Modos de Pensar

(reproducimos este artículo -ABC, 7/10/99-, en el cual el mismo Julián Marías presenta su curso de conferencias “Los estilos de la Filosofía” -Madrid, 1999/ 2000-, que comenzamos a publicar en esta edición con la primera conferencia: Parménides)

Julián Marías

 

No se piensa demasiado; ha habido algunas épocas en que se ha ejercitado el pensamiento con extraordinaria plenitud; por supuesto en la prodigiosa Grecia, entre los presocráticos y Aristóteles, después no tanto; nuevamente en el extraordinario siglo XVII; creo que, a pesar del aparente abandono, en este siglo que está terminando. Pero me inquieta un hecho que se ha repetido a lo largo de casi toda la historia: se ha atendido a los contenidos del pensamiento, es decir, a lo que se ha ido pensando; no tanto a la manera como se ha pensado, es decir, a lo que se ha entendido por "pensar".

Me propongo plantear, en un curso que estoy preparando, esta cuestión: "Los estilos de la filosofía". Una serie de filósofos, que no son forzosamente los más "importantes" por la magnitud de sus doctrinas, sino porque en ellos se ha iniciado una nueva manera de pensar, una concepción original de la filosofía. El atender a esto da una nueva perspectiva sobre la transformación del "argumento" de esa extraña y fabulosa empresa que es la filosofía.

He llegado a interesarme por ella al reflexionar sobre mi propia experiencia. He asistido, en cabeza ajena -nunca mejor dicho-, a diversas formas actuales de filosofar, en persona, entre mis maestros y amigos, en lecturas actuales y muy próximas: esto me ha hecho caer en la cuenta de mi personal manera de proceder. Hay diferencias considerables en la forma en que uno se enfrenta con la tarea de escribir un artículo cuyo núcleo es el pensamiento, la preparación de un curso de contenido intelectual o la empresa de escribir un libro filosófico. ¿Por qué no intentar aclarar la cuestión aunque se trata de una "muestra sin valor" y de escaso alcance?

Cuando me dispongo a escribir un artículo, parto de una inquietud, de una pregunta, de una duda de algo que me parece problemático. Es decir, sobre qué voy a escribir, movido por la necesidad de entender algo, de ponerme en claro sobre alguna parcela del inmenso horizonte cuestionable. El paso siguiente es pensar sobre cómo se me presenta esa cuestión, y por tanto sobre lo que puedo decir. Lo último es lo más fácil: escribir el artículo, por lo general de un tirón y en una hora aproximadamente, porque se trata de expresar lo que se ha pensado, en un solo movimiento mental, que deberá corresponder a la lectura continuada de lo escrito.

Otra cosa es el planteamiento de un curso. Lo decisivo es la imaginación de una perspectiva en que aparece la articulación de un problema. Lo que hay que descubrir es un "argumento", esto es, una estructura dramática en que se presenta una cuestión. Es menester "mirar" desde un punto de vista inicial, y ver qué pasos se imponen para seguir pensando. El ponerse en claro sobre una cuestión planteada lleva inexorablemente a otras concatenadas con ella, en una conexión que no es meramente "lógica" -a menos que se trate de una lógica de la razón vital-, sino biográfica, exigida por la necesidad de saber a qué atenerse. Esta es la forma real en que puedo plantear un curso de contenido teórico.

Esto requiere imaginar un auditorio. Un curso es la colaboración de quien lo da con los que lo reciben, es decir, los oyentes. Esto exige la formulación verbal, oral, del curso; se trata de hablar a los que escuchan. No se puede leer, porque esto introduce una forma de abstracción y despersonalización; aquello se podría leer en casa, y resulta aburrido. Además, la estructura de la frase escrita es apta para la lectura, no para la audición, y no se entiende bien al oído. Cuando se habla, el oyente se siente afectado, interpelado personalmente, y comprende lo que se le "dice", siente que se justifica el haberse desplazado para asistir al nacimiento de algo que brota ante él.

Un libro filosófico es una tercera cosa, también diferente. Es una estructura dramática, argumental, más compleja y que requiere una "presentación" global previa a su realización. Quiero decir que el libro tiene que ser "anticipado" en su conjunto antes de ser iniciado. Recuerdo muy bien la génesis de mi primer libro sistemático, "Introducción a la Filosofía". Una tarde del otoño de 1945, recién terminada la Guerra Mundial, me quedé en casa ante una cuartilla doblada por mitad. Compuse un "índice" de los capítulos que requería el título, con un detalle de su contenido; en un par de horas llené aquella página: tenía el "argumento" del libro.

Me puse a escribirlo, a lo largo de catorce meses, con un orden riguroso: una vez, por falta de libros, intenté alterar el orden de los capítulos, y dejar para después el que correspondía; no pude hacerlo, tuve que esperar y seguir el orden establecido de antemano. Al cabo del tiempo, el libro estaba concluso, con su índice real. Encontré que coincidía casi exactamente, en un ochenta por ciento, con el que esbocé en aquella tarde otoñal, antes de escribir ni una línea. 

¿Qué orden era aquel, que se me había impuesto con tal fuerza? Me di cuenta de que era un orden novelesco. Introducción a la filosofía era la empresa propuesta a alguien, al lector, una empresa dramática, un intento imaginativo de ponerse en el punto de vista del que filosofa. Me di cuenta de que un libro filosófico ha de leerse en su integridad, hasta su desenlace, como una novela -por eso no debe ser excesivamente extenso-, aunque sea aconsejable "volver a empezar", una segunda lectura reposada y reflexiva, en que se asegura la plena posesión de la doctrina. Se trata de "repensarla", hacerla propia, con las correcciones, que pueden ser esenciales, reclamadas por el lector. Un libro filosófico ha de leerse filosóficamente, de manera que se incorpore a la mente del lector en su propia perspectiva.

Hay que insistir en que el libro, poseído argumentalmente antes de su realización, no está "escrito" en ese momento. Va surgiendo paso a paso, va brotando al poner en marcha su argumento, diríamos que siguiendo la atracción de su meta. Se me viene a la memoria la fórmula de Goethe, tan afortunada de las muchas suyas, acaso no realizadas en su propia obra: Geprägte Form, die lebend sich entwickelt, forma acuñada que se desarrolla viviendo. En esa aparente paradoja se expresa el carácter sistemático y abierto, a la vez, que pertenece a la filosofía.

Es este un ejemplo mínimo y sin apenas valor de un modo de pensar filosófico. Lo he formulado porque tiene la facilidad de ser inmediatamente accesible y analizable. Tómese como un mero ejemplo sin más consecuencias. Lo interesante es examinar lo que han sido, a lo largo de dos milenios y medio, los estilos de la filosofía, las etapas, en continuidad siempre innovadora, de la empresa más propia de Occidente.

 

 

Parménides

 

Julián Marías
(edición: L. Jean Lauand)

 

En este curso, vamos a hablar de los estilos de la filosofía. No se trata de una historia de la filosofía; ustedes habrán visto en el programa que se trata de nombres de filósofos, pero no se trata de exponer los sistemas filosóficos, sino los estilos, las formas diversas en que se ha planteado el problema filosófico. Hay, diríamos, un estilo de pensamiento que es el de la filosofía. Porque hay muchas formas de pensamiento, que se difieren entre sí, muchas más de las que habitualmente se cuenta. Y una de esas formas es el pensamiento filosófico, que representa un estilo común, y cuando nos encontramos con un ejemplo de él, decimos: - ¡esto es filosofía! Y a veces, en cambio, hay formas de pensamiento que se presentan como filosóficas, que tienen esa pretensión y, sin embargo tenemos que decir: - ¡esto no es filosofía!, es otra cosa. Otra cosa que puede ser valiosa, que puede ser interesante, pero que no es filosofía. Hay por tanto un estilo común que es justamente el que engloba la totalidad de la filosofía. Y vamos a examinar algunas muestras a lo largo de veinte y seis siglos. Naturalmente hay ciertos momentos -a veces próximos entre sí; otras veces, muy distantes- en los cuales la actitud de filósofo cambia; usa un repertorio de conceptos distintos y el uso de ellos es distinto también. Entonces vamos a tratar de hacer una especie de tipología de las actitudes y de los métodos filosóficos.

Las primeras conferencias, como es natural, están dedicadas al origen de la filosofía occidental: a los griegos. Es algo asombroso que un pequeño pueblo, con muy pocos recursos, pobre -en todos los sentidos de la palabra-, fuera capaz de crear en dos siglos, aproximadamente, digamos, dos tercios de la cultura occidental, de los gérmenes por lo menos, de los planteamientos, de los sistemas conceptuales del pensamiento occidental. Eso es algo asombroso, sobre todo si tenemos en cuenta que después del siglo IV a.C. Grecia no ha sido nada comparable en capacidad creadora a lo que fue durante un periodo anterior. Por otra parte hay un hecho, digamos, bruto, pero muy importante. Y es que de los pensadores originarios de Grecia no se conservan obras, se conservan solamente fragmentos: breves citas, en otros autores, de algunas ideas, algunos pensamientos, algunos breves párrafos de los escritos perdidos de los primeros filósofos. Y es interesante que el que inicia una época de una gran madurez filosófica (y de un desplazamiento social mucho mayor y que, además, está afincado en Atenas), Sócrates, resulta que no escribió nada... Del pensamiento de Sócrates no se conserva ni una sola línea escrita. Se conservan testimonios, hablaremos de esto en su momento. Como ven ustedes esto es bastante curioso. Y, claro, la enorme preponderancia de dos filósofos, Platón y Aristóteles, se debe -además de, por supuesto, a su genialidad, a su inmensa capacidad creadora- al hecho de que existen sus obras; no todas (especialmente en el caso de Aristóteles faltan muchas), pero en definitiva hay un corpus de escritos platónicos y aristotélicos que representan la transmisión de un pensamiento coherente, accesible a los lectores... No siempre, porque habrá que hablar también -en su momento- de los eclipses de este pensamiento: la historia -cuando se la mira con un poco de amplitud y con atención- tiene problemas muy extraños y nos sorprende tantas veces...

Bueno, los primeros filósofos quedan solamente en forma fragmentaria. Ustedes saben que la filosofía griega aparece con la Escuela de Mileto, después hay algunas otras escuelas, por ejemplo, la pitagórica... y de esos pensadores no hay, repito, textos propiamente dichos, que se conserven de una manera directa. Lo interesante es la actitud que aparece entonces, la forma de pensamiento, el estilo de pensamiento, en general, que es el filosófico. Y es muy importante señalar que - hay que ser sinceros: la admiración que tenemos por estos pensadores es ilimitada, pero hay que reconocer que ellos producen una impresión de pobreza, de sencillez, de elementalidad... Hay formas de pensamiento en otras culturas, incluso más antiguas que la de los presocráticos, que son más complejas: cuando leemos que las respuestas de estos primeros filósofos son: la realidad fundamentalmente es el agua o el aire, el ápeiron... nos parece poca cosa... ¡y es poca cosa! Creo que es una impresión que hay que retener. Es impresionante hasta qué punto son respuestas muy sencillas, muy elementales, pero lo importante es la pregunta, lo importante es la actitud que se inicia con ellos y no antes, y no tampoco en otros ámbitos culturales. Es decir, hay, por lo pronto, la pregunta como tal, se hacen preguntas. Ustedes saben que se ha repetido a lo largo del pensamiento griego que el thaumazéin, el asombro, el maravillarse, es el origen de la filosofía. Hay un punto de partida que es el asombro ante la realidad, hay un extrañarse, lo cual quiere decir sorprenderse y al mismo tiempo retirarse, apartarse de la realidad para mirarla y preguntarse, de una manera global: ¿Qué es todo esto? Esto es fundamental. Esto es justamente el estilo general de la filosofía. Todo lo demás, todos los estilos que vamos a considerar son modulaciones de este estilo general, que es preguntarse y preguntarse por la totalidad, por el conjunto de la realidad.

A esto se dan, repito respuestas simples, sencillas. Hay un caso interesante que es el del pitagorismo. La escuela pitagórica -en muchos sentidos es sorprendente y nunca se acaba de entender muy bien- era una especie de asociación, una especie de secta incluso-; los pitagóricos -la figura de Pitágoras es muy borrosa por cierto, personalmente- tienen un interés enorme por la matemática. Y tienen una actitud de contempladores, son espectadores, es lo que se va a llamar después -y va a ser capital en el pensamiento filosófico- la theoría; theoréin es mirar, es contemplar. Recuerden ustedes por ejemplo que Heródoto pone en boca de Creso (dirigiéndose a Solon) el decir que había viajado por el mundo “theoríes heíneken”), por ver, por contemplar; no por conquistar o comerciar o ganar dinero, sino por ver. Es la actitud visual, propia del pensamiento filosófico y esto se inicia, sobre todo, entre los pitagóricos. Los cuales, os decía, tenían pasión por la matemática, estaban fascinados por los números y las figuras. Llegan a decir, en algún momento, que las cosas son números, o reductibles a números. Porque ahí aparece una pasión griega por lo que no cambia, por lo que no varía, lo permanente, como los números: el tres es siempre tres y no le pasa nada: el tres en tiempo de Pitágoras era tres y ahora es tres. E igualmente las figuras geométricas, que van descubriendo como realidades, realidades extrañísimas, porque no son propiamente realidades: el triángulo, el octaedro o la pirámide no son propiamente reales; son lo que llamaremos en nuestra época de objetos ideales... Pero son permanentes, son algo que dura o, mejor dicho, que ni siquiera dura, sino que está exento del tiempo, por encima del tiempo. Esto es sumamente importante y es curioso cómo el griego va a  tener una pasión por esta estabilidad, por la inmutabilidad, por esta perduración y, al mismo tiempo, se va a afanar por la realidad, por lo que es real: justamente por la naturaleza, por lo que llaman la physis.

Justamente la condición adversa de estos dos conceptos va a ser el motor que va a insuflar dramatismo en el pensamiento griego: casi todos los tratados que se atribuyen a los presocráticos se llaman Peri Physios, “Acerca de la naturaleza”. La physis es todo, el conjunto; es un pensamiento, diríamos, cosmológico o cosmogónico. Pero la idea central es la idea de movimiento. Por ejemplo, cuando Aristóteles en su Física va a definir lo que es naturaleza, dirá que es el principio del movimiento y del reposo. De modo que la voluntad de perduración, considerar realidades que son inmunes al desgaste temporal y, por otra parte, la consideración de la physis, el conjunto de naturaleza, aquello de donde brotan las cosas, donde nacen o desaparecen; este va a ser justamente el dilema que se plantea todo el pensamiento griego de una manera profunda.

Vamos a concentrarnos, hoy, en la figura de Parménides, porque Parménides es quizá el primer momento en que se consolida, diríamos, un estilo de la filosofía. Parménides es la figura tempranísima de finales del siglo VI y de la primera mitad del siglo V a. C. Con él aparece un número impresionante de conceptos filosóficos griegos que van a perdurar a través de la historia hasta nosotros mismos. Por una parte es interesante el género literario de la obra perdida de Parménides, conservada fragmentariamente: un poema. Sorprende que la primera obra, relativamente madura, de la filosofía sea un poema. Hay por tanto una atención poética justamente en el origen mismo de la filosofía: cosa que no se debe pasar por alto. Y aparece un poema con una serie de referencias mitológicas, aparecen las hijas del Sol, que abandonan las moradas de la noche -de la oscuridad, son hijas del Sol- que han arrancado los velos que cubren lo real -lo cual es, en forma metafórica, el gran concepto griego de la verdad, aletheia, que es descubrimiento, desvelamiento, manifestación, patencia, ahí tenemos ya ese concepto en el momento inicial de la filosofía- y se va a tratar de descubrir, con corazón inquebrantable, la verdad. Y aparece otro concepto fundamental, el de camino: hay varias vías, varios caminos en Parménides. La palabra para camino en griego es odos, una forma derivada de ella es methodos, el método es el camino hacia algo. Y aparece también expresamente la idea de las vías, de los métodos en Parménides. Y va a distinguir tres vías posibles: una vía es la vía de lo que es, que es la vía practicable, que es la vía filosófica; otra vía es la de lo que no es, que no es practicable; y hay la vía de lo que es y de lo que no es, que es lo que llamará -otro gran concepto griego- la doxa, la opinión (es muchas cosas más: es fama, es gloria, doxa se aplica, por ejemplo, a Dios “Doxa en ypsistois Theo” “Gloria a Dios en las alturas”, que todavía se reza en la liturgia) y añadirá: “la opinión de los mortales”. Los mortales opinan, los mortales se mueven en lo que es y no es. Es decir, diferente a la verdad, que descubre la vía de lo que es, es la apariencia. Y aparece también la dualidad, que se perpetuará en el pensamiento helénico, entre lo que es realmente, efectivamente y lo que es apariencia. Con lo cual se dibuja también la oposición -tendrá un desarrollo posterior, más importante aún- entre lo patente y lo latente, lo que está manifiesto y lo que está escondido, lo que late.

Como ven ustedes, en este pensamiento de Parménides, de quien se conoce por dos fuentes capitales: los fragmentos -fragmentos relativamente largos e importantes - y, por otra parte, el diálogo platónico Parménides. El primer estilo, la primera realización adecuada de la filosofía, acontece en la obra de Parménides; por lo menos es el primero en el cual podemos reconocer ese estilo, podemos poseerlo; los demás no tienen más que una existencia mínima en fragmentos contados, escasos, brevísimos, de interpretación dificil y muchas veces contradictoria. Pero ¿en qué consiste propiamente la aportación filosófica de Parménides? Recuerden ustedes que la pregunta es ¿Qué es todo esto? Y ahí aparece el es, el verbo ser, einai en griego. Y ese verbo tiene un participio de presente, en la forma usual en griego posterior, ón, ontos; en latin ens, entis, el ente. Está claro que es algo que ha dado muchísimo juego en toda la historia de la filosofía. En español es muy claro porque la palabra ente tiene un uso bastante frecuente, un uso filosófico luego generalizado: se llama ente a una asociación, a una institución; o se dice de alguien en el sentido peyorativo de la palabra, que también lo tiene. Pero en francés, no; en francés se empleaba être -L'être et les êtres es un título famoso; en español se diría: “el ser y los entes”- être se aplicaba para el verbo en infinitivo y para el ente, lo que es. Es curioso que el francés ha forjado -en definitiva para traducir a Heidegger- la distinción entre sein, ser y Seiendes, ente- la palabra étant, que no existía (existía como forma verbal, pero no para designar el ente) y en los últimos 40 o 50 años se ha usado la palabra étant.

Introduce Parménides la noción de ón, de ente. Es una cuestión filosóficamente compleja y delicada ver el sentido que esto tiene. Yo creo que el sentido más profundo, más fuerte, más genial y creador que tiene esta palabra en manos de Parménides -no en el desarrollo posterior- es la idea de consistencia: nosotros decimos “tal cosa consiste en...”; que el agua consiste en una combinación de hidrógeno y oxígeno, por ejemplo. Pero yo creo que lo genial de Parménides es una simplificación de esto, que está en la idea simplemente de consistencia (no en decir que las cosas “consisten en”, como, por ejemplo, Tales de Mileto dice que las cosas consisten en agua). Parménides dirá que las cosas consisten; en lo que sea, consisten. Este es, creo, el sentido originario y más profundo de ón: las cosas tienen consistencia, consisten. Naturalmente, eso es lo que corresponde a la pregunta -evidentemente, al principio no muy rigurosa, no muy precisa- ¿”Qué es todo esto?, ahí aparece el es, el verbo pero no es todavía la idea de consistencia, sino, si acaso, la de consistir en. Naturalmente, cuando se intenta distinguir lo que las cosas son, habrá que decir lo que las cosas son en el fondo, verdaderamente, como lo hace Platón o en “el ente que es en cuanto ente”, la fórmula, posterior, de Aristóteles. Lo interesante es que todo eso viene del planteamiento, diríamos, más simple, como abreviado, en cierto modo simplificado -al mismo tiempo radicalizado- en Parménides: las cosas consisten. Pero esto lleva a Parménides a una posición muy extraña por cierto: porque si las cosas consisten en consistir: ¡son! Son siempre lo mismo. Con lo cual aparece el ideal numérico o matemático de los pitagóricos: son. Son, es decir, no cambian. El pensamiento griego había sido movido por la idea de la kinésis, el movimiento -la traducción usual es movimiento, pero es el cambio, la variación-, las cosas cambian: una cosa que es blanca después es negra; una cosa verde luego es amarilla; una cosa fría luego es caliente... Mas aún: las cosas llegan a ser y dejan de ser. Se engendran y perecen. Esta es la condición de la realidad a diferencia de los números y de las figuras, que no se engendran ni perecen, ni cambian, ni les pasa nada con el tiempo.

Pero, claro está, Parménides ha puesto su vida y su pensamiento a la carta del ón, a la carta de la consistencia. Entonces tiene que concluir que no hay cambio, que no hay movimiento, no hay kinésis. Pero si no hay kinésis, no hay naturaleza: vean ustedes el drama que se plantea. En nombre del ón tenemos que negar la physis. Y esta va a ser la gran aporía, que avanza -si se mira bien- toda la filosofía griega. Esto es sumamente importante. Y entonces, Parménides se encuentra con una situación extraña: piensa -él piensa- que el ente es akineton, es inmóvil, no cambia, no es perecedero... Pero, por otra parte, el movimiento es evidente: las cosas se mueven, las cosas cambian, la naturaleza está cambiando constantemente, está engendrando, está pereciendo... Es decir, nos encontramos con que hay una evidencia intelectual -que es la idea del consistir como tal, de la inmobilidad del ente akineton- y por otra parte la evidencia -que se impone- del cambio, la existencia de la naturaleza.

El Peri Physios no tiene sentido si no hay naturaleza y por eso Aristóteles, cuando escribe la Física, lo primero que hace es reivindicar la naturaleza, “principio del movimiento y del reposo”, y trata de hacer compatible esa naturaleza -que consiste en cambio-, con la idea del ser, con la Metafísica, que es el sustrato de la Física aristotélica. Este es el problema, que está planteado ya desde Parménides. Y entonces toda filosofía griega posterior a Parménides va a ser una discusión dentro de esa aporía planteada, dentro de ese estilo general en que se ha ambientado, en que se ha formulado la filosofía.