. Ross, que entendió el control social como la “acción que en la vida de una sociedad trata de evitar y resolver las conductas desviadas” [33] .

5.- La Monarquía confesional de Felipe II

Al cabo, nadie duda que la Inquisición, debido a su naturaleza mixta, se convirtió en una herramienta política muy útil al servicio de la Monarquía [34] . Lo que nos conduce a incidir en los caracteres religiosos del reinado de Felipe II. La fecha clave puede ser 1560. A los sucesos que provocaron los Autos de fe de Valladolid, Sevilla y Murcia, se unía la propia comprobación que Felipe II tuvo en sus viajes por Europa del avance que experimentaban las doctrinas reformadas. Por todo lo cual, era tarea urgente y prioritaria para un monarca con un celo religioso tan exacerbado emprender en su Monarquía una tarea reformista que reforzara la ortodoxia. Así comenzó por exigir al nuevo pontífice la reanudación del Concilio de Trento con el fin de fijar la normativa católica. Felipe II procuró adaptar tales reformas a los intereses políticos de su monarquía. De esta forma, el confesionalismo se convirtió en la piedra angular del proyecto político [35] .

5.1- Las relaciones con el Papado.

Sin embargo, hubo importantes conflictos con Roma a la hora de imponer las estructuras confesionalistas en los reinos hispánicos; a saber: en la reforma de las órdenes religiosas, en la implantación de los acuerdos tridentinos, en la definición de la ideología religiosa específicamente ortodoxa y en la educación y catequización de la sociedad, sobre todo rural. Todas estas medidas iban encaminadas a imponer al pueblo una ideología y conducta social de modo que asumiese la actuación política seguida por la monarquía. O lo que es lo mismo, se trataba de imponer una cultura de elite sobre la cultura popular. A este fin, la Inquisición, como ya se ha dicho, se mostró como la institución apropiada para vigilar aquellos disidentes que no interiorizaban la ideología propugnada por la Monarquía. En consecuencia, la religión aseguró la unidad, la fidelidad de los súbditos y la cohesión de la Monarquía. Las medidas confesionalistas adoptadas por Felipe II, que hay que señalar que también fueron adoptadas por las otras monarquías europeas, llevaron al fortalecimiento de la instituciones administrativas y al triunfo del denominado “Estado moderno”. Ello es lógico, como señala Martínez Millán, si se tiene en cuenta que en el proceso de separación e intransigencia que experimentaba Europa tras la Reforma era necesario no solamente que cada monarquía caracterizase su propia sociedad imponiéndole una ideología, sino que también que la defendiese de las demás y, por ende, la reafirmase ante aquéllas [36] .

Por esta razón, tal y como expone Manuel Rivero, el proceso de confesionalización iba inseparablemente unido a una concepción conservacionista. Por emplear, los términos italianos de la época, “mutatione di religione” era invariablemente “mutatione di stato”, provocando la pérdida de autoridad, de jurisdicción y patrimonio, como era palpable en Francia y en el Imperio. Lo que se traduce de todo esto  es que el confesionalismo constituyó el pilar del gobierno interior de la Monarquía, pero no así del exterior, donde una política de estas características podía llegar a ser inconveniente (haciéndose uso del disimulo). Ello explica las relaciones amistosas mantenidas con  Isabel I hasta los años 70 con el fin de preservar los Países Bajos de las apetencias francesas o el apoyo a los hafsíes de Túnez o a los reyes de Fez, príncipes musulmanes que contrarrestaban el empuje otomano y argelino en el Mediterráneo occidental. En resumidas cuentas, España ya no se sentía cruzada frente al Protestantismo, como ya tampoco lo era frente al Islam. Ello, a pesar de que el Imperio, incapaz de ejercer la “jefatura” secular, cedió su puesto a la Monarquía católica, la cual, dada su extensión territorial, su potencia militar, la riqueza de su patrimonio y su unidad bajo la confesión católica, parecía naturalmente destinada a recoger su testigo. Pero el momento de la ideología imperial tocaba a su fin y Felipe II ni siquiera contaba ya con los atributos simbólicos necesarios ni con la bendición papal.

La política desarrollada en las relaciones con el Papado, cuyo ejemplo más significativo se puede encontrar en la formación de la LigaIsanta con el Papa y Venecia, que culminó en la victoria de Lepanto, evidencia que la posición de Felipe II como "Defensor Fidie" o paladín de la Cristiandad no respondió a un proyecto político elaborado a priori, o a la simple herencia de los postulados de Carlos V, sino que fue resultado de una serie de hechos y acontecimientos hacia los que la Monarquía hubo de dar respuesta y no siempre desde una posición universalista sino todo lo contrario: en defensa de sus propios intereses y necesidades, discrepantes en ocasiones con los del propio Papado.

No obstante, la propia naturaleza de la Monarquía impedía ignorar las pretensiones del pontífice y por el contrario, exigía tener que atenderlas para evitar grandes daños en el orden interno. Pero no sólo esto: Felipe II necesitaba tanto el apoyo moral como material del Papa. Para un rey tan necesitado de recursos financieros, las rentas eclesiásticas -la cruzada, el subsidio y el excusado o las tercias reales- eran un capítulo permanente y capital de su presupuesto y esto no lo podía obtener sin la colaboración pontificia. Como aventuró Philippson a fines del siglo pasado, si la Monarquía Católica hubo de asumir en algún momento como propia la defensa de la Iglesia, no fue por idealismo, sino por necesidad, para garantizar la estabilidad y el gobierno de sus dominios [37] .

5.2- La reforma tridentina en España: Monarquía y obispos

Las diferencias existentes entre la Monarquía y la Santa Sede también pueden ser contempladas en la distinta concepción que para ambas partes tenía el Concilio de Trento [38] . Aunque es de justicia reconocer la dirección mantenida por el Papado y la contribución de las delegaciones italiana y francesa [39] , no cabe duda que Felipe II fue el monarca que más hizo para terminar con relativo éxito el Concilio de Trento y que el peso de la delegación española fue fundamental tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo, papel relevante sancionado por el propio Papado como se comprueba en el hecho de que entre los catorce teólogos que Pío V envío como delegados propios a las tres últimas sesiones, once eran españoles. Hasta el punto de que el teólogo más influyente en Trento fue el jesuita Laínez [40] .

Pero Felipe II quiso que el Concilio sancionase el credo reformista de la Monarquía Católica. Aunque no lo consiguió tampoco quiso aparecer como perdedor y la aplicación de la reforma tridentina quedó bajo el control y los criterios de la Corona y de sus consejeros eclesiásticos. De hecho Felipe II sólo promulgó los decretos conciliares con la condición de que no afectaran los derechos y privilegios de la  Monarquía.

La aplicación de la reforma quedaba en manos de los obispos. En este punto, concilio y Rey coincidían. Aunque los prelados salieron reforzados de Trento con amplios poderes territoriales pero siempre como delegados del Papa, lo cierto era que en virtud del patronato regio desde 1523, la elección de los obispos quedaba en manos de la Monarquía católica. De tal forma que los obispos llegaron a constituirse en piezas fundamentales del programa político confesional de Felipe II. A este respecto conviene recalcar que al margen de la autoridad religiosa que representaban, los obispos añadieron la condición de agentes regios ante las comunidades locales, misión fundamental en una época en que la Monarquía afianzaba su poder en la periferia peninsular [41] .

Por consiguiente, el nombramiento de una determinada persona para ocupar un obispado revestía una trascendencia importante y explica el hecho de que siempre se haya considerado a Felipe II como paradigma celoso con la misión pastoral que el patronato regio reservaba a los monarcas. Suele aducirse que uno de los motivos de la dignificación del episcopado en la España del siglo XVI fue la elección de titulados universitarios; tanto más cuanto el Concilio de Trento había dispuesto que los obispos debían ser graduados en Teología o en Derecho Canónico. Ahora bien, como demuestra Fernández Terricabras, el que se eligiera un obispo teólogo o jurista no era en absoluto indiferente. Al margen de que en un momento determinado pesase más en la decisión otras aptitudes de los candidatos, como el lugar de nacimiento, el origen social o la vinculación con determinadas facciones cortesanas, la variable de la titulación académica tenía un papel determinante. Así, contando con que varios obispos ocuparon sucesivamente el gobierno de diferentes diócesis, se obtiene que Felipe II en 152 ocasiones presentó a teólogos y en 102 a juristas, lo que reducido al número total significa 107 teólogos y 73 juristas. Lo que es más interesante es el análisis geográfico de estos nombramientos. Algunas diócesis muestran abrumadora presencia de teólogos y sólo dos, Barcelona y Solsona, están regidas únicamente por juristas.

A grandes rasgos se puede decir que la Corona de Castilla aparece dividida en dos grandes zonas. La franja norte muestra el predominio de los obispo teólogos: Tuy, Orense, Lugo, Mondoñedo, León y Burgos son gobernadas exclusivamente por teólogos, mientras que Oviedo y Santiago sólo contaron con un jurista. En Calahorra y Astorga se alternaron juristas y teólogos. En resumen, en esta zona hubo 44 obispos teólogos por tan sólo 7 juristas. En el centro y sur de la Corona existe un equilibrio: 54 obispos teólogos y 53 juristas. Lógicamente, existieron excepciones pues mientras que en las diócesis de Ávila, Cartagena y Cuenca contaron con mayoría de canonistas, en Osma y Guadix predominan los teólogos. En la Corona de Aragón existen diferencias territoriales pues si en Cataluña tuvieron mayor papel los juristas: 24 frente a tan sólo 13 teólogos, en el reino de Valencia y en el de Aragón prevalecen los teólogos: 14 teólogos y 7 juristas en el primero de los reinos y 18 teólogos y 8 canonistas en Aragón. Por últimos, señalar que el obispado de Mallorca fue gobernado sólo por teólogos [42] .

Salvado el papel de pastor del prelado, es evidente que la monarquía no esperaba lo mismo de un teólogo que de un jurista. Se entendía que el primero pondría el acento en la predicación, en la enseñanza, en los aspectos pastorales. El segundo, en cambio, incidiría en la resolución de los conflictos, el castigo de los delincuentes y fundamentalmente en los aspectos jurídicos y administrativos. Dicho de otro modo, un teólogo sería preferido en aquellas diócesis en las que se creía que podía haber deficiencias en la transmisión de la doctrina, mientras que el jurista quedaba reservado a aquellas que presentaran una situaciones sociales conflictivas.

5.3.-La religiosidad.

A ello se unía el modelo de feligrés tridentino que implicaba unas características muy concretas. Tenía que estar bautizado, ser cumplidor del precepto de la confesión y comunión anual; pagador de diezmos y primicias; oidor dócil de sermones; devoto del Santísimo Sacramento y de la Virgen, en especial de la Inmaculada y del Rosario; caritativo y especialmente comprometido en la asistencia a los desamparados; cofrade y hermano en las asociaciones parroquiales y conventuales, con especial incidencia en la Semana Santa.

Este perfil era más una hipótesis que una realidad completa. La imposición y triunfo de la Reforma católica empezará a percibirse muy al final del siglo XVI. Hasta entonces, el panorama era más que deficiente, como bien ha observado Kamen en una zona rural catalana [43] . Nada nos impide pensar en una situación similar en otras zonas de la Península. Comprobó que existían grandes dificultades para recibir los sacramentos. El único que puede considerarse universal era el bautismo, puesto que tenía lugar casi inmediatamente después del nacimiento, a causa de la amenaza que suponía la elevada mortalidad infantil. No deja de ser sintomático que el bautismo se celebrará con frecuencia en las casas particulares y no en la iglesia, lo que era posible por la existencia de un clero itinerante que recorría la región.

En cuanto a la misa, podía darse los domingos en los lugares más o menos grandes. Pero los habitantes de los pequeños núcleos o de las masías dispersas, la recibían cada dos o incluso tres semanas. La confirmación estaba prácticamente ausente. La confesión y comunión anual preceptiva en Semana Santa. Tampoco se cumplía entre los habitantes de los núcleos rurales dispersos. Y, al igual que sucedía con los bautismos, los matrimonios no solían celebrarse en la iglesia. Por último, existía una gran resistencia al pago de los diezmos.

Las Visitas pastorales más que innovar trataban de poner las cosas en su sitio. Así, los últimos años del reinado de Felipe II fueron un período de impulso de inversiones en la Contrarreforma, por lo que el aspecto externo y visible de la religión empezó a adquirir un nuevo carácter: el templo parroquial y las cofradías son sus realizaciones más evidentes. Mediante la reserva del sacramento en el altar, la iglesia parroquial se confirmaba como un edificio en el que Dios residía físicamente y pasó a convertirse en el único centro aceptable para el culto divino, por lo que su papel e importancia adquirió un progreso formidable. Lo mismo cabe decir de las cofradías y de las devociones populares. Índices que evidencian, en suma, que a la muerte de Felipe II, poco quedaba ya de la espiritualidad individualista. En adelante, las prácticas religiosas tendrán un marcado carácter social, al ser esencialmente comunitarias. El programa político confesionalista, las posturas conservadoras y ortodoxas campaban ya a sus anchas.



[1] El presente trabajo forma parte de un Proyecto de Investigación sobre el Concilio de Trento financiado por la Universidad Católica de Murcia.

[2] M. BATAILLON, Erasmo y España, México, 1996, pp. 1-24.

[3] J. LYNCH, España bajo los Austrias, I: Imperio y absolutismo (1516-1598), Barcelona, 1982, p. 93.

[4] M. ANDRÉS MARTÍN, "Pensamiento teológico y vivencia religiosa en la reforma española (1400-1600)" en R. GARCÍA VILLOSLADA (dir.), Historia de la Iglesia en España, III-2: La Iglesia en la España de los siglos XV y XVI, Madrid, 1980, pp. 290-305.

[5] B. LLORCA, "Participación española en el Concilio de Trento" en R. GARCÍA VILLOSLADA (dir.), Historia..., op. cit. pp. 385-503; C. GUTIÉRREZ, Españoles en Trento, Valladolid, 1951.

[6] L. GIL, Panorama social del Humanismo (1500-1800), Madrid, 1981.

[7] A. MESTRE, "La Iglesia española ante los principales problemas culturales de la Edad Moderna (siglos XVI-XVIII)"  en E. MARTÍNEZ RUIZ y V. SUÁREZ GRIMÓN (eds.), Iglesia y sociedad en el Antiguo Régimen, Las Palmas de Gran Canaria, 1994, pp. 15-16.

[8] Ibidem, p. 16; M. BATAILLON, Erasmo..., op. cit. pp. 24-38.

[9] A. MESTRE, "La Iglesia...", art. cit. pp. 16-17.

[10] Ibidem, p. 23.

[11] Ibidem, p. 25.

[12] M. BATAILLON, Erasmo..., op. cit. pp. 432-493.

[13] J. H. ELLIOTT, La España imperial, 1469-1716, Madrid, 1981, p. 241.

[14] J.-P. DEDIEU, "El modelo religioso: rechazo de la reforma y control del pensamiento" en B. BENNASSAR (ed.), Inquisición española: poder político y control social, Barcelona , 1984, pp. 237-241.

[15] H. KAMEN, La Inquisición española, México, 1985, pp. 208-213; J. H. ELLIOTT, La España..., op. cit., pp. 245-248.

[16] J. LYNCH, España..., op. cit. pp. 338-341.

[17] J. H. ELLIOTT, La España..., op. cit., pp. 242-244.

[18] R. GARCÍA CÁRCEL, Las culturas del Siglo de Oro, Madrid, 1989, p. 172.

[19] Ibidem, pp. 172-173.

[20] M. ANDRÉS MARTÍN, La teología española en el siglo XVI, Madrid, 2 vols. 1976-77; ídem, "Pensamiento...", art. cit.

[21] B. BENNASSAR, "Los españoles y la religión en el siglo XVI", Cuadernos de Historia 16, 110 (1985), p. 11.

[22] Ibidem, pp. 13-14.

[23] B. BENNASSAR, La España del Siglo de Oro, Barcelona, 1983, p. 145.

[24] B. BENNASSAR, "Los españoles...", art. cit. pp. 12-13.

[25] Ibidem, p. 14.

[26] R. GARCÍA CÁRCEL, Las culturas..., op. cit. pp. 145-146.

[27] V. GARCÍA DE LA CONCHA, "Un nuevo estilo literario", Cuadernos de Historia 16, 110 (1985), pp. 25-26. El texto de Fray Luis de León también se encuentra incluido en estas páginas.

[28] B. BENNASSAR, "Los españoles...", art. cit. p. 14.

[29] B. ESCANDELL BONET, "Sobre las adaptaciones de la Inquisición al contexto ideológico del siglo XVI", en P. FERNÁNDEZ ALBALADEJO, J. MARTÍNEZ MILLÁN y V. PINTO CRESPO (eds.), Política, religión e Inquisición en la España moderna: homenaje a Joaquín Pérez Villanueva, Madrid, 1996, p. 258.

[30] Ibidem, pp. 258-266.

[31] J. CONTRERAS, Sotos contra Riquelmes, Madrid, 1992.

[32] B. BENNASSAR (ed.), Inquisición..., op. cit..

[33] E. A. ROSS, Social control: a survey of fundations of order, Nueva York, 1901, citado en B. ESCANDELL BONET, "Sobre...", art. cit. p. 265.

[34] F. TOMÁS Y VALIENTE, “Relaciones de la Inquisición con el aparato institucional del Estado” en PÉREZ VILLANUEVA, Joaquín (dir.): La Inquisición española. Nueva visión, nuevos horizontes, Madrid, 1980, p. 47

[35] J. MARTÍNEZ MILLÁN, "Introducción" en J. MARTÍNEZ MILLÁN (ed.), La Corte de Felipe II, Madrid, 1994, pp. 19-24.

[36] Ibidem, p. 23.

[37] M. RIVERO RODRÍGUEZ, "La Liga Santa y la paz de Italia (1569-1576) en P. FERNÁNDEZ ALBALADEJO, J. MARTÍNEZ MILLÁN y V. PINTO CRESPO (eds.), Política..., op. cit. pp. 587-620.

[38] J. LYNCH, España..., op. cit. pp. 332-334.

[39] H. JEDIN, Historia del Concilio de Trento, tomo 4, volumen II: Superación de la crisis. Conclusión y ratificación, Pamplona, 1981.

[40] Ver nota 5.

[41] Para profundizar en el carácter de mediador local que tenía la figura del obispo, véase: J. J. RUIZ IBÁÑEZ, Las dos caras de Jano. Monarquía, ciudad e individuo. Murcia, 1588-1648, Murcia, 1995, pp. 142-146.

[42] I. FERNÁNDEZ TERRICABRAS, "Por una geografía del patronazgo real: teólogos y juristas en las presentaciones episcopales de Felipe II" en E. MARTÍNEZ RUIZ y V. SUÁREZ GRIMÓN (eds.), Iglesia..., op. cit. pp. 601-609.

[43] H. KAMEN, Cambio cultural en la sociedad del Siglo de Oro. Cataluña y Castilla, siglos XVI-XVII, Madrid, Siglo XXI, 1998.