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Objetividad y Relatividad del Bien

(Resumen de comunicación para Seminario
 del "Projeto Mosaico", São Paulo, 10-8-2000)

 

Antonio Orozco
Editorial Arvo

 

            ¿Qué es lo bueno? ¿qué es el bien? Todo hombre guarda en lo más hondo de su corazón el deseo invencible de ser bueno, de hacer lo bueno. Sabemos que «lo bueno es el bien» y que «lo malo es el mal». Fórmulas que parecen tautologías pero por ello mismo ponen sobre el tapete la complejidad del asunto. En la práctica no pocas veces se nos plantea: ¿esto que parece bueno lo es de verdad? La respuesta no es siempre inmediata y cierta; a veces requiere una reflexión larga y ardua. A menudo están en juego valores de vital importancia. Comprendemos que el estudio haya de ser –en lo posible- riguroso, científico, de manera que la conclusión se apoye en argumentos sólidos e irrefutables. Así se origina y desarrolla la Ética.

            Cuando se dice que algo «es ético» o que «no es ético», se está afirmando que es o no es bueno. Ahora bien, si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser «ética», no siempre estamos de acuerdo en «lo que» es ético. Lo que parece «ético» a unos, puede resultar una monstruosidad a otros. Así algunos llaman «ético» a cierto tipo de abortos provocados; lo cual, a otros parece uno de los peores crímenes, negación del más elemental derecho de la persona, el derecho a la vida.

            Este caso nos permite entender la enorme importancia de aclararnos sobre qué es y qué no es «ético»; sobre qué es en realidad «lo bueno». Se trata no pocas veces de una cuestión de vida o muerte, o de felicidad o infelicidad propia o ajena; y es preciso encararla con toda seriedad y rigor.

            ¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre «lo que es bueno», al menos en lo fundamental, o estamos condenados a una eterna duda o a opiniones sucesivas sin fundamento racional, objetivable? ¿Existe un criterio objetivo de bondad que nos permita, sin temor a equivocarnos, discernir el bien del mal? Con otras palabras, ¿el bien es una realidad «objetiva» o «subjetiva»? ¿Depende de condiciones objetivables o meramente subjetivas (percepciones, sentimientos, deseos, voliciones...)? ¿Nos encontramos en la situación de inventores inevitables del bien y del mal, como quería Nietzsche, llevando al paroxismo el ansia creadora, una vez «matado» a Dios? Jean Paul Sartre intenta seguirle por ese camino, pero no puede dejar de poner de manifiesto que resulta una tarea angustiosa, más una condena que una liberación. Si el bien y el mal no fueran objetivables, y hubiéramos de estar siempre creándolos, «más allá», ¿no seríamos semejantes a Sísifo –el del mito clásico y de Albert Camus-, inventando y destruyendo, para seguir inventando una y otra vez, inútilmente, estúpidamente, «para nada»?

            Muchas veces se confunden, sobre todo en el lenguaje coloquial, «subjetivo» y «relativo», quizá porque «subjetivismo» y «relativismo», en sentido gnoseológico, se implican. Por ello pienso que es relevante situar la cuestión del bien en el orden ontológico; en el cual «subjetivo» y «relativo» significan cosas muy diferentes. Concretamente, a mi juicio, ha de decirse que, a diferencia de la verdad, siempre universal y objetiva, el bien es siempre relativo y sin embargo a la vez objetivo.

¿Qué es el bien?

            Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna perfección que hace a la cosa deseable, apetecible. Aristóteles decía que «el bien es lo que todos desean», aunque no quiere esto decir, que todos deseemos explícitamente lo mismo. Pero, ¿por qué todos deseamos el bien, o lo que entendemos por bien? Porque vemos en ello –lo que sea- algo que nos bene-ficia, que «nos hace bien», nos «per-fecciona», nos mejora, «satis-face» nuestras necesidades profundas, nos hace felices. En suma, el bien no es cualquier perfección, sino una perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva para mí, aunque puede no serlo para otros.

La Relatividad del Bien

            Es de subrayar que no todo lo que perfecciona a un sujeto, perfecciona a otros. El abono animal nutre las flores, pero no al hombre. La alfalfa es buena, sabrosa y sana, perfectiva, para las vacas, no para el hombre (a no ser mediando las vacas). Es claro que el bien es relativo: dice relación a un sujeto o a un conjunto más o menos numeroso de sujetos determinados.

            Esa «relatividad» del bien induce a muchos a pensar que el bien no es «objetivo» como tal, es decir, que no está ahí, independientemente de que yo lo piense, desee o apetezca, sino que cada uno puede tomar por bueno «lo que le parezca», lo que opine, desee o sienta. Cada uno sería libre de considerar bueno una cosa o su contraria y decidir por su cuenta sobre el bien y el mal. Cada uno sería el «creador de valores», porque el valor o bondad de las cosas no estaría en ellas, sino en mi subjetividad, en mi pensamiento, en mi deseo o en mi opinión.

La Objetividad del Bien

            Pues bien, aunque el bien sea «relativo» respecto a un sujeto o a un número determinado de sujetos y no a otros, es al menos casi tan objetivo como la verdad. La bondad del aire que respiramos, el agua que bebemos, el calor y la luz del sol que nos vivifica, etcétera, etcétera, no son valores que inventamos o creamos: no tienen una bondad «opinable»: está ahí, con independencia de nuestra estimación o juicio.

            De modo similar descubrimos el valor de la justicia, de la libertad, de la paz, de la fraternidad, de la solidaridad: valores objetivos que no tendría sentido negar. Si yo los negase porque en algún momento no me apetecieran, seguirían siendo valiosos para mí y para todos. Mi inapetencia sería un síntoma seguro de alguna enfermedad del cuerpo o del espíritu.

            Es también importante advertir -frente a lo pensado y difundido por ciertos filósofos- que si yo apetezco la manzana, no es porque yo le confiera el buen sabor. La manzana no es sabrosa simplemente porque yo la saboree con gusto. Aunque a otro no le guste -quizá porque esté enfermo-, la bondad de la manzana no es un simple producto de mi subjetividad: la manzana misma tiene por sí la aptitud para causar un buen sabor y una buena nutrición. Si así no fuera, el mismo sabor y la misma virtud nutritiva podría encontrar yo en el acíbar o en la basura.

            Es indudable que hay bienes o valores objetivos. Cabe preguntarse si todos los bienes lo son. Y, en efecto, la respuesta es afirmativa, porque, en la práctica, las cosas y las acciones humanas, quiérase o no, siempre perfeccionan o deterioran, incluso las que, teóricamente, pueden considerarse indiferentes (como, por ejemplo, pasear).

            La relatividad del bien por tanto no significa que el bien sea bueno porque mi voluntad lo desea, sino que mi voluntad lo desea porque es bueno. La bondad, primeramente está en la cosa y después puede estar en mi juicio, capricho, opinión o estimación. Lo que es bueno para mí puede ser malo para otro –ahí está la relatividad-; por ejemplo, un fármaco o un trabajo determinado. Pero la relatividad no depende de mi parecer. ¿De qué depende entonces?

            El bien, para mí, depende, justamente, de lo que yo soy, es decir, depende de mi ser, lo cual, ahora mismo, no depende de mi voluntad ni es una cuestión opinable. Aunque yo ahora tenga cualidades y defectos que sean consecuencia de mi libre voluntad, lo que he llegado a ser, lo que ahora soy, lo soy ya con independencia de mi voluntad, y con la misma independencia habrá cosas buenas o malas para mí.

            En suma, el bien depende del ser (real, objetivable, que está ahí con independencia de la estimación del sujeto) y, más concretamente, del modo de ser. Y hay algo que el hombre nunca podrá dejar de ser, esto es, precisamente, hombre. Las características individuantes o personales de cada uno, no difuminan ni anulan la naturaleza humana, al contrario, son perfecciones (o limitaciones y defectos) de esa naturaleza peculiar, que compartimos todos, y que hace posible que hablemos con sentido del «género humano» o de la «especie humana», y también de un bien objetivo común a toda la humanidad.

            Hay bienes relativos a personas singulares. Pero hay también, indudablemente, bienes relativos a la naturaleza humana, común, y, por tanto, a todos y a cada uno de los individuos de nuestra especie. Por eso hay leyes o normas morales objetivas, universales y permanentes que afectan a todos los humanos, de cualquier tiempo y lugar. Lo que daña a la naturaleza, forzosamente ha de dañar a la persona, porque la persona no es ajena a la naturaleza sino una perfección --el sujeto-- de esa naturaleza determinada.

            A naturalezas diversas corresponden diversos bienes. Lo que es bueno para el bruto o para el ángel, puede no ser bueno para el hombre. Por eso, para saber lo que es bueno para el hombre -para todos y cada uno- es indispensable conocer antes la respuesta a la gran pregunta: ¿qué es el hombre? «Qué soy yo, Dios mío? -exclamaba San Agustín-. Mi esencia, ¿cuál es?» (1).

            La Etica (ciencia sobre los bienes del hombre) supone la Antropología filosófica (que estudia qué es el hombre). En la historia del pensamiento se encuentran éticas diferentes porque hay diversos conceptos sobre el hombre; y, en consecuencia, hay diversos conceptos sobre los bienes relativos al hombre.

¿Qué es el hombre?

            Para algunos, el hombre no es más que un conjunto de corpúsculos, aunque complejo y maravilloso (para Carl Sagan, por ejemplo); se ha contemplado como pura química o biología, o como un mero manojo de instintos fatalmente determinados; o como un número en una especie zoológica. Son éstas diversas manifestaciones de la concepción materialista del hombre.

            Si el hombre está dotado de una dimensión espiritual, irreductible a la materia, el materialismo es incapaz de conocer lo que el hombre en verdad es; y, por lo mismo, no puede saber tampoco lo que en realidad es bueno o «ético». Al pensar al hombre como simple animal evolucionado –y nada más-, no puede evitar pensar lo bueno reducido a lo material y sensitivo; y fácilmente concederá un valor absoluto a lo económico. Se le escapa lo más valioso: el espíritu, donde se halla la raíz indispensable del entendimiento y de la libre voluntad. Por eso, los términos «libertad», «justicia», «paz», «amor», etcétera, carecen, en el materialismo, del contenido que se contempla en una perspectiva integral del ser humano y se confunden con las sombras que de tales cosas existen -o parecen existir- en el mundo zoológico. El mismo concepto de «persona» se vacía y el hombre queda reducido a un «número» al servicio de la «especie» (llamada «sociedad»). Si la «especie» lo reclama, no habrá inconveniente en sacrificar al individuo: se le podrá saquear, con toda paz, o encerrarle en un hospital siquiátrico, o eliminarle del todo: sólo cuenta el bien de la «especie», como en zoología. Esta es la tremenda conclusión del colectivismo.

            Si realmente queremos lo bueno, el bien para nosotros y para la sociedad -compuesta no de meros individuos sustituibles, sino de personas con valor único irrepetible-, hemos de empeñarnos en contemplar al hombre en todas sus dimensiones. No basta ver cuerpo con sentidos e instintos. Esto sería no ver al hombre, como no ve el cilindro quien mira solamente una de sus secciones, la horizontal o la vertical. Así se puede confundir el cilindro con un círculo o con un cuadrado; e incluso llegar a la conclusión de que el cilindro es un círculo cuadrado, y, por tanto, un absurdo que no puede existir sino como una vana ilusión de la mente. Podríamos llegar a la negación de la posibilidad del cilindro, de modo similar a como se ha llegado a la negación del alma humana inmortal: seccionando al ser humano por la mitad de su cuerpo, descuartizándolo. Y una vez descuartizado en la mesa de disección, el «sabio» sentencia: como no veo el alma por ninguna parte, el alma no existe. (Aplausos). Como hizo aquél astronauta soviético, que declaró triunfante que Dios no existía, porque él no lo había visto en su viaje espacial.

            El hombre es un «cilindro» muy peculiar: no tiene techo, no tiene límite hacia arriba, y sólo una «sección» totalmente «vertical» puede descubrir su dimensión trascendente a la materia. No es difícil descubrirla, si no se ha perdido del todo el sentido común. Es cierto lo que, en medio de su confusión religiosa, afirmaba gráficamente Unamuno: «lo que llaman espíritu me parece mucho más material (quería decir «claramente perceptible») que lo que llamamos materia; a mi alma la siento más de bulto y más sensible que a mi cuerpo». Con razón se ha dicho que el materialismo es el más peregrino ensayo de querer probar, asistidos del espíritu, la no existencia del espíritu, porque «sólo un ser pensante, esto es, espiritual, puede ponerse a 'demostrar' con argumentos el materialismo» (2).

            El materialismo, deslumbrado ante la semejanza morfológica entre el hombre y el mono, los confunde. Sucede lo que advierte Giambattista Torelló: «objetos de estudio esencialmente diversos, proyectados por el investigador sobre un plano inferior se presentan a su vista como iguales: así la proyección de un cilindro, una esfera y un cono es la misma: un círculo ambiguo y tentador para espíritus simplistas, capaces de concluir que, en el fondo, cilindro, esfera y cono son en realidad una misma cosa»:

            Ciertamente tenemos un cuerpo, unos sentidos que reclaman las satisfacciones de sus necesidades vitales. Pero, ante todo gozamos de algo que excede todo lo que puede proceder de la evolución de la materia: el entendimiento, ávido, insaciable de verdad.

Notas

(1) SAN AGUSTIN, Confesiones, X, XVII.

(2) CORNELIO FABRO, Dios, Ed. Rialp, Madrid 1961, p. 203;