La Experiencia Estética, Fuente
Inagotable de Formación Humana
Alfonso López Quintás
lquintas@filos.ucm.es
(el autor es catedrático en la Complutense de Madrid y por encargo del Ministerio de la Educación dirige un curso de Ética en: http://cerezo.pntic.mec.es/~alopez84/ Otras colaboraciones en nuestro site: http://www.hottopos.com/4.htm)
En el momento actual de confusión y desconcierto, ninguna tarea sin duda más urgente que la de poner en forma métodos eficaces para instruir a jóvenes y adultos en las cuestiones básicas de la ética. Esta instrucción ha de realizarse de tal forma que los destinatarios de la misma se sientan respetados en su libertad y al mismo tiempo dotados de pautas de interpretación suficientes para estar orientados ante las diversas encrucijadas que encuentra uno en la vida. La formación verdadera consiste en disponer de discernimiento, y éste sólo se alcanza si se conoce la lógica que rige internamente los diversos procesos humanos.
Actualmente, los jóvenes se resisten a aceptar doctrinas por la vía del mero argumento de autoridad. Sólo se muestran dispuestos a asumir aquello que ellos sean capaces de interiorizar y considerar como algo propio. De ahí su aversión a toda forma de enseñanza que proceda o parezca proceder de forma autoritaria, llegando a determinadas conclusiones a partir de ciertos principios inmutables.
Debido a ello, se viene proponiendo desde hace algún tiempo como método ideal para formar en cuestiones éticas la lectura penetrante de obras literarias de calidad. A través de ellas no son los profesores de ética quienes nos adoctrinan sobre el sentido de la vida y sus acontecimientos básicos, sino diversos autores orlados de prestigio y bien afirmados en una experiencia intensamente vivida y sufrida.
La sugerencia es valiosa, pero apenas ha sobrepasado la condición de mero deseo. A lo que se me alcanza, no hay todavía un esbozo de lo que puede ser un método bien aquilatado de enseñanza de la ética a través de la lectura de grandes obras literarias. Por mi parte, he intentado colmar esta laguna en varios trabajos, inspirados en la idea de que toda forma de juego -entendido en sentido creador- funda "ámbitos de realidad", y el entreveramiento de éstos produce un alumbramiento de sentido y una eclosión de belleza. Desde hace años he podido comprobar, en diversos centros culturales de España y del extranjero, que este método es fácilmente asimilable por los jóvenes y les facilita la perspectiva justa para abordar la lectura de obras literarias -e incluso, en cierta medida, de obras cinematográficas- de tal forma que incluso las que podrían ser consideradas como poco "edificantes" se convierten en aleccionadoras porque dejan al descubierto las consecuencias que acarrea la entrega a procesos de vértigo o fascinación.
También la experiencia artística, debidamente comprendida y vivida, presenta un poder formativo sobresaliente. El gran filósofo, dramaturgo y músico francés, Gabriel Marcel, nos dejó un testimonio sorprendente acerca de su conversión religiosa: "Tengo que anotar aquí -escribe- la importancia excepcional de Juan Sebastián Bach. Las Pasiones y Cantatas: en el fondo, la vida cristiana me ha venido a través de esto. Los encuentros han tenido un papel capital en mi vida. He conocido seres en los cuales sentía tan viva la realidad de Cristo que ya no me era licito dudar" [1] . "Nadie duda -afirma en otro lugar- que la función espiritual de la música consiste, en el fondo, en devolver el hombre a sí mismo. Devolver el hombre a sí mismo es, en verdad, devolverlo a Dios" [2] .
¿Cómo se explica esta eficacia pedagógica de la experiencia musical y, en general, de la experiencia artística: la arquitectónica, la pictórica, la escultórica...? Para contestar de forma radical a esta pregunta, debemos recordar, siquiera esquemáticamente, algunas condiciones básicas del desarrollo humano y advertir que el conocimiento profundo de las mismas nos viene facilitado en sumo grado por las experiencias artísticas, cuando las sabemos vivir y comprender en su articulación interna.
El cultivo del arte promueve la fidelidad a la vida
En un testamento que redactó prematuramente, Beethoven hizo a sus hermanos la siguiente advertencia: "... Recomendad a vuestros hijos la virtud; sólo ella puede hacer feliz, no el dinero, yo hablo por experiencia; ella fue la que a mí me levantó de la miseria; a ella, además de a mi arte, tengo que agradecerle no haber acabado con mi vida a través del suicidio." ¿Qué grandeza y poder transfigurador tiene el arte para disuadir a Beethoven de poner fin a una vida desbordante de sufrimientos?
El arte -en concreto, el arte musical- era para este gran músico una forma privilegiada de participar en un reino de belleza extraordinaria y comunicarla en alguna medida a los hombres. El arte no es propiedad de los artistas; es un don, que ha de ser acogido con agradecimiento y asumido en forma de diálogo. Las obras de arte no se "hace" o "producen" -contra lo que a menudo se afirma actualmente-, se crean como fruto de un encuentro. Beethoven solía pasear por el campo antes de componer a fin de inspirarse. El contacto con la naturleza encendía su inspiración porque veía todos los seres como huellas del Creador y podía entender su mensaje profundo y dialogar con ellos. "Lo más bello que hay en el mundo -escribió en una ocasión- es un rayo de sol atravesando la copa de un árbol".
Esta concepción del arte como una actividad dialógica explica que Beethoven fuera muy consciente de que era un genio y reclamara para su persona el debido respeto y, al mismo tiempo, se mantuviera siempre humilde y enraizado en lo divino. Solía dar clases a jóvenes de la nobleza, y se cuenta que un noble le trató en cierta ocasión como a un criado distinguido. Beethoven no dudó en hacerle la siguiente reconvención: "Señor conde, tráteme con el debido respeto, porque nobles hay muchos y Beethoven sólo hay uno, y los condes se mueren y desaparecen, y mi música será cada día más apreciada". A una mirada superficial pueden, tal vez, aparecer estas palabras como altaneras. Si conocemos de cerca a quien las pronunció, sabemos que responden a una actitud no de soberbia, sino de sobrecogimiento ante el don de que era depositario. La conciencia de ser un oficiante de la belleza dio ánimo a Beethoven a seguir componiendo -a pesar de hallarse alejado totalmente del mundo de los sonidos y no poder disfrutar de su encanto- y dedicar su inspiración más lograda a dos tareas excelsas: 1) crear un ámbito de alegría desbordante para celebrar la solidaridad entre los hombres y entre éstos y el Creador; 2) hacerse portavoz de la humanidad que se convierte toda ella en un acto de súplica y adoración.
La primera tarea fue realizada en la Novena Sinfonía. Al comienzo del cuarto tiempo la orquesta se desgarra en un chillido sobrecogedor, que todavía hoy nos sorprende. Los violoncellos -como instrumento muy cercano en su timbre a la voz humana- manifiestan su desagrado. Ante tal protesta, la orquesta hace oír los primeros compases del primer tiempo. Los violoncellos tampoco están de acuerdo. Lo mismo sucede cuando la orquesta recuerda el comienzo del segundo y el tercer tiempo. Entonces la orquesta sugiere el tema de la alegría. Y los violoncellos se muestran complacidos. Y son ellos mismos quienes, al unísono y en pianísimo, tocan el tema completo. El resto de la orquesta se mantiene en escucha. Al terminar el tema, varias familias de instrumentos entran en juego con los violoncellos -que repiten el tema- y tejen un contrapunto bellísimo, que nos hace pensar en la belleza de la vinculación interpersonal. Cuando concluye el tema se agregan nuevos instrumentos para indicar que se incrementa la unidad entre los hombres y, al final, la orquesta completa interpreta el tema de forma homofónica y grandiosa. Se siguen unos momentos de euforia en la orquesta. Uno recibe la impresión de que el gozo que produce esta primera experiencia de unidad se hace desbordante y la orquesta parece desmadrarse de alegría. Pero la humanidad suele volver a las andadas, y la orquesta, para indicarlo, repite el chirrido del comienzo. Ante esta recaída en la escisión, Beethoven quiere dejar bien a las claras el mensaje que había dejado entrever y acude por primera vez en una sinfonía a la voz humana. Un barítono exclama con voz potente: "Oh Freunde, nicht diese Töne, sondern lasst uns angenehmere, und freundevollere". ("Oh amigos, estos tonos no: dejadnos oír otros más agradables y alegres".) Estos dos versos fueron escritos por el mismo Beethoven como preludio a la Oda a la Alegría de Schiller, que es cantada a continuación y culmina en el pasaje sublime que concluye con estas palabras: "Hermanos, por encima de la carpa de las nubes tiene que habitar un padre amoroso".
La segunda tarea halló cumplida realización en la Misa solemne. Ya en plena madurez, cuando se vio reducido a un despojo humano -completamente sordo, lo que es una tragedia para un virtuoso de la música; casi ciego, arruinado económicamente y muy quebrantado en su salud-, Beethoven, aun teniendo un carácter fuerte, no se rebeló contra la Providencia; se retiró a una aldea de la frontera austrohúngara para componer "un himno de alabanza y agradecimiento al Supremo Hacedor", según palabras suyas. El fruto de este retiro fue una de las cimas del arte universal, la gran Misa en Re mayor.
Beethoven no vivió nunca el arte como pura diversión o como medio para ganar prestigio y bienes materiales. Su actividad artística fue en todo momento el vínculo viviente de su persona con la de los demás seres humanos y con el Ser Supremo, "... Ah, me parecía imposible dejar el mundo antes de producir todo aquello para lo que me sentía dotado -escribe en el testamento-, y así dilataba esta vida miserable (...)". Miserable -lo explica él mismo a continuación- en cuanto al cúmulo de sufrimientos que la atenazan, pero gloriosa -podemos agregar nosotros- por constituir un tejido de encuentros. El encuentro es una experiencia de "éxtasis" o creatividad, no de "vértigo" o fascinación. Si Beethoven hubiera sido un hombre entregado al vértigo, al afán de dominar lo que encandila los instintos para ponerlo al propio servicio no hubiera podido superar, en la hora del infortunio total, la tentación del suicidio, porque la estación término del proceso de vértigo es la destrucción [3] . Pero su vida estuvo consagrada al cultivo del arte y de la virtud, es decir, al ejercicio de los modos más altos de creatividad o "éxtasis", pues la virtud es la "fuerza" -virtus- que nos permite cumplir las exigencias de la creatividad.
La experiencia estética nos revela lo que es la creatividad
No sólo los grandes cultivadores de la experiencia estética están en condiciones de sacarle partido en orden a la configuración cabal de su personalidad. Todos podemos beneficiarnos, en no escasa medida, de las posibilidades que nos ofrece tal experiencia en orden a clarificar por dentro las leyes de nuestro desarrollo personal. Y conocer estas leyes o constantes es decisivo para nuestra formación humana.
En otros trabajos expuse con cierta amplitud la función promotora que ejerce la música en la vida espiritual de los hombres sensibles, el papel que desempeñó en el proceso de conversión de numerosas personas, en la labor catequética y misionera, en la creación de ambientes religiosos sumamente emotivos y transfiguradores. Todo lo allí explicado acerca de la afinidad de las experiencias estética, ética y religiosa puede sintetizarse en esta confesión de Gabriel Marcel: "Tengo que anotar aquí la importancia excepcional de J.S. Bach. Las Pasiones y Cantatas: en el fondo, la vida cristiana me ha venido a través de esto. Los encuentros han tenido un papel capital en mi vida. He conocido seres en los cuales sentía tan viva la realidad de Cristo que ya no me era lícito dudar".
En las páginas siguientes quisiera ahondar y ampliar el aspecto pedagógico de este jugoso tema. Nuestro desarrollo como personas sólo es posible si evitamos que ciertos prejuicios y malentendidos bloqueen nuestra actividad creativa.
El hombre es un "ser de encuentro" (Rof Carballo); se constituye, desarrolla y perfecciona realizando encuentros con las realidades circundantes. Estas realidades pueden ser nuestras compañeras de juego y de encuentro si los vemos como "ámbitos", no sólo como "objetos". Esta forma de ver exige de nosotros toda una conversión, un cambio de ideal. Del ideal del dominio, posesión y control hemos de pasar al ideal de respeto, de unidad y de solidaridad.
Esta conversión nos libera del apego a las ganancias imediatas y nos otorga libertad interior, la capacidad de elegir en cada momento no en virtud de nuestras apetencias, sino del ideal de unidad y solidaridad al que hemos consagrado la vida.
Esta vinculación a un ideal valioso implica una ob-ligación, una atenencia a cauces y normas, las normas y cauces que marcan la vía hacia la meta propuesta. Si malentendemos la relación "libertad-norma" como un dilema, no podemos tener capacidad creativa suficiente para fundar relaciones auténticas de encuentro.
La creatividad es siempre dual, supone un sujeto dotado de potencias y un entorno capaz de otorgarle diversas posibilidades. Una persona puede estar muy bien dotada, pero a solas no puede ser creativa. Necesita recibir posibilidades de fuera, es decir, de realidades que en principio le son distintas, distantes, externas y extrañas. El que interprete el esquema "dentro-fuera" como un dilema será incapaz de adivinar que es posible convertir lo distinto, distante, externo y extraño en íntimo sin dejar de ser distinto. Tal incapacidad le imposibilita para asumir activamente las posibilidades que le vengan ofrecidas. Esa asunción activa es la creatividad.
El hombre desarrolla cabalmente su personalidad cuando sabe convertir en íntimas las realidades externas y ajenas, y funda con ellas un campo de libre juego, de entreveramiento fecundo. Este entreveramiento constituye una forma de "experiencia reversible" sumamente fecunda: da lugar a modos de unidad tan altos que superan por elevación la escisión provocada por una visión angosta de la realidad. Al vivir tales modos de unidad, se comprende por dentro la génesis del simbolismo y la fiesta. Con ello se amplía colosalmente la idea básica de verdadm de conocimiento, de realidad y de hombre porque se entiende todo ello de forma relacional.
El descubrimiento de los "ámbitos de realidad"
Veamos de modo concreto, por vía de sugerencia, no de tratamiento exhaustivo, de qué forma tan clara y persuasiva nos ayuda la experiencia estética a clarificar los puntos antedichos.
A nuestro alrededor hay casas, tierras, rocas, cosas de diversos tipos. Aparecen ahí, enfrente de nosotros, como algo distinto de nuestro ser. Estar enfrente se dice en latín ob-jacere, verbo del que se deriva ob-jicere, cuyo participio es ob-jectum. A todas las realidades que están frente al hombre y pueden ser analizadas por éste sin comprometer su propio ser las llamamos objetos. Son realidades "objetivas". Estas realidades pueden ser medidas, pesadas, agarradas con la mano, situadas en el espacio, dominadas, manejadas. Pero en el mundo existen realidades que son, en un aspecto, delimitables, asibles, pesables, dominables y manejables, y en otro no. Con una cinta métrica puedo medir fácilmente las dimensiones de una persona: el alto y el ancho.
Pero lo que abarca en diversos aspectos -el ético, el afectivo, el profesional, el estético, el religioso...- no lo puedo delimitar. Ni ella misma podría decirme exactamente hasta dónde llega, por ejemplo, su influjo sobre los demás y el de los demás sobre ella. "¿Dónde termina el que ama? ¿Dónde empieza el ser amado?", preguntaba una mujer a su esposo en un drama de Gabriel Marcel. El amor es algo real, y lo mismo el influjo que ejercemos unos sobre otros, pero su realidad no es del mismo tipo que la de los objetos; tiene un alcance mayor y escapa en buena medida a la vista, al tacto, al cálculo preciso. Pero puede de alguna manera imaginarse.
La persona humana se configura y desarrolla creando vínculos de diverso orden con multitud de realidades: la familia, el colegio, el pueblo, el paisaje, la tradición, las amistades, las obras culturales, la vida profesional, los valores... Esos vínculos suelen suponer un influjo mutuo y dan lugar a experiencias reversibles. Esta trama de experiencias constituye un gran campo de juego, en el cual la persona va adquiriendo un modo de ser peculiar, una “personalidad” cada vez más definida, una especie de "segunda naturaleza". La persona humana no se reduce, por tanto, a objeto; constituye todo un campo o ámbito de realidad.
Esta condición de ámbito no la presentan sólo las personas. También la ostentan muchas realidades de nuestro derredor. Un piano, como mueble, es un objeto. Como instrumento, no. En cuanto mueble, se halla ahí frente a mí; puedo tocarlo, medir sus dimensiones, comprobar su peso, manejarlo a mi antojo -ponerlo en un sitio o en otro-. Como instrumento, sólo existe para mí si sé hacer juego con él, si soy capaz de asumir las posibilidades que me ofrece de crear formas sonoras. Al entrar en juego con el piano, éste deja de estar fuera de mí; se une conmigo en un mismo campo de juego; en el campo de juego artístico que es la obra interpretada. Yo no puedo hacer con el piano lo que quiero; debo atenerme a su condición peculiar y a las características de la obra que toco en él. Esto es sumamente importante. Las realidades que no son meros objetos nos ofrecen posibilidades de juego, es decir, posibilidades para actuar de manera creativa, y, en cuanto nos las ofrecen, tienen cierta iniciativa, y merecen un trato respetuoso. Si no las respetamos, las rebajamos de condición, las tomamos como meros objetos, y con ello nos cerramos a las posibilidades que nos ofrecen y anulamos toda posibilidad de conocerlas.
Multitud de realidades de nuestro entorno presentan un aspecto de objetos, pero, vistas en la trama de la vida humana, se manifiestan también como "ámbitos. Un barco puede ser pesado, medido, tocado, situado en el tiempo y en el espacio. Tiene las condiciones propias de los objetos. Pero, además de esto y en un nivel superior, ese barco concreto nos ofrece toda una serie de posibilidades; pasear, comer, dormir, pescar, navegar... Este tipo de realidades que no sólo se prestan a ser manejadas y dominadas sino que ofrecen posibilidades de acción a quien se relaciona con ellas en orden a realizar un proyecto que ha elaborado con su imaginación creadora las considero también como "ámbitos de realidad" o sencillamente "ámbitos". Los ámbitos están delimitados como los objetos, pero se abren a otras realidades; pueden ser afectados por la acción de otros seres y, a la vez, ejercen un influjo sobre ellos; abarcan cierto campo a pesar de su delimitación. Un ejemplar de un libro, por ser material, pesa, está circunscrito a unos limites, es susceptible de manejo, puede deteriorarse. Pero, en cuanto obra literaria, nos abre a diversos horizontes de vida, plasma procesos, expresa sentimientos, incentiva la imaginación, transmite conocimientos... En una palabra: es fuente de posibilidades y origen de iniciativas. Constituye todo un ámbito de realidad.
En síntesis, denomino "ámbito de realidad" o simplemente "ámbito" a tres tipos de realidades:
1º) Las personas, seres que no están delimitados como los "objetos". Por ser corpórea, una persona tiene unas dimensiones determinadas, pero, al estar dotada de espíritu -y, por tanto, de inteligencia, voluntad, memoria, sentimiento, capacidad creativa...- desborda la delimitación espaciotemporal y abarca cierto campo: tiene iniciativa para crear relaciones, asumir las posibilidades que le ofrece el pasado, proyectar el futuro...
2º) Las realidades que no son ni personas ni objetos, por ejemplo, un instrumento musical. Éste ofrece al intérprete ciertas posibilidades de sonar y puede establecer con él una relación reversible de mutuo influjo y enriquecimiento. Esta relación implica un modo de unidad superior a la unidad tangencial que tiene con el piano el que acaricia sus materiales.
3º) Los campos de relación que se fundan entre las realidades aludidas en los puntos anteriores cuando se entreveran y dan lugar a un encuentro. Las realidades "ambitales" dan lugar, al unirse entre sí, a ámbitos de mayor envergadura. Dos esposos se comprometen en matrimonio y crean un hogar, un campo de juego, de encuentro, de mutua ayuda y perfeccionamiento personal. Este hogar es, en todo rigor, un ámbito de realidad. Los ámbitos de realidad no son producto de una labor fabril, sino fruto de un ensamblamiento de dos o más realidades que son centros de iniciativa y operan con libertad o, al menos, con cierta capacidad de reacción. (Todo pianista siente que cada piano responde a su acción sobre él de una forma peculiar, de modo que se establece entre ambos una corriente de mutua influencia, una experiencia reversible o de doble dirección). Al ser fruto de un encuentro, los ámbitos no son objetos de los que se pueda disponer. Son realidades que piden un trato respetuoso, aunque no igualitario. El pianista no puede tratar el piano como un objeto, un mero medio para realizar algo. Debe considerarlo como el medio en el cual tiene lugar el entreveramiento entre el autor de la partitura y el intérprete.
El conocimiento de los "ámbitos" es decisivo para precisar los diferentes modos de unidad que puede crear el hombre con los diversos seres de su entorno. Tal precisión es, a su vez, indispensable para elaborar una "filosofía dialógica", ya que el diálogo implica una forma eminente de unidad que ha de ser creada en cada caso.
Diversos tipos de ámbitos
Lo antedicho nos permite ver a una nueva luz mil y una realidades de la vida cotidiana. Citemos algunas para ampliar nuestro campo de visión y comprender seguidamente la gran función formativa del arte.
El lugar en el que se vive es una realidad “objetiva”. El hogar que es fundado por dos esposos constituye un ámbito, un campo de juego cargado de virtualidades y posibilidades.
El lenguaje, visto como medio para comunicarse, parece reducirse a mero objeto. Si acertamos a verlo como un campo de significación y de luz que abre al hombre indefinidas posibilidades de comprensión y expresión, nos aparece como un "ámbito". Así lo comprendió Kayrol al afirmar que "las palabras son moradas". De modo análogo, las diversas formas de juego y de trabajo son ámbitos, campos de posibilidades de acción cargada de sentido. Consiguientemente, los "papeles" que el hombre puede desempeñar en su juego vital son ámbitos. Y lo mismo las figuras que expresan "acontecimientos", sucesos que implican un mundo complejo -debido a la confluencia de distintas realidades o aspectos de la realidad- y abren campos nuevos de posibilidades. Piénsese, por ejemplo, en el "encuentro de Jacob y Rebeca", "la muerte de Julio César", la "Última Cena", "la Crucifixión", "Napoleón atravesando los Alpes"...
Han de ser vistos, asimismo, como ámbitos las realidades o sucesos que suponen un campo de interacción: el brotar de la primavera, el declinar del otoño, un campo de olivos, un grupo de saltimbanquis, un payaso, una barca pesquera o de recreo, un naufragio, una pareja de amantes, un sembrador, unas manos orantes, un anciano que medita junto a un cirio que arde... Los sucesos que tejen la trama de la vida social significan un entreveramiento de realidades que abre diversas posibilidades a la acción humana. Basta analizar lo que implica dictar sentencia, hacer una promesa, inaugurar una red vial, consagrar un templo... Un edificio se convierte en templo cuando en él se encuentran por primera vez los creyentes que lo han edificado y el dios al que adoran. Tales sucesos han de ser considerados como “ámbitos”.
Algo semejante acontece con las obras culturales. Cada una de ellas viene a ser un punto de confluencia de diversas realidades y ofrece al hombre un elenco de posibilidades bien definidas. Ahondemos en lo que implica una casa, una calle, una plaza, una ciudad, un puente, un monumento, unas botas de campesino, un camino, un jardín... Cada una de estas realidades culturales es una encrucijada. En ella se entreveran y vibran diversos seres. Por ejemplo, una plaza ha de ser vista no como un mero vacío entre las casas aglomeradas, sino como el lugar de confluencia de diversas calles y el punto de encuentro de quienes habitan en ellas. Originalmente, una plaza era un lugar de encuentro, no de mero tránsito y huída, como sucede hoy. Ello explica que la plaza, como realidad cultural, ocupe un lugar destacado en el mundo de la pintura de artistas tan notables como Canaletto y Guardi. Un camino no se reduce a una forma sinuosa que se abre paso entre la fronda de un bosque. Es un lugar de comunicación, un vínculo entre pueblos y personas. Por eso desborda simbolismo, y fue plasmado en grandes obras pictóricas.
En su breve y densa obra El origen de la obra de arte [4] , Heidegger muestra de forma penetrante que en las "Botas de campesina" de Van Gogh se hace presente la humedad de la tierra, la dureza del trabajo en el campo, la fatiga de los pasos laboriosos..., toda una trama de realidades y circunstancias. Esta obra de arte no representa una mera figura; da cuerpo sensible a un mundo peculiar, un ámbito formado por un tejido de realidades y relaciones [5] .
Cuando el ser humano adopta en la vida una actitud creadora, está convirtiendo constantemente los objetos y los meros espacios en ámbitos. Toma una simple tabla, píntala a cuadros blancos y negros, sitúa encima de ellas unas figuras de ajedrez, y la habrás convertido de objeto en ámbito. El niño pone una escoba entre sus piernas y se echa a correr. Con ello transforma un objeto en ámbito.
El arte nos enseña a transfigurar los objetos en ámbitos
Si tenemos una mirada penetrante, el arte y la literatura de calidad nos descubren una verdad decisiva: que el auténtico entorno del hombre no está formado por objetos yuxtapuestos sino por ámbitos entretejidos. Ortega acuñó una frase que hizo fortuna -"Yo soy yo y mi circunstancia"- a fin de subrayar el carácter relacional de la vida humana. El hombre se realiza en constante interacción con cuanto lo rodea, porque es un “ser de encuentro”. Nada más cierto. Pero falta por determinar el punto crucial: cómo han de ser las realidades que el hombre trata para poder encontrarse con ellas en sentido riguroso. El encuentro significa un entreveramiento fecundo, un intercambio de posibilidades. Este intercambio y ese entreveramiento sólo son posibles entre ámbitos, no entre objetos.
Las grandes obras literarias nos lanzan la mirada en todo momento hacia los acontecimientos que constituyen la trama de la vida humana, vista con hondura. No se reducen a narrar simples hechos. Si hoy seguimos emocionándonos con la Antígona de Sófocles, no es porque entre una joven y un gobernante griegos de hace veinticinco siglos haya habido un conflicto grave que determinó la muerte del más débil, sino porque entraron en colisión dos ámbitos de vida: el de la piedad y el de la ley (el de la ley no escrita y el de la ley escrita). Estos ámbitos forman parte de nuestra vida actual, y pueden dar lugar a colisiones dramáticas.
También el arte intensifica nuestra mirada para que no se detenga en la vertiente objetiva de los seres, antes penetre hasta su condición de ámbitos. En su conocido grabado Manos orantes, Durero no quiso únicamente reproducir la figura de unas manos humanas sino plasmar un "ámbito de súplica".
Vas a Toledo y admiras en la sacristía de la catedral el cuadro de El Greco El expolio. Adviertes que el rojo escarlata de la túnica de Jesús destaca su figura y la hace adelantarse. Ese efecto saliente es moderado por el azul del manto de María, que contempla asustada el agujero que un criado está abriendo en la cruz. Pero no te quedas en los pormenores de la composición del cuadro. Pasas más allá. Descubres que el artista no sitúa las figuras en un espacio físico; crea un ámbito espiritual de odio en torno a Jesús, y a Éste lo destaca para hacer resaltar su increíble soberanía de espíritu que le hace posible distanciarse de sus intereses particulares y mirar extáticamente hacia lo alto en actitud indulgente. Todo el temple de Jesús ante la pasión quedó plasmado de forma inigualable en esta obra, a la que El Greco amaba tan intensamente que retomó el tema varias veces. ¿Quién podría afirmar que ese mundo asfixiante de odio, por una parte, y de libertad interior, por otra, es una mera ficción artística? Es un mundo real, dotado de un modo de racionalidad propia y de una forma de rigor especifico. Pero este rigor, esta racionalidad y esta realidad sólo pueden captarlos quienes tengan poder de penetración para leer el lenguaje pictórico. Aprender a leer los diferentes lenguajes es presupuesto indispensable para pensar con rigor.
Repase el lector la serie de realidades y acontecimientos de la vida humana a los que aludí en el apartado anterior y verá cómo afluyen a su memoria cientos de obras literarias y artísticas que los han tomado como tema central. Podemos afirmar sin temor que tales temas han entrado por la puerta grande en la historia del arte y la literatura por ser ámbitos y no meros objetos. De ahí que su expresión artística y literaria constituya toda una "imagen" -que es bifronte, tiene relieve, remite a algo más allá de lo sensible-, no una mera "figura" -que se reduce a una serie de rasgos sensibles carentes de profundidad [6] .
La contemplación de imágenes acostumbra nuestra mirada a trascender lo sensible
Una de las tareas más fecundas del proceso formativo consiste en aprender a distinguir los diversos modos de realidad, otorgarles su rango y valor propios, y jerarquizarlos, es decir, conceder primacía a los más altos sobre los inferiores. Esta jerarquización sólo es posible cuando se adopta una actitud de "desinterés". Si me dejo llevar del afán de obtener ganancias inmediatas, me quedo preso en las realidades vistas como objetos; no me elevo a la consideración de las mismas como ámbitos. Y, al reducirlas de esa forma, no puedo encontrarme con ellas y bloqueo mi desarrollo personal.
Por ser interesado, tiendo a dominar las realidades de mi entorno, no a respetarlas y colaborar con ellas de forma creativa. Pienso que yo estoy aquí y las otras realidades se hallan ahí, frente a mí, como algo distinto, distante, externo y extraño a mi ser. En consecuencia, temo que, si me entrego a tales realidades confiadamente, me pierdo y alieno. Tal temor me hace pensar que sólo puedo realizarme cabalmente si me recluyo en mi soledad egoísta y me afirmo dominando y poseyendo.
Dominar y poseer sólo son posibles respecto a objetos. Y los objetos se hallan inevitablemente fuera del hombre; no pueden nunca llegar a serle íntimos. He ahí por qué profunda razón la actitud posesiva y dominadora nos induce a estimar que los esquemas aquí-allí, dentro-fuera, interior-exterior, independencia-vinculación, libertad-norma, autonomía-heteronomía, autoafirmación-solidaridad son siempre dilemas. No alcanzamos a descubrir la clave decisiva de la formación humana: que la actividad creadora convierte tales esquemas en “contrastes”, pares de conceptos que se contraponen y complementan entre sí. Esta deficiencia mantiene a millones de personas, sobre todo jóvenes, alejadas de la actividad creativa y, por tanto, de la plenitud personal.
"Libertad-norma" no constituye un dilema
En esta encrucijada, la experiencia estética nos presta una ayuda sumamente eficaz: pone ante nuestros ojos de forma nítida, a veces sobrecogedora, la posibilidad de vincular fecundamente la libertad y la norma o cauce, la autoafirmación y la solidaridad, la autonomía y la heteronomía. Cierto día, en clase, me dijo una joven: “Profesor, no le dé vueltas. En la vida hay que escoger: o somos libres o aceptamos cauces. Gozar de libertad y estar sumiso a algo que te coarta desde fuera son aspectos de la vida totalmente opuestos. No tenemos más remedio que optar: o lo uno o lo otro. Y yo, por supuesto, escojo la libertad”. Obviamente, esta joven no veía la forma de integrar la libertad y la aceptación de normas o cauces.
Saber integrar aspectos diversos de la vida es un arte que debemos aprender. Si alguien lo desconoce, tiende a dar por supuesto que los aspectos contrastados de la existencia se oponen insalvablemente entre sí. Le parece incuestionable que una cosa es ser libre y otra muy distinta, incluso opuesta, es aceptar normas y cauces. Por eso lo más urgente es mostrarle que tal integración se da de hecho en diversas vertientes de nuestra vida, por ejemplo en la estética.
Para ello dibujé en el encerado los pentagramas correspondientes al tema principal del cuarto tiempo de la Novena Sinfonía de Beethoven, y procuré que los alumnos se percataran de su carácter ordenado, geométricamente configurado, atenido a normas de la época sobre la composición de melodías. Estas características se advierten a simple vista, aún no conociendo la técnica musical. Tenemos 24 compases: cuatro y cuatro, cuatro y cuatro, cuatro y cuatro. Los cuatro primeros forman una pregunta, los cuatro siguientes configuran la respuesta. Pregunta y respuesta, a su vez, actúan de pregunta respecto a los ocho compases siguientes. Todo se halla perfectamente estructurado y reglado conforme a unas normas establecidas. A continuación les hice oír una buena interpretación orquestal de este pasaje, y les pregunté qué impresión les había producido. La contestación fue unánime: una impresión de inmensa libertad, de espontaneidad creadora y soltura expresiva. Para que confirmaran la primera impresión de libertad expresiva, amplié la audición a las variaciones del mismo tema, en las cuales diversos instrumentos se unen al canto de los violoncelos y tejen un contrapunto admirable en el que no se sabe qué admirar más: si el dinamismo del tema inicial o la gracilidad con que se vinculan a él y se entretejen los diversos grupos de instrumentos. Tras las dos variaciones, la orquesta se aúna para entonar el tema con toda la decisión y rotundidad del estilo homofónico.
La conclusión de esta breve experiencia fue clara y aleccionadora: "¿Ven ustedes? - les dije a los alumnos-. En la estética se vinculan del modo más eficiente la atenencia a normas y la libertad, el orden y la gracia, la delimitación precisa, casi rígida, y la soltura interna. No se puede dar por hecho que el concepto de libertad y el de norma o cauce se oponen y forman un dilema, que obliga a optar por uno u otro de ellos".
Comprobar esto dispone el ánimo para ser cautos en el campo de la Ética y no ver dilemas donde no hay sino contrastes. ¿Recuerdan lo que dice Kant de la paloma? El gran filósofo nos dio en una imagen una clave para configurar nuestra vida. Figúrense -advirtió- que una paloma, fatigada de tanto batir las alas contra el aire, renegara de la existencia de éste y deseara prescindir de él. Al querer una libertad absoluta, sin traba ni resistencia alguna, quedaría sometida a la fuerza bruta de la gravedad y caería desplomada al suelo.
Permítanme añadir por mi cuenta: el que se empeñe en "liberar" sus pulsiones instintivas de todo cauce, que se opone a la absoluta libertad de maniobra, queda sometido a la fuerza de gravitación que arrastra al vértigo. Este arrastre seductor exalta el ánimo al principio, pero bloquea el dinamismo personal y provoca una desoladora decepción.
Esta decepción es la que sentiría, si pudiera pensar, el pez que fue sacado del agua por un mono que quiso "liberarlo" de perecer ahogado [7] . El agua es el "elemento" en que se mueve el pez, su lugar natural de despliegue. En él se oxigena y vive plácidamente. El "elemento" propio del ser personal es un entorno de realidades valiosas a las que se siente vinculado y obligado. Desvincularse de ellas por afán de ser plenamente libre significa asfixiarse espiritualmente.
Al actuar creativamente, el esquema "autonomía-heteronomía" se convierte en contraste
La vida ética de numerosas personas es paralizada por el temor -nunca bien revisado- de que la heteronomía -el actuar conforme a criterios recibidos del exterior- destruye de raíz la autonomía -la capacidad de regirse por criterios propios-, y produce la alienación o enajenación, vale decir, la entrega a realidades externas y extrañas. Ciertamente, cuando uno adopta pasivamente normas de conducta que le vienen dictadas desde fuera, no actúa con autonomía personal; depende de quien le marca la vía a seguir. Su conducta es heterónoma, no autónoma. En este caso, el esquema "autonomía-heteronomía" es dilemático. Pero ¿lo es siempre? La experiencia estética nos permite vivir emocionadamente la conversión de este dilema en contraste.
Nos ponemos a cantar una obra polifónica. Cada voz entona su melodía con seguridad, con dominio, con poder configurador. Entra en la obra y sale de ella con toda espontaneidad, como si sólo dependiera de su decisión. Pero todo cantor sabe muy bien que esta espontaneidad y aquel poder no le vienen sólo de él, de su musicalidad, de su técnica interpretativa; surgen al contacto con la obra misma que está colaborando a gestar. Estamos ante una experiencia reversible, con su espléndida fecundidad. El cantor configura la obra al tiempo que es impulsado por ésta. Entra en la obra y sale de ella con la confianza de quien se mueve en su hogar propio. Actúa con libertad interior merced al impulso que late en la melodía que interpreta; pero no es dueño de lo que hace, se siente inspirado por la vida interna de la obra en cuya gestación colabora. En esta experiencia reversible ostentan cierta autonomía tanto los intérpretes como la obra. Son centros de iniciativa que crean un campo de juego común. En este campo de juego nadie domina a nadie; todos se potencian y sostienen mutuamente. Por esa profunda razón, el compositor que estructuró la obra y le confirió una articulación determinada se siente muy agradecido a los cantores pues sin ellos esa trama sonora no existiría realmente, no cobraría cuerpo sensible. Y los cantores agradecen al compositor que les haya ofrecido un cauce eficaz a su capacidad interpretativa. Son plenamente autónomos al ser lúcida y agradecidamente heterónomos. Es decir: ganan libertad interior y seguridad en sí mismos cuando aceptan como impulso de su obrar una realidad que en principio les era distinta, distante y extraña.
El que adopta una actitud creativa convierte el esquema "autonomía-heteronomía" en un fecundísimo "contraste" y adopta una actitud agradecida. El agradecimiento está en la base de toda experiencia reversible y, por tanto, de la vida personal vivida en plenitud.
El esquema "independencia-solidaridad" debe ser visto como "contraste"
Un proceso de transformación semejante se realiza con los esquemas "independencia-solidaridad", "independencia-vinculación colaboradora". Empezamos a entonar una obra a varias voces. Cada voz se mueve con total independencia respecto a las demás. Posee una dinámica propia, una belleza singular, un impulso interior que la lanza hacia adelante y la sostiene. Parece bastarse a sí misma. Ninguna de las otras voces puede alterar el curso de su melodía. Pero todo cantor, al tiempo que ejercita su libertad interpretativa, presta atención a la marcha de las otras voces para atemperarse a ellas: a su ritmo e intensidad, a su volumen y expresividad... De esta forma, actuando con independencia y solidaridad a la vez, las voces crean, entre todas, un conjunto armónico de belleza sobrecogedora. En efecto, sobrecoge observar que la melodía que yo entono cobra toda su potencia expresiva y su sentido cabal cuando se abre a las demás, entrevera sus virtualidades expresivas con las suyas y funda ese fenómeno sorprendente y originario que es la armonía. Imagínense el empobrecimiento que supondría para cada una de las voces si cayeran en la tentación de cerrarse en sí mismas para salvaguardar su independencia. Tendrían razón al pensar que son independientes, que deben desplegarse conforme a un impulso que brota en su interior, que tienen derecho a recorrer su camino sin que nadie lo altere desde fuera. Pero se equivocarían al concluir que independencia implica oclusión, cerrazón, insolidaridad.
Uno llega a ser de verdad independiente como persona cuando vive solidariamente, y la solidaridad auténtica se gana al participar en tareas comunes valiosas. ¿Han visto alguna vez un buen coro y una excelente orquesta actuando conjuntamente? Supongamos que se trata de los intérpretes que nos ofrecen una magnifica versión del Oratorio de Navidad de J.S. Bach bajo la dirección de N. Harnoncourt. Niños y mayores aparecen transportados. Hay algo que los eleva a una región superior y los une entre sí. Ese arrebato, ¿los saca fuera de sí, en el sentido de que les quita serenidad, conciencia de su propia identidad personal, y los deja entregados a una fuerza exterior incontrolada? De ningún modo. La realidad que los arrebata suavemente -la obra de Bach- los entusiasma pero no los seduce; los atrae hacia sí, concentra todas sus fuerzas en la tarea de darles vida, pero no los enajena, nos los entrega a algo distinto y distante, porque la obra en ese momento se les ha hecho íntima. Es su voz interior. Y a ella se sienten unidos con un modo de unión elevadísimo, pues nada nos es más íntimo que lo que constituye el impulso de nuestro obrar. Nos asombra contemplar a ese centenar de músicos que actúan con una unidad perfecta y dan lugar a una obra de belleza impresionante. ¿De dónde procede tal modo de unidad fecundísima? De la relación reversible que cada intérprete mantiene con la obra interpretada. El director no arrastra a los intérpretes. Los aúna en la contemplación de la misma obra; los lleva a verla desde una perspectiva determinada, la más justa a su entender. Una vez que adoptan la misma perspectiva para ver la obra e interpretarla, es la obra misma quien realiza el prodigio de ensamblarlos a todos en una tarea común. Es posible que algunos intérpretes, en su vida diaria, se hallen escindidos por graves divergencias entre sí y con el director. Al insertarse en el campo de juego común que es el acto interpretativo, superan el plano en que se dan tales escisiones y ganan una unidad ejemplar.
Necesidad de fundar los modos más altos de unidad
La tarea decisiva de la formación consiste en descubrir el modo como podemos los seres humanos fundar los modos más elevados de unidad con las realidades circundantes: personas, instituciones, obras culturales, tradición, pueblos, paisajes, valores de todo orden... Acabamos de ver que la experiencia estética nos ofrece pistas certeras para realizar tal descubrimiento. Su fecundidad en este aspecto es sorprendente. Analicemos otro ejemplo.
El gran escultor francés A. Rodin puso por título "La catedral" a una escultura que no consta sino de dos manos humanas. ¿Hemos pensado alguna vez a fondo en el sentido de tal denominación? Se trata de dos manos derechas, pertenecientes a dos personas de distinto sexo. Se hallan a punto de entrelazarse y formar un espacio físico de unión y un espacio lúdico de amparo. Todo cuanto significa el encuentro humano vibra luminosamente en estas dos manos broncíneas que perpetúan el gesto de acercarse con voluntad de comunicación y entreveramiento. Confrontemos este tipo de acercamiento con el que tiene lugar en la bóveda de una catedral que está a punto de concluirse.
En la catedral gótica, diversas columnas se alzan desde lugares diferentes, ascienden a lo alto, siguiendo cada una su camino propio. Al ganar cierta altura, se bifurcan, se entretejen en la bóveda y forman una trama de nervaduras. Estas contrarrestan las cargas del techo, y las orientan hacia las columnas, y hacia los arbotantes y pilastras, que ofrecen su colaboración desde el exterior. Al realizar tal función, ineludible para el sostenimiento del edificio, estos elementos -columnas, nervios, bóvedas...- fundan un espacio físico unitario, acogedor y bello. Está compuesto de mil y un elementos, pero todos confluyen en una imagen de perfección al dejarse orientar e impulsar por el ideal común de fundar un ámbito de unidad. Al reunirse en este campo de juego espiritual, los creyentes transforman el espacio físico en espacio lúdico, en campo de encuentro religioso, en "ámbito. El creyente que está empapado del ideal religioso capta al mismo tiempo estos dos sentidos del espacio -el físico y el lúdico- porque vive simbólicamente, es decir, experimenta en su propio ser el entreveramiento de la realidad natural y la sobrenatural.
El ámbito creado por el entrelazamiento de los elementos materiales y transfigurado por la luz solar que se tamiza a través de las vidrieras es visto como una plasmación sensible del ámbito espiritual que se constituye al unirse en la iglesia los fieles bajo el impulso de un mismo Espíritu. Los frutos del encuentro -alegría, entusiasmo, felicidad, júbilo festivo, luminosidad, amparo...- resaltan gloriosamente en este ámbito de altísima unidad que se forma entre los creyentes y entre ellos y el Creador al que adoran conjuntamente. La armonía arquitectónica florece aquí en un género de encuentro desbordante de sentido y de belleza.
Siempre la unidad, el orden, la armonía van hermanados con el surgir de la belleza, que los antiguos definían sabiamente como el "esplendor del orden, de la forma, de la realidad". "¡Oh Catedral, yo te edificaré en el corazón del hombre!", exclamaba Saint-Exupéry, que en su magna obra póstuma Citadelle quiso crear una catedral literaria, un lugar de amparo y plenitud humana. La clave de bóveda que sostiene esa catedral edificada en el corazón del hombre es el acto de encuentro, entendido con todo rigor. Si este acto falla, se desmorona el conjunto, y cada uno de los elementos pierde su sentido cabal.
La clave de bóveda es un punto de confluencia en el que vibra la tensión de cada elemento hacia la unidad. Visto desde la clave de bóveda, cada elemento es un nudo de relaciones. Esta es justamente la idea que se tiene de cada ser cuando se lo ve a la luz del ideal de la unidad. La armonía, el ensamblamiento mutuo lo sostiene todo y lo embellece.
Volvamos a la obra de Rodin. Dos manos que se hallan en situación de cercanía y dirigidas hacia lo alto pueden presentar diversos sentidos. En una escultura denominada "La Catedral", van obviamente buscando la clave de bóveda del gran edificio que es el hogar. Una catedral supone el lugar por excelencia de encuentro de los creyentes. Considerar como una catedral la unión de un hombre y una mujer, simbolizados por su mano derecha, entraña una concepción del amor conyugal como un ámbito que afecta a las raíces mismas de la realidad humana y presenta una afinidad extrema con el mundo de lo sacro, que, bien visto, es un tejido de relaciones valiosísimas de encuentro. Esta obra de Rodin es simbólica y sugerente porque plasma un ámbito de encuentro y remite a la meta última de la vida humana, meta que consiste en fundar los modos más elevados de unidad con las realidades del entorno.
Queda patente que las obras de arte, por integrar dos modos de realidad, tienen un largo alcance, no se reducen a una bella superficie halagadora para la sensibilidad.
Integrar elementos complementarios es decisivo para la formación
Para lograr formas elevadas de unidad debemos aprender a integrar modos de realidad distintos. Ese aprendizaje constituye una de las tareas decisivas de la formación humana. Percibir una realidad o una acción y descubrir en ellas un valor no es difícil, sobre todo cuando tal valor implica agrado para quien lo asume. Descubrir el valor de varias realidades o acciones, establecer entre ellos una jerarquía según su rango y conceder la primacía a los más elevados entraña una dificultad mayor, ante todo porque supone sacrificio, y llevamos dos siglos al menos oyendo la cantinela de que todo sacrificio implica una represión y ésta bloquea insalvablemente el desarrollo de nuestra personalidad. Se olvida que la represión acontece cuando uno renuncia a algo que se le presenta como valioso y se queda en vacío. Si yo prescindo de un valor para conseguir otro superior, no me reprimo, no impido el desarrollo normal de mi ser; me estoy realizando como persona.
Una ley o constante en la vida humana nos dice que para lograr un valor determinado debemos renunciar a valores inferiores. La unión fusional con la madre supone un valor para el ser humano en estado fetal. Tras el alumbramiento, el bebé se halla desvalido y siente la urgencia de fundar con la madre un modo de relación en el que pueda hallarse acogido. Esta relación primera ostenta, asimismo, un gran valor para el niño. Sin embargo, por ley de vida el niño debe ir renunciando al carácter casi fusional de esa vinculación con la madre y establecer paulatinamente con ella un nexo que vincule la independencia y la unidad. Esta relación de "amistad" entraña un valor más alto que los modos anteriores de unión. Y ha debido ser logrado a través de una serie de renuncias y superaciones. Al contemplar la altura alcanzada en la vida mediante la fundación de una verdadera amistad con la madre, ¿podrá considerar alguien tales sacrificios como represivos? La experiencia estética nos dispone para contestar a esta pregunta de modo certero.
La técnica contemporánea nos abre un horizonte de nuevas experiencias estéticas, sumamente valiosas e instructivas. Una de ellas es el despegar de un avión potente. Ponte al lado de una pista de despegue. Contempla el volumen del avión; asómbrate al pensar en el número elevado de toneladas que pesa. Posiblemente tienes la impresión de que semejante mole quedará abatida sobre el asfalto. Pero he aquí que rugen los motores, y la inmensa aeronave se carga de energía, vibra, se apresta a lanzarse velozmente por la pista. Arranca y gana inmediatamente una gran velocidad. Va ceñida al suelo y al cauce de la pista. Al cabo de breves minutos debe renunciar a la seguridad de ésta y alzar el vuelo. De no hacerlo, se estrellará inevitablemente contra el primer obstáculo del terreno. La magnífica libertad de volar debe ganarla el avión a costa de una renuncia. La pista es necesaria; correr por ella durante unos minutos resulta indispensable, pero no puede considerarse como una meta. Intente el lector aplicar esta experiencia a diversas cuestiones de la vida ética, y descubrirá su extrema fecundidad. Un joven tiene energías sexuales y siente la tendencia a ponerlas en juego. Advierte en tal ejercicio un valor, pues le proporciona agrado y saciedad. Tal descubrimiento puede encandilarlo, en el doble sentido de producirle encanto y enceguecerlo. Ese enceguecimiento se produce cuando el joven considera dicho valor como una meta en vez de tomarlo como una pista de despegue, un detector de un valor más alto que debe conseguirse a su través. Las energías instintivas piden de por sí ser complementadas por las energías que proceden del ideal que uno ha adoptado en la vida. El ideal ajustado al ser personal del hombre consiste en fundar modos elevados de unidad, es decir, formas de encuentro personal. Poner en juego las energías sexuales para quedarse en ellas significa negarse a despegar hacia un modo de vida auténticamente libre y, por tanto, verdaderamente personal.
La formación humana consiste en orientarse hacia el ideal de la unidad y solidaridad
El ser humano se orienta hacia la madurez personal cuando encamina su vida hacia el ideal que responde a las exigencias más hondas de su propia realidad. De ahí que la tarea crucial de la actividad formativa consista en averiguar cuál es el ideal propio de un ser personal y conferir a la voluntad la decisión necesaria para asumirlo en la propia existencia y realizarlo.
Esta doble tarea sólo es posible sí nos percatamos de que el afán de dominio nos impide ser creativos; aumenta nuestras posesiones, nuestra capacidad de mando, nuestra área de influencias, el número de gratificaciones que podemos disfrutar, pero nos aleja de toda acción rigurosamente creadora e impide nuestro desarrollo personal. En cambio, la decisión de fundar generosamente modos elevados de unidad con las realidades circundantes nos pone en la vía de nuestra plenitud personal.
Para realizar este giro del ideal de dominio al ideal de colaboración solidaria es indispensable convencerse de que en él se juega nuestro ser de personas, pues ser persona y actuar creativamente se implican. Es, por ello, sumamente fecundo para la formación comprobar por propia experiencia que la actividad creativa implica "desinterés", por cuanto se da entre realidades que no intentan dominarse mutuamente sino potenciar sus posibilidades y dar lugar a una nueva realidad valiosa.
Tal comprobación se lleva a cabo de modo luminoso en la experiencia de interpretación musical. Rehagámosla y advertiremos, sorprendidos, que nuestros esquemas mentales y nuestras coordenadas espirituales se trasmutan, nos elevamos a un nivel de actuación más alto, más fecundo y libre. Tomo la partitura de una obra que desconozco y la pongo sobre el atril del piano. La partitura se halla cerca de mí. La obra musical está todavía lejos; es para mí algo distinto, distante, externo y extraño. Sin embargo, a través de los signos de la partitura se me revela de alguna manera, aunque sea borrosa, me manifiesta su riqueza de formas, y me invita o apela a que le otorgue un cuerpo sonoro sobre el piano, es decir, que la traiga a la existencia. Esa petición, por parte de la obra, a que yo asuma su valor y lo realice impulsa mi capacidad pianística, y empiezo a ensayar. En este ensayo acontece algo muy notable: Voy buscando una realidad que todavía desconozco en virtud del impulso que me viene de ella misma. Parece una paradoja, pero nos revela una verdad muy fecunda. Siempre que vamos en busca de algo, actuamos con la fuerza que procede de un valor entrevisto que nos hace presentir una gran riqueza. Sentimos confianza en él y tenemos esperanza de poder asumirlo y enriquecernos.
Movido por tal esperanza, voy recreando tanteantemente sobre el teclado las formas de la obra que adivino a través de la partitura. Lo hago con timidez, sin soltura, caminando entre la niebla. Poco a poco, las formas se van precisando más y más, conectando unas con otras, formando frases y configurando los diversos tiempos. Esta configuración se la otorgo yo, pero es de las formas, que poseen una fuerza expresiva propia. En realidad, yo configuro la obra en cuanto me dejo configurar por ella. Avanzo en la interpretación de la misma al dejarme iluminar por la luz que ella desprende. Al interpretar cada pasaje, la obra misma me indica si su fuerza expresiva está ya al descubierto, plenamente operante, o si mi forma de tocar no ha descubierto aún su plenitud de sentido. Profundizo una y otra vez en cada pormenor, hasta que una especie de voz interior me advierte que cada forma musical está poniendo en juego toda su expresividad. En ese momento tiendo a decir que "domino" la obra, me muevo con libertad absoluta por sus avenidas, resuelvo con éxito sus dificultades técnicas, la revelo plenamente a los oyentes. Pero he de volver sobre mis pasos y reconocer que el verbo dominar es aquí improcedente. No puedo decir que domino la obra cuando es ella la que está inspirando mi acción, modelándola, rigiéndola, determinando cuándo es ajustada o equivocada. En rigor, una obra que ha de ser re-creada no puede ser dominada. Gravémoslo bien: En los procesos de creatividad nadie domina a nadie; todos se potencian mutuamente al intercambiar posibilidades de acción.
En este momento de plena configuración mutua, se invierten las relaciones de inmediatez y distancia que se daban al principio entre el pianista, la partitura y la obra. Al convertirse ésta en principio modelador e impulsor de la actividad del intérprete, deja de ser distante, externa y extraña a éste, aún siendo distinta, para tornarse íntima. De esa forma, el intérprete no obedece ya a una realidad exterior -la partitura-; es inspirado por una realidad que ha hecho suya, y lo es plenamente en el sentido profundo de que la vive como propia, se deja modelar por ella, y ella a su vez necesita de su actividad para existir en acto, no sólo virtualmente. Por todo ello, la fidelidad del intérprete a la obra no implica una entrega del mismo a una instancia externa, extraña, impositiva, sino la voluntad de realizar un diálogo creador con una realidad que es al principio externa y extraña pero está deseando convertirse en íntima.
Hacerse íntima una obra significa que se hace presente. Los elementos que moviliza el pianista para interpretarla constituyen el medio en el cual la obra se revela. Y se revela de forma inmediata, como lo hace una persona cuando sonríe. La técnica que posee el pianista es puesta en juego, pero no se hace ver. La partitura sigue ahí orientando la actividad del intérprete, pero éste ya no la mira, porque es la obra misma la que canta en su interior, la que constituye su fuerza configuradora de formas. Podemos decir que todos los elementos que hacen posible la interpretación de la obra entran en estado de transparencia. Siguen ahí, operantes, pero en un discreto segundo plano. No imponen su presencia. Son el medio en el cual la obra y el intérprete entran en relación de presencia, se comunican, se enriquecen, se actualizan; la una como obra, el otro como pianista. "Entre la esencia musical de la pieza tal como está indicada en la partitura -escribe el gran fenomenólogo M. Merleau-Ponty- y la música que suena efectivamente alrededor del órgano se establece una relación tan directa que el cuerpo del organista y el instrumento no son más que el lugar de paso de esta relación [8] .
Esta trasmutación que se opera en los elementos que sirven de mediadores en una actividad creativa encierra el mayor interés para la formación humana. Pone de relieve el hecho decisivo de que para alcanzar un desarrollo perfecto en cualquier orden de actividad debemos tener bien ante la vista la meta a conseguir, el ideal a realizar, y todos los medios que hayamos de movilizar para ello deben ser puestos a pleno rendimiento pero no han de ser idolatrados; han de convertirse en algo translúcido, leve, lugar viviente de la presencia del ideal alcanzado.
Piense el lector en la fecundidad de esta conversión no sólo en la vida estética sino también en la ética y la religiosa. El saber teórico, el poder técnico, los recursos económicos, las potencias sensibles... desempeñan un papel ineludible en distintas actividades humanas. Si queremos que el papel que juegan sea fecundo y no perturbador, no debemos tomar como una meta el halago que produce la sensibilidad, el confort, la holgura económica, y fusionarnos con él fascinadamente. Hemos de estimarlo sobre todo por ser un detector de valores más altos.
[1] Apud Ch. Moeller: Literatura del siglo XX y Cristianismo, Gredos, Madrid 1960, vol. IV, p. 26.
[2] Cf. L’esthétique musicale de Gabriel Marcel, Aubier, Paris 1980, p. 58.
[3] Una amplia y pormenorizada descripción de las experiencias de vértigo y éxtasis se halla en Inteligencia creativa. El descubrimiento personal de los valores, BAC, Madrid 1999.
[4] Cf. Der Ursprung des Kunstwerkes, en Holzwege (V. Klostermann, Frankfurt/M. 1957, págs. 21-22).
[5] Este texto es analizado en mi obra La experiencia estética y su poder formativo, Verbo Divino, Estella 1991, págs. 50-70.
[6] El concepto de ámbito lo explico ampliamente en la Estética de la creatividad, Rialp, Madrid 1998 y en Inteligencia creativa. Los ámbitos como tema primordial del arte es objeto de estudio en mi obra La experiencia estética y su poder formativo, págs. 11-73.
[7] Cf. A. de Mello: El canto del pájaro, Sal Terrae, Santander, 1987, p. 21.
[8] Cf. Phénoménologie de la perception (Gallimard, Paris 1945, p. 170).